Hace poco, ordenando y organizando los textos que han ido apareciendo en
este blog a lo largo de casi cinco años (que se cumplirán el próximo abril),
tuve que volver a buscar una foto para ilustrar uno de ellos (A tantos kilómetros del abrazo, el que
cerró agosto de 2013) y, puesto que
hablaba sobre nosotros (como la inmensa mayoría de lo que escribo, aunque en
esta ocasión de una manera harto explícita) y nombraba nuestro segundo libro
(se había publicado pocos meses antes, aún era una relativa novedad), opté por
recuperar la portada de Madres de
película, ese afiche que Pablo buscó y compró (y que, ahora que caigo,
sigue en el despacho de nuestro -antiguo- editor), esa fotografía emocionante
para los que, como es nuestro caso, adoramos una cinta como La fuerza del cariño y el trabajo de sus
dos protagonistas femeninas, Shirley MacLaine y Debra Winger, una perfecta
ilustración de lo que se contaba en el interior (de gran parte al menos). Si
bien es cierto que abordábamos y nombrábamos tipologías de lo más diversas,
fueron varias las entrevistas en las que hicimos hincapié en el porqué de esa
elección, primeramente porque Pablo la considera una de las películas de su
vida y yo también la situaría en lo más alto de mis preferencias, luego porque
el personaje que encarna, habita y convierte en inolvidable y admirable una
impagable MacLaine es, como todos nosotros, alguien imperfecto, que se equivoca
a la hora de expresar y gestionar sus afectos, que tropieza, se levanta, sigue
adelante, vuelve a caer y no se rinde, es quien es sin tintes heroicos, no la
mueve el deseo de obtener una corona, se limita a amar sin ambages ni metáforas,
por encima de titubeos, encontronazos, incomprensiones, distancias, confusiones
externas e internas, es una mujer que no se plantea qué quiere ser con respecto
a su hija o quién y cómo esperan los demás que sea, tan sólo es, llena de
contenido la palabra “madre” precisamente cuando toma el que el resto consideraría
el peor camino posible, cuando rompe los estrictos moldes de lo que está bien
visto o consensuado como tal, revolucionaria sin pretenderlo porque sólo le
preocupa proteger, apoyar, cuidar, salvar, no flaquea cuando no lo logra, se
entrega más allá de cualquier límite físico, mental y afectivo.
Siempre hemos sido más de ellas que de ellos en lo que al cine (y a
tantas cosas) se refiere, nuestros referentes, nuestros iconos, nuestras musas,
nuestras estrellas abundan en nombres femeninos, por eso Madres de película brotó con tanta naturalidad, por eso nos vimos
obligados a dejar fuera a tantas mujeres (actrices y personajes) que hubiesen
tenido cabida pero que hubiesen engordado el volumen hasta un tamaño
enciclopédico y jamás fue esa nuestra intención, sí la de hablar de aquellas
que asumen el papel maternal más allá de los estereotipos y de las correcciones
(aunque también había espacio para estas, por supuesto, ya que, al escoger
personajes de diferentes épocas, íbamos trazando de alguna manera la
evolución/involución que han ido experimentando los roles femeninos que, de una
forma u otra, pueden verse reducidos a la palabra “madre”), aquellas que lo son
incluso a su pesar, aquellas que ejercen, se comportan, acogen, defienden como
tales a los que con toda justicia hay que considerar sus cachorros por más que
la biología no haya intervenido en el proceso, también a las que reniegan de
tal condición y devoran (en ocasiones literalmente) a sus crías, nos atraen mucho
más (e incluso exclusivamente), en cualquier sentido, los personajes que
resultan (que son) reales por sus contradicciones, por sus yerros, por sus
carencias, porque nos obligan a plantearnos y replantearnos comportamientos,
pensamientos, certezas que sentimos/creemos lo son, que se alejan de las
convenciones, personajes a los que no comprendemos, cuyas actitudes y
actuaciones no compartimos ni defendemos pero no podemos ignorar como lo
pretenden aquellas fábulas que pintan todo de color rosa, esas cucharadas
rebosantes de melaza (y moralina), esas categorizaciones maniqueístas que
clasifican en buenas y malas madres (concretemos, puesto que es de lo que
venimos hablando, aunque lo mismo podría decirse de, por ejemplo, hijos,
ciudadanos y hasta libros, películas o series), queriendo imponer un criterio,
una opinión, un sentimiento, incluso una moda, como dogma inamovible (puede que
sepa explicar por qué algo o alguien me gusta, me cae bien, lo encuentro digno
de elogio, por qué me parece “bueno”, lo que no quiere decir que lo sea).
