lunes, 14 de mayo de 2018

"LA MUERTE HAY QUE MIRARLA CARA A CARA"





   No me las daré de original, puesto que he tomado la frase que utilizo como título de la cabecera de la serie Lorca, muerte de un poeta que Juan Antonio Bardem dirigiese y escribiese (con la colaboración de Mario Camus en la segunda tarea) para TVE inspirándose en los trabajos que Ian Gibson había dedicado hasta aquel momento (1987) a intentar dilucidar lo sucedido en torno al que sólo puede ser calificado como asesinato del escritor ya nombrado, ese que, además de por su segundo apellido, es reconocible con sólo pronunciar su nombre de pila, Federico. La sentencia (nunca mejor dicho) la escribió él mismo no mucho antes de ser ejecutado y pertenece a las estremecedoras palabras (de ahí el entrecomillado en el encabezamiento, para que resuene la voz castrante, dictatorial y condenatoria de una de sus mayores creaciones) que cierran La casa de Bernarda Alba y, al revisar aquellos seis capítulos (gracias a la web de RTVE) mientras avanzaba en la lectura de la reedición/actualización del que se ha ganado con toda justicia ser considerado texto canónico y que ahora presenta Ediciones B como El asesinato de García Lorca (en su mítica primera edición en 1971 en París a cargo de Ruedo Ibérico su título era La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca), al escuchar, por lo tanto, seis veces casi consecutivas (y llevar en la memoria y corazón de lector/espectador/admirador) el modo en que la madre redobla el castigo, el encierro, hunde a sus hijas en un mar de luto no sólo en lo externo, no pude por menos que pensar que, de alguna manera, Ian Gibson lleva algo más de 50 años mirando a los ojos a aquella muerte, a muchas muertes, llamando a las cosas por su nombre, investigando sin cesar para intentar rellenar todos los huecos, dar respuesta a todas las preguntas, hacer justicia a tantas víctimas a las que se ha querido (y a veces conseguido) borrar, negar su condición, tomando a Federico como paradigma, no en vano es “el desaparecido más famoso, más amado y más llorado del mundo”.

   Y es interesante recordar aquel primer título de este libro que Ian Gibson ha estado (re)escribiendo tanto tiempo (y aún quedan sombras, testimonios que podrán ser matizados, ampliados o tal vez impugnados -o al menos contradichos-, documentos por encontrar -si existen- o huellas de su existencia, cadáveres a los que poder enterrar y honrar) porque, aunque la columna vertebral de la investigación, su motor, su razón de ser fue (y es) arrojar luz sobre lo ocurrido aquella madrugada de agosto en Víznar (incluso sobre el día concreto hubo durante mucho tiempo dudas y contradicciones que quedan despejadas definitivamente en las páginas debidas al hispanista nacido en Dublín que es ciudadano español desde 1984), Gibson hace un retrato veraz, doliente e inquietante (por documentado y confirmado) de lo que fue Granada bajo el Frente Popular, cómo la conspiración fue tomando cuerpo (y gentes con nombres y apellidos) y lo que ocurrió una vez estaba en manos de los sublevados dando paso a un régimen que, no en vano, es calificado como el Terror. Porque, como preciso y pulcro historiador, el autor pone en contexto, establece correspondencias, causalidades, sitúa a Lorca en el epicentro, pero sólo conociendo el ambiente, los antecedentes, los personajes, incluso lo que sucedió después, es posible deshacer el enigma (o procurarlo, en ocasiones llega hasta donde puede, precisamente por eso ha seguido regresando a su objeto -y sujeto- de estudios, no contentándose con una verdad a medias, no digamos con una mentira o con respuestas confusas y hasta inexistentes), sólo mirando la tragedia general desde todos los ángulos posibles, la inmensa tragedia de la que todavía hoy en día sentimos el efecto de sus secuelas, esas heridas abiertas por más que incomoden a algunos (tampoco llegan a más, al fin y al cabo siguen comportándose como vencedores y eso les confiere impunidad para pisotear el dolor ajeno), heridas que, en contra de lo que reprochan, no hace falta reabrir puesto que  no están cerradas, sólo (como debe hacer la Historia) intentando explicar lo colectivo puede ponerse el foco en lo concreto, en lo específico, en lo íntimo, en lo personal, en Federico. Y esos capítulos que ayudan (y de qué modo) a “formar una idea de la situación con la cual se encontró el poeta al regresar a Granada en julio de 1936” sacuden con especial virulencia, por inesperados (hablo por mí, como siempre), tal vez porque hemos tendido a contemplar el asesinato de Lorca como si fuese un hecho aislado, con un contexto mínimo y reducido a datos no siempre precisos, porque vimos la serie de Bardem hace demasiado tiempo y a los diecisiete años atendíamos más al poeta y dramaturgo, a lo que estudiábamos en clase (Romancero gitano -parte del mismo, dentro de una antología de la Generación del 27- y La casa de Bernarda Alba podían aparecer en la temida Selectividad, de hecho así ocurrió con esta última), porque la Guerra Civil provocaba peleas en casa, porque el rencor (por no decir el odio) estaba muy despierto, porque lo de la reconciliación sonaba muy bien pero no se practicaba/aceptaba, porque aún se hablaba (y provoca escalofríos pensar que todavía hay quien utiliza ese lenguaje, cada vez en más casos -simple cuestión biológica- por herencia, contagio, imposición, alienación, fanatismo inculcado) de “cruzada”, de “guerra necesaria”, porque había “caídos” a los que rezar y sólo eran “crímenes” los cometidos por el otro bando -otra palabra perversa-.

