miércoles, 17 de enero de 2018

NEGOCIAR CON LA DESDICHA








   Durante la placentera conversación mantenida recientemente con Roy Galán (y de la que dimos cuenta en su momento en este rincón) hablamos del ritmo interno de lo que uno escribe, ese tan buscado (y no siempre conseguido) pero que, una vez interiorizado y acuñado, una vez hecho propio, me decía y confirmaba el autor de la ternura sale un tanto espontáneamente, no es que no haya detrás un trabajo, una intención, un esfuerzo, no es que se haga sin sentir (salvo esa gente dotada que diríase se dejan fluir e hilvanan palabras, frases, pensamientos con contenido como si no les costase -privilegio de quien ha alcanzado la excelencia y le dimana con naturalidad y sencillez-), pero inevitablemente se impone una cadencia, una musicalidad, aquello que tal vez pueda llamarse estilo. Así, él tiene una manera muy peculiar de puntuar y estructurar sus magníficos textos de Facebook, esos que cuentan con tantísimos seguidores (pero tantísimos de verdad: consulten números) que demuestran que no sólo lo breve, elemental, tópico y a veces con faltas de ortografía vende, y confiesa que en ocasiones le vienen así las sentencias, de fábrica, casi antes de tener consciencia de que esa es la que va a publicar, algunas frases son más cortas que otras, las de pocas palabras, el caso es que el punto y aparte se impondrá en seguida, es su modo de expresarse, hay quien hace mofa de él, hay quien lo imita, el caso es que se percibe su firma aunque no aparezca; del mismo modo, y salvando muchas distancias (no es falsa modestia, bien saben los fieles y los íntimos lo que me cuesta referirme a mí mismo como escritor), le dije que desde hace mucho tiempo (desde que Todos los nombres y Plenilunio fueron lecturas de un verano en que andaba dando vueltas a esa novela que de vez en cuando rebrota y pide paso) mi manera de escribir (incluso mi modo de hablar, acentuado por horas y horas de micrófono) es un tanto torrencial, utilizando muchas comas incluso cuando lo lógico (o las normas que aprendimos en el colegio -esas que cada cierto tiempo le da a la RAE por alterar, pudiera pensarse que SÓLO por fastidiar y para llamar la atención-) sería un punto y seguido (o aparte, sí, esos a los que parezco tan reacio) o un punto y coma, enhebro frases subordinadas casi sin tregua, acotaciones, enumeraciones, un gazpacho que (¡Menuda osadía!) me atrevo a considerar influencia mezclada de dos titanes como Saramago y Muñoz Molina (Proust y Virgina Woolf -aunque ya hubiese leído algo de ella antes de eso- llegaron después). Bueno, ¿para qué seguir?, todo lo anterior es un claro ejemplo de lo que bien conocen (y soportan con paciencia) los visitantes asiduos de este blog.

   Y ha sido inevitable evocar esta charla al adentrarme en las páginas de Dios no vive en La Habana de Yasmina Khadra (publicado en Alianza Literaria) y dejarme acunar por un ritmo implacable tomado de las músicas de aquellas latitudes (no en vano el protagonista, que ejerce de narrador, es cantante y habla/escribe con la cadencia absorbente y cautivadora del son, el bolero, la rumba, la guajira, de aquello con lo que se comunica e incendia cuerpos y corazones), inmersión que sólo ha sido posible gracias al indudablemente espléndido trabajo de Wenceslao-Carlos Lozano como traductor, así lo señalan las críticas de la novela que llegan desde Francia en las que se destaca la “prosa musical y fluida” del autor, así hay que colegirlo de las sensaciones experimentadas por este lector, del modo en que a ratos parecía que, en lugar de a través de los ojos, las palabras llegaban a mis oídos, impregnadas de la fuerza arrebatadora del ritmo contagioso del son, empapadas de la ternura (o del desencanto, melódico siempre) del bolero más sensual y sublime, del arrebato exacerbado de ese universo en que es posible decir sin sonrojo cosas como “es la historia de un amor como no hay otro igual, que me hizo comprender todo el bien y el mal”. Sin florituras epatantes o absurdas, sin espasmos que dificulten la lectura, desplegando su melodía interna, acompasando las palabras a los latidos, a la música, fundiendo con elegancia modos de hablar (si de por sí el francés es un idioma que embriaga, acaricia e incluso conmociona cuando llega en forma de canción romántica, no quiero ni pensar cómo debe sonar en su idioma original Dios no vive en La Habana -como si Compay Segundo le robase la voz a Charles Aznavour-), Khadra crea una atmósfera evocadora, a ratos sublimada, en todo momento verosímil y hasta si me apuran reconocible, irremediablemente decadente, tanto en el interior de los personajes como, por supuesto, en el exterior, en esa ciudad que se impone, que es más que un escenario, que también posee su propio ritmo, que está ahí para acoger y/o desarraigar, para afectar a quienes la habitan: “Vuelvo a descubrir La Habana de la que me habían apartado mis noches de tarambana, una Habana ajada como fotos olvidadas durante décadas en una vieja cartera. Son las mismas calles, pero no sé adónde van, recorridas por la misma gente, pero con rostro distinto. Las aceras ya no se prestan al paseo del mismo modo, los baches son ahora cráteres y las que antes eran hermosas casas ni siquiera recuerdan su color original.”

