viernes, 23 de febrero de 2018

PROTECTORAS y (DES)PROTEGIDAS






   Ya nos hacíamos eco no hace mucho de lo enconadas, crispadas, tergiversadas y susceptibles que andan las cosas en temas muy diferentes, con especial virulencia (y era en lo que, como ahora, nos centrábamos) en torno al feminismo y la justa y necesaria denuncia del machismo irredento y acendrado que incluso llega a ser considerado natural, lógico, comprensible y otros adjetivos consentidores por gran parte de la sociedad; uno consideraba (y lo sigue haciendo) que cierta manera de encarar la obligada lucha (asumo y comparto que ya no es posible hacerlo por las buenas, que con determinados interlocutores -incapaces de serlo- no se puede perder el tiempo en diplomacias y/o negociaciones a las que no atienden ni entienden), muchas de las reivindicaciones que se están haciendo consiguen visibilidad en gran medida porque son sólo eso, una fachada, una actuación, un gesto, y a la larga (y hasta si me apuran a la corta, casi inmediatamente) provocan el efecto contrario y pueden considerarse cómplices (cuando no ejecutoras) del abuso (entiéndase el término en su sentido más amplio), de la vulneración de derechos, de la desigualdad, de la humillación, de la ruptura de la convivencia, de la perpetuación de dos bandos irreconciliables, de la consideración de las mujeres como seres débiles, inferiores, serviles y algunas lindezas más. Sin ir más lejos, hoy se estrena en España Lady Bird, cinta muy esperada por las excelentes críticas cosechadas, por sus candidaturas al Oscar, porque se lleva un tiempo apostando por que Greta Gerwig debería ser la segunda mujer en ser coronada por la Academia de Hollywood como mejor directora, y ese discurso no admite fisuras, es decir, en muchos casos no se enumeran los méritos de la película, el acento se pone en el sexo de la creadora (es también la guionista), se reclaman galardones sólo por eso, cuando alguien hace un análisis más o menos pormenorizado, una crítica argumentada en la que expone por qué no le ha gustado, por qué le parece un trabajo sobrevalorado, qué defectos/lastres le encuentra, rápidamente (es lo que tienen las redes sociales) se alza alguna voz airada (puede que hasta insultante) que acusa de misoginia a quien, como es el caso de un servidor, ha pedido públicamente (y en más de una ocasión) nominaciones y estatuillas para Jane Campion, Barbra Streisand, Sofia Coppola, Lone Scherfig e incluso Kathryn Bigelow (en lugar de por En tierra hostil -y gracias a una campaña un tanto sonrojante en la que de lo que menos se habló fue de cine- debiese haber sido premiada por La noche más oscura pero otras consideraciones -de nuevo exógenas a lo meramente cinematográfico- la dejaron sin opción a premio). Y se lapida a Jennifer Lawrence (actriz por la que no siento la más mínima devoción, pero nadie puede negarle implicación, esfuerzo y ser altavoz de injusticias) por lucir palmito en una mañana gélida pero se alardea de ir vestidas de negro a las entregas de premio (pero sin renunciar al glamour, las joyas, el maquillaje, todo lo que también es servidumbre, perpetuación de un rol meramente decorativo, es decir, aquello que se quiere denunciar/erradicar eliminando el resto de colores) o de portar un abanico igual que tantos se han puesto lazos solidarios en la solapa en infinidad de ocasiones. Perdónenme, pero hacer/ser feminista es, al menos para mí, otra cosa bien distinta (seguramente estoy equivocado, al fin y al cabo soy un hombre -no sé cuántas veces me han arrojado esta frase o alguna variante de la misma en tertulias, foros, redes, donde haya habido ocasión-).