   Por mucho que uno haya leído, incluso alguna de las versiones publicadas anteriormente, El asesinato de García Lorca que cae en nuestras manos como novedad editorial en 2018 sacude, inquieta, remueve, indigna, es revelador, sorprendente (por muchos motivos, no sólo por lo que saca a la luz sino porque hay sucesos que no se logran digerir ni comprender cómo no se evitaron -o ni se intentó hacerlo-), aporta una profusa documentación que calla los ladridos indocumentados de quien recurre al maniqueísmo más elemental (si es que no es un pleonasmo lo que acabo de escribir) y, para defender/justificar la afrenta, el asesinato, la venganza, se limita al “y tú más” que tan caro nos es en España, estableciendo comparaciones que cuando menos sonrojan por no decir ofenden y hasta delinquen (Gibson desmonta -sólo necesita oponer fechas- algunos bulos difundidos en su momento con el objeto de conferir justicia a los crímenes -y se cometieron de todo signo y color, eso es obvio, no se niega, pero aquí se habla de lo que se habla y de quien se habla, no se puede pedir más ecuanimidad que la de dar voz al mayor número de implicados posibles y rastrear cualquier documento por anodino que pueda parecer si a la larga aporta claridad y, sobre todo, datos incontrovertibles-). Sin el didactismo en que, por desgracia, a veces cae la serie (algo, todo hay que decirlo, a lo que era tendente Juan Antonio Bardem, sobre todo en sus últimos trabajos), Gibson explica con una claridad muy de agradecer (no es cuestión baladí cuando hay tantos nombres, siglas, condicionantes, antecedentes que sintetizar) y sin subrayados ideológicos (ni hacer más sangre, a pesar de las continuas acusaciones de lo contrario -son los hechos tal y como se han contado y/o han quedado registrados los que hablan-; del mismo modo, no echa el peso de los crímenes sobre los descendientes de los que los cometieron, error, por no decir injusticia, en que siguen incurriendo muchos) por qué tiene todo el sentido que su obra haya perdido en el proceloso camino hasta hoy (con prohibición incluida en aquel no tan lejano 1971) el eufemismo que aportaba la palabra “muerte” para hablar sin tapujos de lo que fue un asesinato en toda regla (doble, si se quiere, puesto que el cuerpo de Lorca no ha aparecido -asunto que también procura despejar Gibson hasta donde le es posible-).