jueves, 11 de enero de 2018

MELODÍA RECONOCIBLE







   A veces, los prejuicios surgen por persona interpuesta, a través de otros, es decir, son tantas las ocasiones en que te has aburrido, hartado, indignado, tal vez ofendido, han sido tantas las oportunidades en que has leído un libro, visionado una película o serie, hecho una actividad (o cuando menos intentado) y el resultado ha sido tan calamitoso, tan contrario a lo que hacían prever los que ya has aprendido a reconocer como cantos de sirena, aplausos paniaguados, intereses creados, búsqueda de beneficios profesionales o personales, opiniones acríticas, fanatismos ilimitados, que inmediatamente pones en cuarentena lo que esas voces glorifican, te colocas a la defensiva, no puedes evitar ser escéptico, revolverte, huir hasta del agua fría, caminar en dirección contraria a la de quienes, así lo señala la experiencia, no debes hacer caso como no sea para obrar en consecuencia, o sea, al revés (aunque no haga falta aclarárselo a los fieles, por si alguien llega de nuevas o le surgen dudas, esto no va por gentes que demuestran un criterio y lo explican, reconocen y asumen filias y fobias, no tienen reparo en dejarse sorprender o decepcionar, gentes con las que no siempre coincides pero con las que se dialoga y discute en buena lid; lo anterior hace relación a critiquillos bien instalados -aquí o en Los Ángeles- que utilizan la profesión para medrar y ponen su firma en almoneda -olvidando la hemeroteca- o a absurdas autoproclamadas expertas que, para empezar, utilizan la palabra “generación” cuando querrían decir “genealogía” -o lo que sea, pero no el vocablo utilizado porque es incorrecto- o no tienen claro qué es el metraje de un filme). Por lo tanto, tal y como se ha contado aquí en textos anteriores, esa actitud en sí no es prejuiciosa, brota espontánea y hasta irracionalmente pero con firmes raíces en lo sucedido, da coraje cuando, de repente, se refieren a una obra que te despierta interés o te mueres de ganas por conocer, es inevitable que el horizonte se oscurezca cuando esto sucede y las expectativas se frustren o mengüen, pero sólo se puede hablar de prejuicio, en el sentido más estricto del término, cuando te niegas a conocer algo por el hecho de que alguno de estos personajillos hace un encomio encendido de sus (supuestas) virtudes.

   Y algo así me ha sucedido, lo reconozco, con Kent Haruf; por más que personas que me transmiten confianza y me han descubierto otros autores hablasen muy bien y razonadamente sobre la obra de este escritor, el hecho de que alguno de esos a los que hay que mantener a raya se hubiese deshecho en elogios (de lo más triviales y llenos de lugares comunes, por cierto) me hizo mantenerme al margen de su éxito póstumo, posición de prevención/precaución en la que me reafirmé (me encastillé) cuando vivimos la (relativa) decepción que supuso el reencuentro en pantalla (¿Qué más da el tamaño de la misma?) de dos leyendas como Jane Fonda y Robert Redford protagonizando la adaptación de la novela que Haruf no llegó a ver publicada puesto que murió poco después de entregar las últimas correcciones. Nosotros en la noche, más allá del carisma y la energía que sus estrellas (sobre todo ella) mantienen intactos, más allá de la entrega que se percibe en ambos casos (saben que las rentas les conceden un público entregado de antemano pero se aplican a la tarea con oficio y entrega, sin vivir de las mismas), sobre todo debido a la dirección plana y sin ninguna intención de Ritesh Batra, se nos quedó en un trabajo correcto y poco (o nada) más, en una oportunidad desperdiciada, se podía intuir que detrás, en el fondo, había una historia emocionante (también dolorosa, al menos de las que arrugan un poco el corazón en algunos pasajes), pero en su traslación a imágenes no dejaba de resultar convencional, ciertamente trivial, tan anodina que ni siquiera se transformaba en ñoña. Y me quedó ese regusto amargo de la desilusión, sobre todo porque lo que conocía sobre sus escritos (sumado a lo que asomaba aquí y allá en la película) parecía indicar que Kent Haruf tenía muchas papeletas para cautivarme y deleitarme, pero seguía sin atreverme a dar el paso hasta que Literatura Random House, el mismo sello que había publicado en castellano Nosotros en la noche, anunció que iba a recuperar la que se conocía como Trilogía de la Llanura (formada por tres títulos que aparecieron en EEUU entre 1999 y 2013) y me dije que era ahora o nunca y, por fortuna, ha sido lo primero.