   Y toda esta parrafada viene al caso (sí, sólo para mí, pero bien sufren los leales y asiduos visitantes de este blog mi manera de abordar los temas, ese irme por las ramas -puede que no tanto-, ese dar rienda suelta a mi verborrea -lo reconozco- para, diríase, tomar impulso y zambullirme en el verdadero asunto del texto) porque acabo de terminar la muy interesante Cuídate de mí, la nueva novela de María Frisa recién publicada por Plaza & Janés, con quien tuve la feliz oportunidad de conversar junto a algunos colegas en un desayuno que tuvo lugar en las oficinas de su editorial en Madrid. Y se empezó (y terminó) hablando de feminismo o tal vez sería más correcto decir hablando en femenino, porque indiscutiblemente hay que señalar como novedad (y logro) que, al menos que alguien con más sabiduría y conocimientos pueda desmentirlo, es la primera vez que una pareja de investigadoras protagoniza una novela policiaca/negra, al menos en España, al menos de esta manera, una singularidad que, nunca mejor dicho, la caracteriza y distingue de novelas que, un modo u otro, han tocado asuntos similares a los aquí tratados, teniendo además en cuenta que la autora comenzó a trabajar la historia hace casi ocho años, es decir, no se apunta a ninguna moda, tiene personalidad propia (ambas, escritora y obra): “Otros proyectos me forzaron a irla retrasando, pero nunca la abandoné porque sentía que era la novela que verdaderamente quería escribir. Sí, parece que llega en el momento adecuado, incluso habrá quien piense que aprovecho una moda, una variante feminista del género en la que ahora se incide mucho, pero ya os digo que llevo ocho años trabajando en ella, documentándome, manteniéndola viva. Acepto y quiero que sea vista como una novela feminista, pero no de tesis sino por lo que cuenta y porque, las investigadores son dos mujeres, que hasta donde yo sé nunca se había hecho al menos en España, lo que es toda una novedad es que, en lugar de en Homicidios, trabajen en una UFAM [Unidad de Familia y Mujer de la CGPJ]”. Y si a uno le parece que no hay que ponerse estupendos en el sentido de que la novela de misterio en cualquiera de sus variantes ha sido siempre un terreno bien abonado para que las escritoras demuestren sus talentos (desde la tía Agatha a la Highsmith, ahí están las ventas millonarias de Ruth Rendell, Anne Perry, Mary Higgins Clark, Patricia Cornwell, bombazos editoriales recientes como los dados por Paula Hawkins o Gillian Flynn -sin entrar en preferencias personales, simplemente trazando un somero panorama con un puñado de nombres-, en España gozamos con Alicia Giménez Bartlett, Dolores Redondo o Reyes Calderón) o la ficción televisiva británica (a la que tantas veces hay que rendirse y recurrir) lleva años, en lo que a este género se refiere, poniendo el foco en historias escritas y/o protagonizadas por mujeres (Happy Valley, Vera, Broadchurch, The Fall, Principal sospechoso), si uno piensa que quedarse en el aspecto puramente femenino/feminista es decir muy poco sobre Cuídate de mí e incluso reducir sus virtudes a la mínima expresión, no es menos cierto que hay que celebrar una novela reivindicativa, combativa, que rebosa actualidad y verosimilitud, que a ratos nos sacude, que en otros nos atemoriza (por lo realista), que sabe mantener su discurso sin renunciar, sin entorpecer, sin boicotear la novela: “Siempre me la planteé como una novela negra, siguiendo sus parámetros: por eso comienza con un asesinato que provoca una investigación que va dando giros argumentales mientras el lector duda de todos los personajes. Creo que los escritores tenemos un deber de hacer denuncias y ser críticos con la sociedad en que vivimos y la novela negra ha sido por excelencia el género propicio para ello. Y dentro de los problemas a los que actualmente nos enfrentamos, lo que más me preocupa, como mujer y como madre, son los abusos sexuales, la violencia de género, tenía muy clara la intención ya hace ocho años, también la historia e incluso el final, quería que no se saliera indemne de su lectura, que motivase reflexiones, preguntas que tal vez no te has planteado antes”.