   ¿Qué esperar del porvenir cuando La Habana se acuesta en ayunas y los días se van sucediendo, girando en redondo como aves rapaces sobre la carroña, sin aportar la menor novedad? Al salir del cementerio donde han enterrado a algún vecino o familiar, siempre me he preguntado quiénes, si los vivos o los muertos, están realmente en el infierno”, es lo que vomita en un momento dado Juan del Monte Jonava, conocido como Don Fuego cuando sale a escena a hacer aquello que sabe y por lo que vive, dándose de bruces con la realidad, esa que ha olvidado (o a la que ha dejado de mirar) a base de música, de un romanticismo mal entendido o peor dosificado, el mismo que, no nos engañemos, mueve a tantos turistas a exacerbar los encantos (en ocasiones son sólo algo así llamado) de una ciudad que se derrumba, a la que se deja agonizar en aras de unas esencias que el que está de paso encuentra atractivas, plenas de colorido, pero que en muchos casos son reflejo de la miseria, de la supervivencia extrema, oropel que deslumbra y redunda en el engaño, brillo efímero que permite que tantos se hagan los ignorantes, que no se aprecie la belleza de la música porque para una gran parte es tan sólo la mejor sordina (por más que esto pueda parecer un oxímoron, nada más lejos de mi intención), a mayor volumen, cuanta más potencia se le dé, menos se escucharán, quedarán asfixiados los lamentos de los oprimidos, los desheredados, los olvidados. “En La Habana, Dios no está en la onda. En esta ciudad que ha trocado su lustre de antaño por una humildad militante hecha de privaciones y abjuraciones, la coerción ideológica ha acabado con la fe. Tras haber agotado el acervo de rogativas dirigidas al Padre de Jesús, y haber este último desaparecido del mapa, los milagreros se han vuelto hacia el espíritu de sus antepasados. Les resulta menos azaroso encomendarse a conjuradores y charlatanes que recurrir a profetas siempre más atentos a jardinear su Edén que a prestar atención a los malditos de la Tierra.”

   Y en estas, en las primeras páginas, se privatiza el Buena Vista, el local en que reina y triunfa Don Fuego, y no es tan fácil como pudiera pensarse ser artista en Cuba (como en ninguna parte), hay protocolos, jerarquías, injerencia del poder (o poderes), se tiene más cuenta (es fundamental) la hoja de servicios en favor de la causa (la única) que lo demostrado a lo largo de una larga carrera, Juan del Monte está desubicado, hundido, desolado, no se siente valorado, no es la gloria nacional que pensaba, pero en estas el amor entra en su vida, en su corazón, en su cotidianidad, fuera de arpegios, sin metáforas, sin calentura de bongos: “No todo el mundo tiene la perspectiva suficiente para conformarse y abstenerse dentro de la duda, pero todos podemos retroceder lo bastante para tomar impulso y saltar al vacío. Lo importante no es el salto del ángel ni el despertar del viejo demonio, sino tentar a ambos a la vez. Tengo ganas de saltar al vacío. La caída haría espabilarme. Si resulta que no tengo razón, tampoco pasa nada. Lo único grave es el daño que hacemos. El amor es la única prueba que se merece todos los sacrificios. Su éxito es un triunfo inapelable sobre los sinsabores; su fracaso se vive como una oportunidad fallada que puede seguir estremeciendo nuestra alma pese a su infortunio. Necesito amar, y poco importan las trampas que eso conlleva.” Ya se ha dicho muchas veces, el bolero es mentira (y también, como me señaló con su afilada agudeza Juan Antonio Porto en cierta ocasión, puede ser un señor que mete bolas, trolas, embustes), tal vez por eso nos apasiona y arrebata, porque es el territorio (y lo dice alguien que lo conoce y ha abonado como nadie, es decir, Armando Manzanero) “donde no hay imposibles, ¿qué importa vivir de ilusiones si así soy feliz?” (reconocer que es una ilusión señala que, a pesar de todo, no se ha olvidado la capacidad de discernimiento), también es el lugar en que podemos, como hacía la inmensa Olga Guillot, escupirlo, arrojarlo, rasgarlo y rasgarnos, el refugio ideal para quien no sabe cómo gestionar los afectos (aunque no es algo que se aprenda jamás del todo), para quien, como Don Fuego, nunca ha sabido negociar con la desdicha, con lo amargo, con lo ingrato, con lo negativo, con lo que hay fuera de los focos, con lo que hay más allá de una canción, con Mayensi, esa joven que irrumpe (y que él quiere y en parte provoca y fuerza que lo haga) con la desesperada lucidez de quien lo ha perdido todo antes de tenerlo, de quien desconfía de cualquiera, de quien afirma no tener hogar porque “sólo eran ataduras que me retenían a mi pesar en alguna parte.”

   Yasmina Khadra derrocha sensibilidad y ternura sin que lo parezca, sin cargar las tintas, dejando que su melodía se desarrolle al ritmo adecuado, prodigiosamente preciso, trenzando una narración plena de sutilezas, sugiriendo, combinando lo social, lo político con lo humano, con lo propio, con aquello que desea contar, hablando de muchas cosas sin que lo accesorio (pero imprescindible) tape lo fundamental, de hecho Dios no vive en La Habana no es una novela larga pero lo parece en el recuerdo (o lo hará, aún es una lectura reciente) por lo mucho que deja, por sus múltiples capas, por su capacidad de concreción, porque el poder evocador e inspirador de la música se adueña de cada frase e invita (diríase obliga en el sentido de que es muy difícil resistirse) a participar, a transformar la melodía en propia, a contagiarse de ritmo (cuando corresponde), a abonar la melancolía, a dejar aflorar las lágrimas, a, como tantas veces, dejar/decir que esa canción habla de nosotros (y, cómo no, tararear en ese momento lo de “que fuimos tan sinceros, que desde que nos vimos amándonos estamos”).