   La canción de la llanura, traducida por Agustín Vergara con mimo y primor, ha supuesto toda una revelación para este lector, el reencuentro con una tradición literaria muy propia del país de origen de Haruf aunque no resulta complicado encontrar lazos con autores de cualquier lugar que hablen de lo más íntimo, de pequeñas comunidades, de gentes que viven lejos de todo y de casi todos (incluso de aquellos que pueden ser considerados vecinos, tanto en lo meramente físico como en lo anímico). Haruf situó la acción (aunque habrá quien diga que no es la palabra adecuada, en seguida explicamos por qué) de todas sus novelas en el pueblo imaginario de Holt, Colorado, estado en el que nació y murió, centrándose en un paisaje y paisanaje que entronca con el utilizado por Annie Prouxl o Cormac McCarthy, puede trazarse una cronología que nos lleve hasta Willian Faulkner (lo anticipábamos ayer al hablar de Tres anuncios en las afueras, la fantástica inmersión del a medias británico e irlandés Martin McDonagh en eso que suele denominarse la “América profunda”, etiqueta que también se podría utilizar -y se hace y se hará, lo peor es cuando se hace incidiendo en lo peyorativo del término-), da igual que se escriba sobre zonas de Wyoming, Texas, el condado ficticio (pero tan real) de Yoknapatawpha, Missouri u otros lugares, por más que en cada relato haya detalles muy específicos, las soledades, amarguras, interioridades y brutalidades, los silencios, odios propios o heredados, los rituales, los usos y costumbres pueden ser intercambiables, no sería insólito (ni forzado) que un personaje de Hijo de Dios o No es país para viejos, igualmente alguno de los que pueblan los magníficos relatos de Annie Prouxl, apareciese en La canción de la llanura o viceversa.

   El título original de la novela (Plainsong –“canto llano” sería su traducción-) hace referencia a esa música vocal utilizada en la Iglesia cristiana desde siempre, es “cualquier melodía o aire sencillo y sin adornos”, tal y como se indica en la nota colocada al principio, y así es la prosa de Kent Haruf, sobria, austera, precisa, sin adornos (emparenta especialmente, de entre las citadas, con la de McCarthy, aunque éste es mucho más seco, más rotundo, más incómodo -lo que no supone un demérito en el autor que ahora nos ocupa puesto que su modo de narrar es más sutil, menos hiriente, no por ello menos perturbador-), a veces se diría susurrada, contenida, refrenada, medida con diapasón, hay que felicitar en este momento a Agustín Vergara por el modo en que respeta la cadencia, el tono, el ritmo, logrando que en nuestro idioma la novela suene como lo que es, como un canto murmurado en voz muy baja, sin pretender destacar, casi dicho con vergüenza, de ahí las pausas, los múltiples puntos y aparte, las frases breves, los diálogos picados y sin señales que los destaquen, como parte de la tonada, salmodia si se quiere, ese ir dejando caer las palabras al modo en que lo hiciera Delibes en Los santos inocentes (y no es sólo esa la conexión que puede hacerse entre ambas obras, los McPheron y Paco “el Bajo” se hubiesen entendido con un par de miradas), esas enumeraciones que recurren en todo momento a la conjunción “y” (“Cruzaron la portilla de una valla y Raymond se bajó y la cerró y volvió a subirse al tractor y pasaron traqueteando ruidosamente por delante de los corrales y se detuvieron junto al establo”) que resuenan machaconamente como estribillo y a ratos desasosiegan (para bien, es parte fundamental de la atmósfera de la novela) porque parecen indicar una fatalidad de la que nadie puede escapar (lo uno lleva lo otro Y lo otro Y lo otro -y así hasta el infinito o la extenuación-).

   “Hay demasiado silencio” se queja en un momento Victoria, una muchacha a su vez sumamente callada, refugiada en su pena, expulsada de casa por su madre al saber que está embarazada, desubicada, asustadiza, desconfiada, víctima de otros y de sus propios reproches, inexperta a la hora de dosificar y expresar afectos, sin embargo tal vez sea el personaje en que Kent Haruf concentra las esperanzas, la posibilidad de cambiar el panorama (y de poder hacerlo sin tener que abandonar el lugar en que, por más que se presente y perciba como hostil, uno quiere estar, puede que por tradición, por desconocimiento, porque no queda otra, el caso es permanecer, sobrevivir, respirar, no dejarse aplastar). Por eso se dijo que alguien que conozca esta novela puede pensar que hablar de “acción” es exagerado o poco preciso, aunque hay varios personajes que mantienen una actividad constante, caminan, montan a caballo, atienden su granja, no están quietos, pero lo que Haruf narra, lo importante, sucede en el interior de cada uno, apenas es perceptible, es una melodía callada que resuena según se van pasando páginas y al lector también le pasan cosas, el corazón se contagia de ese ritmo peculiar y preciso y, sin aspavientos, sin casi señales externas, se conmueve, duele, pasma, reconoce, alienta con un canto llano a unos personajes, reprueba con contundencia silenciosa a otros (especialmente, al menos un servidor, a la señora Beckman), se admira ante el escalpelo delicado pero firme que el autor aplica, ese que hace posible emocionarse con conclusiones tan lapidarias como aquella en que, ante la pregunta “¿Tú no tienes cicatrices?”, alguien responde “Por dentro”. Ahí es donde habitan, por fortuna hay quien, como Kent Haruf, no duda en ponerlas negro sobre blanco.