Tuvimos claro desde el principio que Madres
de película aceptaba incorporaciones, no deja de ser parte de la memoria de
dos espectadores, y no sólo de aquellas que habían quedado fuera sino de las
que, inevitablemente, iban llegando (de hecho, algunas se incorporaron durante
el proceso de documentación y escritura que se prolongó casi dos años), es por
eso que hoy me atrevo a añadir una categoría más, casi podría ser la única
puesto que todas las seleccionadas en su día, como cualquiera, son imperfectas
por naturaleza (los mayores problemas suceden cuando alguien cree lo contrario
y se considera alguien sin tacha, comportándose como un déspota -o algo peor-)
y aceptarían la ironía que uno se permite al poner entre paréntesis el prefijo
negativo y hacer cierta burla de los que preconizan lo que se les antoja es la
maternidad perfecta, la única posible (como no la experimentan hablan de oídas
y, sobre todo, adoctrinan en su propio beneficio), sin olvidar a las que dan
lecciones de maternidad discriminando, reprobando, catequizando, extendiendo
certificados de idoneidad, la mayoría de las veces mera apariencia (y hay
muchos ejemplos en lo que escribimos en su día), dejando claro también que reclamamos
la libertad plena de la mujer en lo que a la maternidad se refiere, es decir, que
estamos totalmente en contra de esa coerción, de esa imposición, de ese
esquematismo, de esa dictadura, de la prisión y anulación que supone aceptar
como dogma de fe, propagarlo y castigar a quien no cumpla con él, aquella
leyenda (seamos suaves) que afirma sin rubor que una mujer no se realiza hasta
que es madre, que ese debe ser su objetivo en la vida (en la que le dejan), esa
mirada inquisitorial que convierte como poco en sospechosa a quien la recibe (y
bien sabemos cómo se ha castigado/castiga a las que se rebelan o,
sencillamente, siguen camino mirando al frente -la indiferencia es la peor
ofensa para aquellos que, precisamente, sólo se sienten realizados cuando
actúan contra alguien-), que ser madre ha de ser una elección (como cualquier
acto). Y, ahora sí, centrémonos un momento en esa madre cinematográfica que reclama
su propia categoría e inspira esta especie de adenda a Madres de película.