   Como bien dice (y se lamenta) María la realidad la ha superado con creces, se están viviendo sucesos que ella no se hubiera atrevido ni a imaginar por más que recabase información de policías que le inspiraron en parte a sus dos protagonistas, la inspectora Lara Samper y la subinspectora Berta Guallar, tenían que ser dos mujeres para, así, poder desarrollar con naturalidad y convicción aquello que quería contar: “Quise que las protagonistas fueran dos mujeres policías porque, en parte, ayudaremos a erradicar la violencia de género si damos referentes y vemos a mujeres en los mismos lugares en que siempre se ha visto a hombres. Claro que las pensé fuertes, seguras, profesionales, pero quería una novela realista y por eso aparece la vida privada, hay que llenar la nevera, una de ellas tiene hijos, pretendía la mayor verosimilitud posible. Soy psicóloga e inconscientemente siempre estoy buscando pautas y motivos de comportamiento, pero eso me sirvió para construir más sólidamente los personajes y que se comprenda por qué hacen esto o aquello, ahondando en el mapa mental de cada una, el contexto en que se mueven, mil detalles. Por eso no las ubiqué en Homicidios: para que conociesen de antes a la víctima, para que hubiese otras implicaciones con el caso, incluso creen que todo ha sucedido porque no hicieron bien su trabajo anteriormente, una incluso se alegra de esta muerte y piensa que se ha restablecido un equilibrio”. Como en toda novela negra bien armada (las que no lo están se vienen abajo por sí solas), no conviene contar mucho de la trama o hacer un resumen por más breve que sea, pero sí podemos destacar (y aplaudir) que el cadáver que aparece en las primeras páginas es el de alguien que fue acusado (y exonerado) de violar a una adolescente, caso del que también se ocuparon Lara y Berta, por eso aparecen algunos fantasmas de un pasado reciente, dudas sobre sí mismas, prejuicios, una implicación emocional con aquella víctima y su familia que puede nublar su juicio, la paradójica y cruel carambola en que aquel al que pensaron criminal es víctima que reclama justicia. María retrata con trazos firmes a sus personajes, equilibrando muy bien los tonos, sin juzgarlos como autora, mostrando sus flaquezas, sus miserias, sus angustias, haciéndolos humanos, por eso algunos son terroríficos, otros provocan empatía apenas los conocemos, de otros nos compadecemos, a todos los sentimos: “Quise que del chico que fue acusado de la violación se conociera su entorno, su familia, todos sufren de un modo u otro la violencia de género. También lo hice así en el caso de la víctima, abundando en algo que me han contado pormenorizadamente las policías con las que he hablado: la culpabilidad que siente la víctima, no digamos la que te endilgan los demás. Porque es la propia víctima la que se reprocha haber ido sola, haber llevado falda, haber bebido más de la cuenta. Y ahora estamos viendo cómo los jueces interrogan hostigando y condenando a la víctima, que si cerró bien las piernas, que si qué vida ha llevado después de la violación, ¡cómo se va a denunciar si luego se vive esto!”.

   La historia se cuenta (al margen de unos cuantos insertos del pasado, de lo que sucedió antes del descubrimiento del cadáver con que arranca la novela) en tercera persona, pero no escuchamos una voz omnisciente sino el reflejo de los pensamientos de los personajes, una fantástica introspección en lo más recóndito de sus corazones: “En gran parte me costó tanto escribir la novela porque no encontraba el punto de vista adecuado: la empecé a escribir con Berta hablando en primera persona, un poco a lo Sherlock y Watson, después pasé todo a tercera, fui tanteando pero nada me convencía. Como el mensaje que quiero mandar es que la verdad, como ente, como absoluto, no existe, pensé que la mejor forma de representarlo era que cada una fuera el centro de un capítulo, atribuyendo intenciones o extrayendo conclusiones del comportamiento de la otra e irlas alternando para que se viesen las dos caras y el lector comprobase lo equivocadas que ambas están con respecto a su compañera”. Mujeres a las que no glorifica, por más que se nota que admira y respeta, no hace falta cargar las tintas ni subrayar cuando se sabe transmitir con eficacia y rotundidad, con argumentos transformados en literatura, con una novela meditada y concebida como tal en la que el o los mensajes sobrevuelan, del mismo modo en que una de las subtramas (que, como las restantes, se imbrica y funde con la principal sin que se note, pareciendo una sola) parte de un episodio ciertamente desagradable (quedándome corto) que la escritora sufrió tras la publicación de 75 consejos para sobrevivir en el colegio con linchamiento (y algo peor) en las redes sociales y que ella refleja en Cuídate de mí con gran viveza (y sólo quien, como un servidor, vivió algo similar -aunque más limitado, pero secundado por compañeros de trabajo ante la indiferencia, desidia e inoperancia de los directivos de la empresa- puede captar en toda su crudeza -y agradecer que haya quien sepa contarlo de ese modo, al igual que en lo que uno atañe hizo Pablo Vilaboy en 24 horas de un periodista desesperado-): “Cuando escribía tenía muy reciente todo lo que me había pasado y al pensar en una subtrama no se me ocurrió nada mejor que algo similar a lo que por desgracia viví. Sentía muy vívidas la impotencia y la indefensión, porque la gente cree que ante algo así te enfadas, pero no te da tiempo porque, al menos en mi caso, se pasa tanto miedo, da igual lo que hagas o expliques, incluso es peor: recibía cada día un montón de mensajes privados de gente que no conocía de nada insultándome, amenazando a mis hijos,… Para colmo, el que promovió la campaña y el acoso reconoció que ni había leído ni tan siquiera tenía el libro y hasta pidió aportación de la gente para comprarlo”. Por eso Cuídate de mí capta nuestra atención: porque exuda verdad, porque sabe tomar el pulso a lo que está pasando ahora mismo, porque lo refleja sin correcciones políticas o sociales pero al mismo tiempo sin letanías ni eslóganes, dejando hablar y escuchando a los demás, haciéndose y haciéndonos preguntas, sin placebos ni medias tintas, denunciando sin tapujos como siempre ha hecho la novela negra.

