lunes, 16 de abril de 2018

O LO USAS O SE ATROFIA





   Cuando me llegó la propuesta de conversar con Raquel Marín (al margen del agradecimiento por incluir a este humilde rincón en el que doy rienda suelta a mi vocación y pasión -mejor en plural-, los convocados éramos muy pocos, sólo tres -mi querida Pepa Muñoz siempre promocionándome y confiando en mí, al igual que Silvia Fernández a la que conozco hace mucho tiempo y a la que ha sido un placer reencontrar, aunque nos habíamos cruzado mensajes durante todo este tiempo sin vernos, bien por las redes sociales, bien, especialmente, a través de Pilar Bobadilla en su tiempo como productora de Afectos en la noche-: la imprescindible y nunca suficientemente loada Pepa, promotora de tantas actividades felices y enriquecedoras en torno a libros, la querida compañera y amiga Yolanda Rocha, camarada lectora, con las ganas de conocer siempre despiertas, y un servidor), como digo, lo primero que pensé al escuchar el título del libro fue “uf, uno de autoayuda, ¿cómo salgo de este embolado?”, recordé aquellos meses en la Facultad en que nos hicieron perder el tiempo y una fantástica posibilidad de aprender, investigar y estimular(nos) con un seminario en teoría apetecible (por no decir apetitoso) con el cine como eje que se redujo a tener que tragarnos el tocho aquel de Yo estoy bien, tú estás bien, sandez reduccionista que ceñía el análisis de películas (y de las personas) a la mínima expresión, me eché a temblar porque me temí lo peor. Y no tengo reparos en decírselo a la propia autora de Dale vida a tu cerebro, uno de los últimos lanzamientos de Roca Editorial que motiva el divertido, revelador y provechoso encuentro con Raquel Marín, precisamente para cantar las excelencias de su obra que puede ser calificada de muchas formas, pero jamás incluir en la nómina de esos supuestos manuales repletos de trivialidades, generalidades, frases comunes adornadas con prosa pseudocientífica (aunque los hay que ni se molestan en disimular el tocomocho de su prosa -por llamarla algo- placebo).

   Desde las primeras páginas, la autora (neurocientífica, catedrática de Fisiología en la Universidad de La Laguna -Tenerife-, doctorada en Biomedicina por la Universidad Laval de Quebec, podríamos seguir desplegando el impresionante currículum que la avala como una de las autoridades mundiales en la investigación de las enfermedades del cerebro asociadas al envejecimiento pero es mucho mejor dejar que sus palabras -las que en seguida reproduciré- hagan el resto) deja claros sus talante y empeño divulgativos, sus cualificación y experiencia para hablar de estos asuntos que, en sus manos, con infinidad de ejemplos prácticos, de imágenes comprensibles, de un lenguaje muy trabajado para que sea accesible a todos (sin rebajar la calidad, la pertinencia, lo puramente científico), pueden ser leídos sin continuos escollos ni jerga que, al final, se erige como barrera elitista por alguien tan lego (y ajeno: me parieron de Letras) en la materia como quien esto escribe. “Lo que pretendo es que el lector tenga sus propias herramientas, proporcionarle información veraz, actual y fidedigna, para que cada uno se sienta más libre a la hora de tomar sus decisiones”, así nos cuenta mientras la escuchamos boquiabiertos porque expone y comunica con vivacidad, con claridad, con espontaneidad y con algo básico que queda patente en su libro, algo que también la distingue de esos otros que rechazábamos antes (y ahora), la alegría: “Hay algo que siempre defiendo: hemos venido a este mundo para pasarlo bien y divertirnos. No me gusta el típico libro de salud que extiende el dedo acusador, que regaña, que te hace sentir cada vez peor según avanzas en la lectura; del mismo modo, tampoco soy partidaria de la autoflagelación, textos sólo para lamentarse. ¡Busquemos soluciones!”.

   Y es algo que aprendimos gracias al mítico e inolvidable Más vale prevenir (en realidad, fue el propio Ramón Sánchez-Ocaña quien me lo descubrió cuando tuve el inmenso placer y el aún mayor privilegio de entrevistarle), programa en que ni se diagnosticaban enfermedades ni se extendían recetas (es decir, no se prescribían medicamentos), lo mismo que hace Raquel Marín en su libro: aporta datos contrastados, recoge informes avalados por los investigadores que los firman y las Universidades u otras organizaciones especializadas que los propician, habla desde su experiencia, indaga, analiza, estudia, prueba y comprueba, saca conclusiones, alerta, avisa, da pautas, indicaciones, hábitos saludables, pero no pontifica, no amenaza, no vende humo ni el bálsamo de Fierabrás, señala un camino (o varios), sobre todo anima, despierta, motiva, impulsa, pone en movimiento, destierra mitos y falsedades, utiliza las palabras con cuidado y acierto, no confunde ni engaña, habla claro y sin perder la sonrisa, nos lee un párrafo en concreto: “Me gusta bromear al hablar del envejecimiento. Mi frase favorita es “el envejecimiento es un proceso evolutivo que se adquiere al nacer”, a lo que añado “pero la juventud también se adquiere al nacer”. Sin duda, cada día se envejece un poco; sin embargo, desde mi punto de vista, la sensación de envejecer puede ser subjetiva: asumirlo puede suponer un aliciente para continuar la senda de nuestra vida con una sonrisa dibujada en el rostro. El paso de los años permite desarrollar otras facetas de nuestra existencia, otras formas de abordar nuestro ser y el contexto que nos rodea, puede ser una experiencia extraordinaria desde el punto de vista cognitivo y emocional”. Y no se puede negar que, al menos todavía, el Alzheimer se presenta como enfermedad incurable pero si no nos dejamos vencer de antemano dando la partida por perdida porque la cura es imposible, si tomamos conciencia de por dónde y en qué medida ataca el enemigo, podemos plantarle cara y ponérselo más difícil: “El Alzheimer por factores genéticos sólo afecta a un 1% de los enfermos; el resto, simple y llanamente, lo sufre porque se envejece. El riesgo de desarrollarlo, al igual que el Párkinson o la isquemia cerebral, es el envejecimiento, a partir de los 65 o así, riesgo que aumenta en las mujeres en la época de la menopausia porque las hormonas sexuales femeninas son derivadas del colesterol, son de origen graso, por lo que el cerebro está menos protegido cuando estas hormonas se van perdiendo. Por eso es importante tomar ciertas precauciones y seguir ciertas pautas e incluso tenerlo en cuenta para poder entender qué nos está pasando, se genera menos angustia”.

