jueves, 7 de septiembre de 2017

SABOR AMARGO (O NO TANTO)



  




 Fue José Luis García Sánchez, ya lo he contado en otras ocasiones, quien, al final de una entrevista sobre Tranvía a la Malvarrosa en mi añorada Cita a las dos de Radio Intercontinental junto al maestro Miguel Ángel Yáñez, agradeciendo mis palabras elogiosas (me pareció -a pesar de un flojísimo Liberto Rabal, pétreo e incapaz de transmitir alguna emoción- un filme muy simpático y bien llevado, con momentos memorables -Galiardo con el Cristo a cuestas en el burdel: “¡Apartad, putas!”- y un estupendo Sergio Villanueva), soltó una sonora carcajada y se regocijó: “Pues si eso me lo dice un crítico feroz como tú es que no lo he hecho mal”. No sé si alguien le había advertido sobre mí o fue una broma que le brotó en el momento (o algo que pensaba porque me hubiese escuchado en otras ocasiones), el caso es que yo también me reí aunque me sorprendí un poco porque, al menos en aquel momento no me tenía por tal (y eso que omití que la novela de Manuel Vicent en la que se inspiraba la película me había parecido un tanto cansina e irregular -al fin y al cabo, él no tenía la culpa-). No es que ahora piense que lo soy (feroz), al menos no es mi intención, no afilo el colmillo antes de ponerme a escribir (tampoco lo hacía frente al micrófono o la cámara -aunque ahí todo dependía de lo que decretase aquel que manipulaba el programa en beneficio propio y a eso lo llamaba dirigir y pluralidad-), es cierto que con la experiencia, el ritmo de visionado (o lectura), la posibilidad de analizar transversalmente, la permanente curiosidad, vivirlo como una afición, como una pasión, como una diversión pero también como un trabajo, como una permanente dedicación profesional (aunque sea en casa), con la edad, ¿por qué decir lo contrario?, me he vuelto más exigente, menos complaciente, sobre todo rehúyo esa democratización de la crítica que a cualquiera da título y tribuna para ejercerla (o afirmar que la ejerce), que no niego como expresión popular, como posibilidad de los espectadores de comentar y aplaudir o abuchear o simplemente ignorar, pero que hay poner en su lugar y no mezclar ni mucho menos sustituir a lo que se viene llamando crítica especializada (ese cartel de Verónica de Paco Plaza con frases recogidas en Twitter, algunas con tanto calado como “es la polla”). Reconozco que a veces me dejo llevar por la visceralidad, pero creo que siempre he sido capaz de argumentar y justificar mis comentarios más desabridos y desatados, si bien es cierto que el periodista ha ido ganando la batalla al mero espectador (en lo que a redes sociales se refiere -no sé por qué lo escribo en plural cuando sólo utilizo Facebook-) y en los últimos tiempos he ido rebajando un poco el tono, incluso aunque haya pagado una entrada y pueda sentirme un tanto estafado (ese es uno de los matices por los que fui agriando mis comentarios, pero poco a poco he ido equilibrando ambos extremos, no niego que me escuece como muchos a los que se tiene por expertos y/o profesionales -a pesar de sus constantes meteduras de pata y desconocimiento probado de la materia- pontifican e incluso insultan al público, se ríen de él sin recato, le advierten y amonestan, olvidando que hay que pasar por taquilla -como ellos ven gratis prácticamente todo el cine que consumen, se permiten ser jactanciosos y elitistas o directamente estúpidos, no hay más que darse una vuelta por ciertas páginas de la red para comprobarlo-).
   El caso es que creo que nunca he dedicado una entrada en el blog a hablar de un libro o una obra de teatro que no me haya gustado (otra cosa es Celuloide en vena cuando lo dedicaba a hacer crítica -ahora la he dejado un poco de lado, en parte saturado por tantos años en el oficio con el cine como asunto principal y desencantado con el modo en que se lleva a cabo, con honrosísimas excepciones-), puede que a lo largo de un texto (que bien saben los fieles suelen ser más bien extensos, sobre todo para lo que impera por aquí) lance una o veinte andanadas, hable del aburrimiento que me provocó aquella novela o de ese autor al que nunca regresaré porque ya he tenido bastante con lo sufrido hasta el momento (sí, pueden poner el nombre de Javier Marías en la línea de puntos si lo desean, aunque escríbanlo con letra minúscula porque hay que dejar espacio para otros), pero en general suelo escoger títulos que me hayan motivado, hecho pensar y/o recordar, que