miércoles, 21 de febrero de 2018

HACIENDO HOGAR







   Se me hace extraño, doloroso, inasumible ponerme a escribir y que Dobby no esté dormitando en el salón o, al menos, escuchar sus resoplidos/ronquidos en la habitación (el ángulo que la mesilla de mi lado de la cama hace con el armario era su refugio, tal vez su rincón favorito -en clara competencia con ese al que ahora miro de vez en cuando para constatar que está vacío y sentir de nuevo un puñetazo en el corazón, dolido y doliente por su ausencia-), llevo un rato mirando algunas cosas en las redes sociales, navegando aquí y allá sin rumbo fijo, abriendo y cerrando páginas un poco al azar, queriendo concentrarme en algo, tirando de mi deformación profesional para ir dando forma a algún texto que, al menos por un rato, refrene las ganas de seguir llorando y centre mi atención para acallar los ecos (la realidad) de la pena, pero también me resulta insólito que él no se levante, no dé un paseíto, no beba agua, no venga cerca para saber qué hago o reclame mi atención para que le dé algo de comer (o directamente exija la cena), no vaya al lugar acondicionado para hacer un pis y después busque su recompensa por portarse bien (o la espere junto al comedero, porque a veces ni se me molestaba en ir a buscarla, ¡todo un señorito!). Era el corazón del hogar, ese abuelete gruñón y asocial que sabía hacerse querer y tanto amor, tanto calor, tanta compañía, tanto aportaba y regalaba, no es un oxímoron, sé bien lo que digo, ya lo expliqué en su momento en el blog, en uno de sus primeros textos porque él lo merecía y a lo que escribí entonces me remito(https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2013/04/la-compania-que-hace-un-asocial.html), así también se podrá comprobar que no estoy haciéndole un retrato maquillado y afectado, que me dejo contagiar de aquello que se ha dado en llamar “el día de las alabanzas”, siempre reconocimos (y quisimos) sus particularidades, sus manías, su (mal) genio, la personalidad que le hizo único y así seguirá siendo.

