lunes, 13 de noviembre de 2017

CARTAS QUE TE DAN LA VIDA




   Aunque en el título se hace referencia a uno de los grandes éxitos de Raphael (A veces llegan cartas), no fue esa la primera canción que vino a mi memoria viendo el espectáculo del que voy a hablar, sino otra que también grabó el de Linares, aquel a modo de bolero que Roberto Livi tituló E-mails y que puede, si se quiere, considerarse una continuación de aquello que Manuel Alejandro compuso no tengo muy claro para quién, aunque pudiera ser que la grabase primero Julio Iglesias, ya que se incluye en el trabajo Por una mujer y en algunas fuentes consultadas aparece 1972 como fecha de publicación (en otras consta el año siguiente como tal), mientras que Raphael la interpretó para su película Volveré a nacer, estrenada en septiembre de 1973 (esto de entregar una canción a dos artistas casi al mismo tiempo era una jugada que el compositor repetiría en otras ocasiones, provocando no pocas rencillas -¡Anda que no dio de sí la disputa por el Como yo te amo habida entre (de nuevo) Raphael y Rocío Jurado!-); sea como sea, el caso es que tras decir lo de “a veces llegan cartas que te hieren dentro dentro de tu alma” y demás, las nuevas tecnologías también irrumpen en la canción romántica para que el destinatario de aquellas misivas solloce “yo le escribo cartas, ella me manda e-mails” y suplique que el próximo envío posea fisicidad para “tenerla entre mis manos y poder abrazarla y besarla como a ella” porque lo del correo electrónico se le antoja muy frío y despersonalizado, algo indiscutible por más que haya agilizado las comunicaciones (se supone que también facilitado, pero ese tema daría para una discusión demasiado larga y muy alejada del objeto del presente escrito). Y aunque A. R. Gurney estrenó Cartas de amor en 1989 flota en su libreto una melancolía presentida, una nostalgia si se quiere prematura o anticipada, un canto a algo que se sabe destinado a desaparecer (se estrenó en España en enero de 1992 y unos meses después, cuando la función que entonces representaron Analía Gadé y Alberto Closas ya no estaba en cartel, mi compañera de beca en la sección de cultura de Telemadrid hizo un reportaje sobre cómo el uso de esta vía de comunicación iba descendiendo), es una sensación que ahora se agudiza, por supuesto, la representación adquiere en la actualidad un inevitable carácter de regreso al pasado, de muchas parejas de las que estamos en la platea (de cualquiera en general: antes las amistades o los lazos familiares se estrechaban y cimentaban mediante cartas, escribirlas era casi un acto natural, incluso en muchos casos eran el único contacto posible -para bien o para mal, no recordemos ahora episodios infames de nuestra historia que han quedado reflejados en la correspondencia-), decía que sería muy difícil, por no decir imposible, resumir la vida de cualquiera de los espectadores a través de lo epistolar puesto que ahora todo se hace mediante “conversaciones” a través de WhatsApp, los e-mails que tanto enconaban a Raphael porque no pueden llegar perfumados o regados con lágrimas y demás redes sociales o aplicaciones que posibiliten una relación del tipo que sea, dando patadas al diccionario, recurriendo a emoticonos u otros formatos gráficos, sintetizando más de la cuenta para no excederse de los caracteres permitidos, a veces complicando en extremo la comunicación y hasta imposibilitando su comprensión.