   Nos reímos (en realidad no paramos de hacerlo) cuando cuento que tuve una profesora de Matemáticas en Bachillerato que nos exhortaba a utilizar el cerebro para que no se nos atrofiase (“Lo que no se usa, se atrofia. Dejen de usar una mano un tiempo y lo comprobarán”) y que, de alguna manera, Raquel dice algo similar (y obvio, las cosas como son), aunque le pone matices y, sobre todo, amplía el horizonte, las posibilidades, no todo va a ser trigonometría: “Nos planteamos cómo ejercitar el cerebro y todo el mundo se pone a hacer sudokus y no sé cuántas cosas, que están bien, pero no son necesarias si no te gustan. El cerebro se ejercita leyendo, por supuesto, comunicándose con los demás, para eso vienen de perlas las redes sociales, haciendo mil cosas; de hecho, una de las funciones cerebrales que más desarrollamos los humanos es la que tiene que ver con la parte menos práctica, la que no tiene que ver con la búsqueda de alimento, la reproducción o la defensa, sino con la abstracción, la creatividad, la ilusión, la imaginación, el desarrollo artístico, la espiritualidad, aquello que a priori no tiene nada que ver con la supervivencia”. Y ahí aparece de nuevo el libre albedrío, lo que cada uno quiera hacer, el caso es no quedarse inactivo (lo que no significa estar todo el día sin resuello de acá para allá): “La motivación es fundamental y básica, si nada nos motiva nuestra vida es un desastre: uno de los mayores contaminantes de la salud cerebral es el hastío, el aislamiento, la melancolía. El año pasado apareció un estudio bastante revolucionario de unos investigadores italianos que indicaba que el inicio que desencadena el Alzheimer no tiene que ver con la memoria sino con la depresión y eso supone una revolución farmacológica porque se cambia el patrón de tratamiento, incluso en lo relativo a la prevención, que es el mejor tratamiento en las enfermedades cerebrales incurables”.

   Dale vida a tu cerebro es de esos libros que invitan a tomar notas, a interactuar con lo escrito (y dibujado: los gráficos, los cuadros –“la información en un flash”-), a bucear entre sus páginas, a ir directamente al punto que nos interese, a volver atrás, del que todo se aprovecha. Como pinceladas finales, aunque en palabras de Raquel Marín extraídas de nuestra conversación (pero todo lo que nos contó está desarrollado por escrito), quedémonos por un lado con nuestra inevitable parte social, hay que interactuar, hay que participar, hay que estar y ser: “Somos una especie con un desarrollo social genuino, algo único y genial que, además, se consiguió en un periodo muy acelerado, de una forma vertiginosa: multiplicamos nuestro cerebro por tres en volumen y la parte que más desarrollamos fue la relacionada con la conciencia. Yo creo que posiblemente coincidió con el momento en que se empezó a tener consciencia de la mortalidad, somos el único animal que la tiene, y esa asunción de que somos efímeros nos aporta unas herramientas a la hora de afrontar nuestra vida: ¿Qué hacemos? ¿Cómo interactuamos? Todo eso genera todo un estímulo cognitivo de aprendizaje memorístico y emocional enorme, se empiezan a buscar respuestas, no sólo se atienden los instintos”. Todo ello sin poder arrinconar, ignorar, desatender nuestra intimidad, si se quiere nuestro sentir religioso: “Cuando hablo de religión hablo de una experiencia introspectiva, algo que se ha demostrado científicamente mejora y modifica la estructura cerebral, sobre todo la zona del hipocampo, la relacionada con la memoria ejecutiva, la de la acción, la espacial. Se le puede llamar religión, espiritualidad, abstracción, el caso es que no todo se alimenta de los estímulos exteriores, nos enriquecemos nosotros mismos con nuestras propias herramientas”. Perdón por la frase tonta, pero sólo puedo concluir diciendo “¡Y yo me lo quería perder!” (¡Cuánto daño han hecho -y hacen- esos libritos de los que huir como de la peste, panfletos que a la larga hunden más en la miseria, que tratan a los lectores como estúpidos, que abusan de una confianza que no merecen, que se aprovechan de la desesperación!). El viaje que Raquel Marín propone es bien diferente y merece mucho la pena (la merece toda, puesto que se trata de dotar de auténtica vida a la vida).