   Leer que uno de los amigos hechos gracias a la radio y que mantiene el contacto (y los afectos) vivo a través de Facebook afirma, al enterarse de la triste noticia, que Dobby formaba parte de todos los que me siguen desde hace tiempo sea por la vía que sea me emociona sobremanera, me hace derramar lágrimas con pena, algo vuelve a desgarrarse, pero también me reconforta y supone toda una caricia en este alma tan arrugada y vapuleada porque se me antoja el mejor homenaje posible, supimos transmitir y contagiar a los demás ese calor de hogar del que fue (y será) elemento fundamental (y hasta diría fundacional). Quiero repetir lo menos posible aquel texto de hace casi cinco años, ahí está para quien deseé conocerlo/recuperarlo, por eso me quedaré con algo que no conté allí, el momento en que Dobby entró en esta casa, en este hogar que Pablo buscó para nosotros, en el primer lugar que podíamos llamar así en toda la extensión de la palabra y de los sentimientos (y es que, por más que muchos demuestran olvidarlo, ya lo escribieron Bacharach y David para que lo cantase Dionne Warwick, A House Is Not a Home, por eso la de ahora, en la que habitamos desde junio de 2012, sí lo es plenamente, las previas fueron ensayos -fructíferos y satisfactorios, aprovechados y vividos, pero no pasaron de eso-). Como el hogar no está lejos del apartamento alquilado en que estábamos entonces (y con la ayuda de algunos que entonces demostraban ser amigos), estuvimos un fin de semana trayendo todo y colocándolo, Dobby se quedó en aquel lugar sin comprender muy bien qué pasaba, cada cierto tiempo entraba alguien a llevarse alguna cosa, él ladraba, gruñía, se asustaba, sin duda pasó muchos nervios, el caso es que cuando parecía que ya podía venirse nos dimos que faltaba algo (no recuerdo qué) que hacía imposible que, en el mismo viaje, pudiese acarrearlo y cruzar Gran Vía con Dobby, por lo tanto, cuando ya le tenía con la correa puesta y, un tanto desconfiado, se me pegaba a las piernas, me vi obligado a decirle “espera un poco, bonito, ahora vuelvo”, se limitó a bajar las orejas, se quedó muy tristón y tal vez pensando que le abandonábamos, prácticamente le encontré en el mismo sitio y con la misma actitud cuando regresé, entonces sí, para llevármele mientras le decía “vamos, vamos, que Pablo nos espera”, pocas veces ha salido tan dispuesto a la calle, casi parecía que conocía el camino, entró como una exhalación al piso, se deshizo en mimos y alegría al reencontrarse con Pablo, empezó a escudriñar rincones, a olfatear, a buscar lugares que le resultasen conocidos, sus objetos le ayudaron a ir tomando posiciones, ya estábamos en casa, este era nuestro verdadero hogar y así ha seguido y seguirá siéndolo, con ese agujero profundo que jamás se podrá rellenar pero en el que resuenan y adquieren aún más fuerza los ecos de su presencia, aportando calor, manteniendo encendida la llama del amor honda y sinceramente vivido.

domingo, 18 de febrero de 2018

LAS MANOS QUE CONSTRUYERON AMÉRICA








   Hubiese podido escribir este texto hace cosa de un mes, pero tuve que dejar el libro aparcado cuando iba más o menos por la mitad para atender otras lecturas de cara a entrevistas y compromisos previos de los que aquí se ha ido dando cuenta (y alguno que se está cocinando); eso, por un lado, ha provocado que llegue en el mejor momento posible, es decir, formando una especie de díptico con El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial (que fue el asunto de la entrada del blog anterior a ésta), es como si aquel relato de Sherman Alexie complementase  el que ahora nos ocupa, añadiendo otra perspectiva en algunos aspectos, y, por otro, al verme obligado a regresar esporádicamente a sus páginas, terminándolo a pequeños impulsos, he podido apreciar aún más su (nunca mejor dicho) sólidamente construida estructura, esa que el propio autor denomina “tipo tapiz” y, así, he ido reuniendo poco a poco las piezas (“entrecruzando los hilos”, continúa con la metáfora el escritor) hasta tener completa la historia que, cubriendo un periodo que abarca de 1886 a 2012, narra Michel Moutot en Las catedrales del cielo, novela editada a comienzos de este año por Grijalbo con traducción de Elena Bernardo Gil y Alicia Martorell Linares. Y no es que no sea absorbente y apasionante lo que se cuenta, no es que no invite a seguir leyendo sin tregua, no es que el ritmo decaiga o la calidad se resienta en algún momento, puede decirse que de la necesidad quiero extraer alguna virtud, pero lo cierto es que, integrándose perfectamente en el conjunto, cada capítulo posee una cierta unidad y acepta una lectura atomizada (pero no independiente, es decir, hay que leerlos todos), aunque no conviene saltarse el orden propuesto para comprenderlo todo e ir conociendo los hechos en la progresión que el autor ha considerado idónea. Ahora bien, sin esta particularidad, sin este hallazgo, sin esta fragmentación que no pierde de vista el todo pero consiente la interrupción (por más que no me haya quedado otra, no ha sido algo voluntario), sin la facilidad con que disemina datos, personajes y escenarios para que el lector no se disperse ni confunda, sin el modo en que está trabajada cada pieza en sí misma, a pesar de lo interesante de la propuesta y de la(s) historia(s) real(es) que componen la novela, es bastante posible que no la hubiese terminado.