   Cada vez son más abundantes las novelas que recurren a este tipo de mensajes, también aparecen en obras de teatro, en este siglo nadie daría crédito a Las amistades peligrosas, Drácula o La dama de blanco si se narrasen como historias de ahora respetando su carácter epistolar, incluso Nubosidad variable u 84, Charing Cross, más cercanas en el tiempo (sobre todo la magnífica novela de Marín Gaite, cuya primera edición es, también, de 1992 -tal vez por eso se hizo el reportaje que antes comenté, no recuerdo de dónde ni por qué surgió la idea-), poseen ese aura del pasado, de las costumbres de antaño, ese poso de añoranza y/o evocación, ese escalofrío entrañable que recorre a quien ocupa su butaca frente al escenario en que se oficia la ceremonia teatral (en el caso que nos ocupa, nosotros disfrutamos la función en su primera estadía en Madrid hace algo más de un año, ahora vuelve a estar en la capital, en esta ocasión en el Teatro Maravillas y los remolones, despistados o con ganas de repetir están de enhorabuena porque recientemente prorrogó hasta el próximo 10 de diciembre), temblor de emoción incontenible que va aumentando durante la representación ante lo que es una soberbia e impagable muestra de arte escénico en estado puro, teatro en la más noble y plena extensión de la palabra: David Serrano es un director elegante y discreto, así lo viene demostrando en los últimos años con espectáculos como Lluvia constante, Buena gente, Los universos paralelos o Billy Elliot (las escenas familiares son un auténtico prodigio, al igual que el tratamiento dado a un personaje tan peligroso y susceptible de manierismos como es el de la abuela -una portentosa Mamen García lo contiene con sabiduría y sencillez-), alguien que se pone al servicio del texto y de los actores y no busca el foco, director que se hace notar, precisamente, en el modo en que se difumina, en cómo dispone y maneja las piezas con suavidad, sin sobrecargar, sin rimbombancias ni fanfarrias, dejando que cada espectáculo tenga su ritmo particular, su respiración, que cada personaje tenga el lugar y la repercusión que le corresponde, que los actores puedan adueñarse de la escena con naturalidad y verdad. En Cartas de amor, y no es poco (tarea hercúlea la suya), armoniza los elementos con maestría y precisión, las diríase mágicas escenografía e iluminación de, respectivamente, Mónica Boromello e Ion Aníbal coadyuvan a crear la atmósfera adecuada para lo que es todo un acontecimiento, para lo que supone una gran celebración, para el motivo principal de que, si no había dudas hace un año ahora aún menos, estamos ante uno de esos montajes que se recordarán durante muchísimo tiempo: el regreso de Julia Gutiérrez Caba a las tablas.
   Y es que, aunque tuvimos la inmensa fortuna de gozarla cuando participó en el ciclo Cómicos de la lengua que dirigió José Luis Gómez y en el que ella leyó (interpretó, habitó, revivió) a Santa Teresa, se echaba de menos a alguien de su categoría, de su clase, de su veteranía, de su oficio, una mujer que dice su primera frase fuera de escena, derramando esa voz que es un manantial de agua pura y fresca, inundando la sala, siendo oída y comprendida por todo el mundo, una actriz que en cuanto aparece despierta un aplauso de admiración y respeto. Junto a ella, un Miguel Rellán que lleva muchos años demostrando su carisma, su rotundidad, su versatilidad, la aparente falta de esfuerzo con que actúa, su campechanía, su inagotable vis cómica, su magnética presencia, aquí es el compañero perfecto para alguien que, por sí misma y por sus apellidos, es leyenda viva de nuestro teatro, y es emocionante cómo Rellán, digámoslo así, acepta este aparente papel secundario para servir la escena a Julia Gutiérrez Caba, cómo apenas interfiere más allá de lo preciso en los momentos en que ella va desgranando notas, tarjetas y cartas, pero es un prodigio verle siempre en personaje y a favor de obra, algo que ella hace en justa reciprocidad, echando chispas la combinación de ambos titanes, salpicando la lectura con mil detalles que enriquecen lo que cuentan, obrando el milagro de hacer creíbles la infancia, la adolescencia, el paso de los años, la vejez de sus personajes sólo con inflexiones de voz y algún que otro gesto propio de una edad concreta. Gurney escribió Cartas de amor como huida del teatro, quería abandonarlo, pero los editores de The New Yorker lo rechazaron porque lo consideraron como tal, como lo que inconscientemente era, como homenaje a la palabra que debe ser leída en voz alta, que debe ser pronunciada, que debe ser hecha verdad por dos intérpretes, algo que David Serrano ha respetado y extremado para conseguir un montaje sin trampas ni artificios, algo que jamás puede aparecer cuando hacen suyo el escenario dos colosos del calibre de Miguel Rellán y Julia Gutiérrez Caba. Ya sé que suena obvio e incluso impersonal, pero no se la pierdan (la función en sí y, sobre todo, ese tesoro en forma de actriz).