La estremecedora Frances McDormand de Una casa en las afueras, al igual que muchas de las que hubieran
podido ser sus compañeras de libro de haberse filmado la cinta antes del
momento de 2012 en que entregamos corregidas las últimas galeradas, podría
encontrar acomodo en diferentes categorías o inspirar alguna otra, depende de
en qué aspecto se quiera poner el acento, pero reclamo para ella su
imperfección porque el hecho de que lo sea, de que no quede reducida a un
estereotipo, a un esquema burdo, el modo en que su creador (el estupendo
dramaturgo Martin McDonagh) esquiva la sensiblería, la épica, también la moralina,
la manera en que no la hace simpática ni entrañable es, precisamente, lo que
permite que el filme cale tan hondo en este espectador. Mildred, la protagonista,
quiere respuestas, quiere justicia, quiere venganza, su hija fue violada y
asesinada hace unos meses y, ante lo que considera desidia, inoperancia,
negligencia policial, decide reclamarlas y proclamarlas, no quiere ser cómplice
del silencio y conformarse con lamerse las heridas en privado, pasa a la acción
sin tener en cuenta el dolor que pueda ocasionar (¿Alguien se preocupa del
suyo?), McDormand le insufla vida con su tantas veces ovacionada contundencia
interpretativa, imperturbable como una roca, implacable, irracional, sin miedo
puesto que no siente que pueda perder más o salir peor parada emocionalmente,
alimentándose de su rencor, de su odio, de su ira (esa que, dice el autor,
puede ser un motor de cambio, aunque no sea para bien, pero le parece una forma
de entender el mundo). Es, como puede verse, alguien con muchas aristas, con
quien es complicado (e incluso imposible, depende de la tolerancia o el
autocontrol de cada uno) empatizar especialmente en algunos actos que lleva a
cabo, en algunos comportamientos, pero de quien resulta complicado (e incluso
imposible) desligarse en aquello que mueve su motor, en su (único) anhelo
vital, en su desgarro (ese sí) contenido, lo que agudiza nuestra desazón y
conmueve (y duele) con resultados sísmicos.
McDonagh da un giro a su filmografía tras dos largometrajes como Escondidos en Brujas y Siete psicópatas, comedias todo lo
negras, esperpénticas y violentas que se quiera (con tonos muy diferentes entre
sí), pero primando lo que provoca carcajadas (puede que aquí también las haya,
pero son mucho más de estupor, de sorpresa, de no saber cómo reaccionar ante lo
que vemos y escuchamos), y capta sin florituras ni aspavientos un modo de
contar y filmar que puede rastrearse en nombres como los de Faulkner, Harper
Lee, McCarthy, Prouxl, Haruf (de quien, por cierto, hablaremos muy pronto aquí
y habrá ocasión entonces de abundar más en este asunto), cintas como Nebraska, Loving y hasta Los puentes de
Madison (olvidando completamente la novelita que la inspiró, carente de las
fuerza y profundidad que cobró en pantalla y que la emparentan con la que ahora
nos ocupa y el resto de las citadas). Aquí, aunque el paisaje exterior sea muy diferente
(y afile los caracteres), el íntimo es muy cercano al que McDonagh ha convertido
en eje de su teatro, en textos que arrasan, perturban y golpean como La reina de belleza de Leenane, El cojo de Inishmaan o El hombre almohada, esos que le han valido
ser considerado uno de los maestros de la corriente conocida como In-yer-face (literalmente “en tu cara”),
vertiente extrema del llamado teatro de la crueldad, ese que incomoda, violenta
y coloca frente a lo que no querríamos (no queremos) mirar, ese que nos lleva a
los límites de nosotros mismos porque, para nuestra sorpresa (o no tanta),
aunque una parte digamos racional afirma categóricamente que no haríamos eso,
descubrimos que nuestro corazón aplaude sin tapujos el momento en que, por
ejemplo, se lanza un cóctel molotov o se hostiga sin piedad a un enfermo
terminal que no ha sido capaz de cumplir con su obligación en el ejercicio de
sus funciones. Mildred es una madre herida, en contra de todo y de todos porque
le arrebataron a su hija (quien, por cierto, tuvo el final que ella misma le
deseó en la última discusión que mantuvieron -ya lo dijimos, no es perfecta, ¿quién
no ha deseado lo peor a la persona a la que ama?-), actúa a impulsos, por
instinto, no quiere caer bien, sólo quiere sentirse tranquila y en (cierta) paz
consigo misma, no hacerse reproches, no tener que hacérselos a los otros,
Frances McDormand la hace cercana sin dulcificarla, desde la dureza, desde la
rabia, desde un dolor que la carcome, que compartimos y sufrimos con ella,
madre que no se nos ofrece ni como ejemplo ni como modelo a (no) seguir,
McDonagh no la juzga, la actriz tampoco y por eso alcanza una cima muy alta en
su excelencia interpretativa, eso sí es perfección.