   Michel Moutot fue corresponsal de France Presse en Nueva York entre 1999 y 2004, por lo tanto residía en la ciudad aquel fatídico y tristemente conocido día que ha pasado a la Historia como 11-S, como mucho nombrando el mes, pero sin que haga falta dar más datos para saber a qué nos referimos (al igual que, por desgracia, basta decir 11-M para que la herida que Madrid -España- nunca podrá cerrar supure más dolor, la ponzoña sembrada sigue envenenando y pudriendo sonrisas, amores, vidas); sin embargo, no fue exactamente el atentado lo que le movió a dar el salto a la ficción (aunque firmemente asentada en la realidad), sino parte de sus consecuencias y, sobre todo, de las personas que se vieron involucradas: “Aún sin ser consciente de ello, empecé a fraguar la novela cuando, durante la cobertura de los meses posteriores al atentado, en aquellas titánicas tareas de desescombro conocí a un indio trabajador del acero, cuya historia personal me apasionó. En 2002, el Museo Nacional de los Indios Americanos que está en Manhattan organizó una exposición que tituló “Booming Out: Los Ironworkers Mohawks construyen Nueva York” sobre los mohawks como constructores de la ciudad y visitándola fue cuando tuve claro que ahí había una historia que, pensé, ya estaría contada. Pero como al buscar libros sobre el tema no encontré nada parecido, empecé a trabajar en ella”, así lo explicó Michel Moutot durante un encuentro con los responsables de blogs literarios (gracias por incluir este que no lo es estrictamente, Pepa Benavent) cuando visitó Madrid el pasado 22 de enero. Las catedrales del cielo cuenta la construcción de las Torres Gemelas, el atentado que las derrumbó, la frustrante búsqueda de supervivientes entre toneladas de piedras, hierros, escombros que provocaron la reapertura del vertedero de Kills, el mayor de la región, cerrado muy poco antes del 11 de septiembre, el levantamiento de la Freedom Tower, todo a través de John Laliberté, un indio mohawk que, al igual que sus antepasados, es trabajador del acero y se ofrece como voluntario apenas unos minutos después de la catástrofe para participar en las tareas de rescate. A partir de este personaje, una mezcla de varias personas a las que Moutot ha conocido, la novela traza una especie de biografía de los mohawks, recupera su historia y destierra alguna leyenda, especialmente la que afirma que es una raza que no conoce el vértigo: “No es algo real, por supuesto. He estado en Montreal, en Kahnawake, también en otra reserva que hay más al norte, volví a Nueva York para seguir documentándome, encontré su origen en 1886, cuando se construye el puente para el ferrocarril que va a cruzar el río San Lorenzo. Cuando los mohawks reciben a los que vienen a pedirles permiso para cruzar sus tierras, ellos aceptan a cambio de que contraten a los jóvenes y les enseñen a trabajar con el acero, hasta ese momento eran una tribu de carpinteros. El primer contramaestre que los contrata se asombra de lo rápido que aprenden y de la capacidad que tienen para trabajar a gran altura por lo que, buscando una respuesta para esta facilidad que demuestran, empieza a decir que no tienen vértigo, pero hay que tener en cuenta que él sólo se relacionaba con sus trabajadores, no con el resto de la tribu, donde, obviamente, había muchos que lo sufrían y, por eso, no podían formar parte de alguna cuadrilla”.