me hayan entretenido, que me resulten interesantes, me gusta compartir el entusiasmo lector, no todo tienen que ser obras que se perciben como maestras, no hay que tender a la excelencia, hay muchos matices y muchos estadios entre lo que, como Umbral, lanzamos a la piscina (o condenamos a la hoguera cervantina o a la chimenea de Pepe Carvalho -aunque no sería capaz de eso ni con el libro más odiado, se le regala a un enemigo y listo, que lo liquide otro-) o encumbramos a lo más alto, ese Olimpo en que glorificar esas lecturas que, de una forma u otra, transforman nuestra vida y la hacen más grata. Pero hablar sólo de lo que, en términos generales, parece bien puede confundir a las personas que amablemente están atentas a esta especie de diario de lector y espectador teatral en que ha devenido este blog (aunque sea para hacer lo contrario a aquello a lo que uno pretende invitar) porque diríase que, con mayor o menor intensidad, todo lo que se lee o ve en escena gusta, no se desarrolla ni explica un criterio si no se incluyen las sombras, los desencantos, las decepciones, los agobios, las malas experiencias o, como en este caso concreto, las amarguras cuando algo que esperabas con ansia y en lo que te sumerges con ahínco anticipando el disfrute que no aparece con la intensidad anhelada sino sólo a rachas.
   Aun así, por empezar por lo positivo, uno se conformaría con que muchas de las novelas que empieza (y no termina -hay tanto a lo que atender que, más allá de cierto límite, no conviene perder el tiempo- o lo hace entre bostezos, lectura obligatoria para afrontar una entrevista -algo que antes, con la radio, se daba más veces de las deseadas-) tuviesen las mismas páginas plenas de calidad y absolutamente absorbentes que Perros que duermen, el por el momento último título que Juan Madrid ha dado a la imprenta y que Alianza Editorial publicó hace unos meses. Magníficamente narrada en varios tiempos que se alternan con claridad y sin confundir, hurtando los datos precisos para que el lector sienta la necesidad de encontrar respuestas a varios interrogantes, la novela es un homenaje, un ajuste de cuentas, un borbotón que llevaba tiempo dando vueltas y el escritor contenía o abortaba hasta que, en un momento de máxima madurez como creador y contador de historias, Juan Madrid ha creído que llegaba el momento adecuado para presentar una de sus novelas más complejas a nivel estructural y más elaboradas por lo que de recreación histórica tiene. Y ahí es donde, paradójicamente, uno encuentra lo que más le satisface y lo que más le cansa de la obra: por un lado, vuelve a demostrar su maestría a la hora de crear atmósferas, sólo con un par de detalles reproduce el frío, los paisajes desangelados y oscuros, la sordidez, la amenaza sorda y constante, la opresión ominosa del Burgos de 1938; es maravilloso y emocionante (se lo escuché contar a mi abuela, aún lo hace la tía cuando la enfermedad la deja tranquila, mi madre no deja de leer libros sobre la ciudad y de apabullarme con infinidad de datos a la que tiene ocasión) cómo describe y nos hace vivir el Madrid de 1945, el dibujo preciso que hace de sus calles, de sus gentes, de sus sonidos, de sus edificios; sin embargo, en parte porque un servidor nunca se ha sentido especialmente atraído por ese tipo de literatura (motivo por el que, por ejemplo y a pesar del entusiasmo sentido con la versión fílmica -o con la que le dejaron estrenar- que de ella hizo Terrence Malick, y de lo mucho que me han gustado otras obras de su autor, aún no he leído La delgada línea roja de James Jones), la meticulosa descripción que hace de la Defensa de Madrid y otras vicisitudes bélicas vividas por uno de los personajes durante la Guerra Civil (por más que se comprenda que se detiene en ello y le dedica muchas páginas con un afán de justicia, de poner los puntos sobre las íes, de completar la Historia, de dar voz a los que no la tuvieron en su momento) supone un cierto lastre en una narración que avanza con sosiego pero sin pausa, que sin precipitarse mantiene un ritmo implícito muy bien medido y que tanta descripción bélica detiene en exceso. Aunque el conjunto resulta muy bien armado y Perros que ladran deja bien probada su solidez, uno no ha podido evitar cierto sabor amargo pero, a pesar de todo, creo que al final no he sido tan crítico feroz como yo mismo podía temer (y es que es imposible no rendirse ante un escritor de la talla de Juan Madrid).