   Con un estilo a ratos documental, muy tributario (lo que no es negativo, aunque es comprensible que él quiera distanciarse un tanto de esa faceta, desterrando de su escritura los reflejos y mecánica adquiridos durante treinta años) de su probado oficio como periodista (recibió, precisamente, el Premio Louis Hachette por su cobertura de los atentados, anteriormente el Albert Londres por su trabajo en Kosovo), Michel Moutot va transmitiendo datos imprescindibles para comprender los hechos, consigue que lo más abstruso o ajeno sea accesible para cualquier lector y, lo más importante, lo hace apasionante, tanto en lo particular (los pequeños detalles con los que caracteriza y otorga vida a sus personajes) como, muy especialmente, en lo general, ya sea en, por ejemplo, por qué se hundieron las Torres (le bastan dos o tres pinceladas arquitectónicas -y algo más que no debe contarse por más que en parte esté anticipado en el texto- para comprimir la información precisa): “Me gusta comprender cómo funcionan las cosas, las sociedades, las ciudades, tengo mucha curiosidad y creo que es una cualidad para mi trabajo. Conocer cómo se construyó el World Trade Center ayuda a entender por qué cayeron las Torres y desterrar las teorías conspiranoicas de esos cretinos que no se informan pero hablan demasiado: hay una estructura hueca, el fuego quema el acero, vimos todos el resultado en directo”. Y ese conocimiento del terreno es el que le permite escribir en primera persona los capítulos que protagoniza John, meternos de lleno en la tragedia, zarandearnos y espantarnos, lograr una viveza (y crudeza) que ha recopilado de aquellos que fueron testigos directos: “La Zona Cero fue cerrada herméticamente, sobre todo para los periodistas, no hubo filtraciones ni medios privilegiados porque, día a día, lo que salía publicado era prácticamente lo mismo que podía ir conociendo yo, apenas había diferencia entre unos medios y otros. Cuando, coincidiendo con el aniversario de la catástrofe, empezaron a publicarse testimonios, libros que los editores pedían a los que habían trabajado en las tareas de desescombro pudimos ir conociendo el infierno vivido, la desesperación, la frustración, la angustia”. Y todas las refleja Moutot con precisión y ecuanimidad, no exacerba el heroísmo natural de aquellos que, literalmente, se jugaron la vida por intentar salvar la de otros, lanza críticas despiadadas al modo en que el protocolo de rescate no era el mismo para todas las víctimas, habla de los saqueos en medio de los escombros, nos encoge el alma con la desmotivación de los perros entrenados para localizar supervivientes puesto que sólo encuentran cadáveres, describe sin paliativos las terribles consecuencias del aire contaminado más allá de cualquier extremo que respiraban los trabajadores (y de la inconsciencia, por no decir actitud criminal, de los que negaron su existencia y minimizaron secuelas, sentencias implacables).

   Las páginas dedicadas a los mohawks recuperan ese hálito de las sagas y/o epopeyas que conocimos primero a través de la televisión y después en aquellas novelas río a las que tantas horas dedicamos en la juventud (e incluso ahora, pero en aquel tiempo buscábamos especialmente volúmenes con muchísimas páginas e incluso editados en dos tomos), nos permiten conocer la Historia a través de los que la hicieron posible, de lo individual pasa a lo colectivo, hace justicia con unas gentes que estaban en sus tierras, fueron despojadas de ellas, arrinconadas, encerradas en guetos (no otra cosa son las reservas, en este aspecto es donde mejor encaja El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial), a las que se recurre cuando se necesita para que hagan el trabajo sucio, peligroso, el que otros no quieren, el que consideran indigno o pesado o accesorio o todo junto cuando sin obreros que lo llevasen a cabo no habría avance, no habría edificios, no habría ciudades, porque son gentes que construyen y se sienten orgullosos de ello (hablan de los edificios como suyos porque se sienten -y saben- parte de ellos, por eso los aman y cuidan) y de ser quienes son. Al margen de un homenaje a los mohawks en concreto, Las catedrales del cielo es un canto a la convivencia y al respeto, un reconocimiento a quienes los hacen posibles.