jueves, 31 de agosto de 2017

"PERO EL AMOR, ESA PALABRA..."







  Por mucho que logremos convencernos de lo contrario, vivimos (alguno tal vez diría sobrevivimos) a base de esquemas; por mucho que nos distanciemos de ellos, parece inevitable llegar a un punto en que los aplicamos tal cual los conocemos (o creemos hacerlo, que esa es otra), sin adaptarlos, sin moldearlos, sin enmendarlos y, lo que es peor, sin que esté demostrada su valía, su practicidad, su pretendido carácter de solución idónea, sólo porque lo hemos oído por ahí, porque alguien dijo una vez que a él le había ido bien actuar así, porque es la costumbre, porque es lo que se estila, porque no pensamos, porque no improvisamos, porque aspiramos a escribir el libro de instrucciones de la vida (o porque damos por hecho que otros lo hicieron antes). Aunque sea bueno aprender de la experiencia, procurar no tropezar dos veces en la misma piedra, aprender de los que con toda justicia han de ser considerados maestros, escarmentar en cabeza ajena, por mucho que seamos semejantes en tantas cosas, no debemos ser prisioneros de los hábitos de los demás, hay que reivindicar nuestra unicidad, nuestro derecho a equivocarnos, a experimentar, a intuir, a echar por tierra viejas leyendas o, sencillamente, a protagonizar nuestra propia aventura, conviene recordar que, como decían las abuelas, lo que es bueno para el bazo es malo para el espinazo, que la medicina que actúa con celeridad en un organismo puede no tener efectos en otro, que el bálsamo de Fierabrás (o lo que don Quijote bendice e ingiere como tal) pone a Sancho al borde de la muerte mientras su señor se sienta en plena forma tras vomitar, sudar y dormir (no hay duda de que estamos ante un ejemplo de lo que se conoce como efecto placebo, por más que el caballero andante asegure que la diferencia estriba en la condición de tal que él ostenta mientras que su acompañante es un simple escudero y, por lo tanto, no es digno de la curación milagrosa que el mejunje proporciona).
   Y así pasa con el amor, ese que llevamos siglos intentando definir y que es escurridizo como lo es todo lo que depende de sentimientos, de sensaciones, de pulsiones, de irracionalidades, de algo que sólo percibimos cuando ya nos convirtió en su presa, algo que no acepta clasificaciones ni fórmulas porque andar comparándolo (con lo de otros e incluso con experiencias propias anteriores) o intentando ajustarlo a un esquema previo es coartarlo, reducirlo, asfixiarlo, ir en contra de su esencia, malinterpretarlo, malvivirlo, reducirlo, lastrarlo; es inevitable dejarnos llevar por la ensoñación de poesías, películas, novelas, canciones, pero comprendiendo que son sólo eso más allá de la huella que nos dejen, del camino que nos iluminen, de las certezas que nos confirmen, de las dudas que nos despejen, de la adrenalina que nos ayuden a soltar, del exorcismo que practicamos al invocarlas, de cómo durante un tiempo (el que duren) nos abandonamos para gritar a los cuatro vientos “es la historia de un amor como no hay otro igual, que me hizo comprender todo el bien, todo el mal” o “jamás te dejaré, amor, lo juro” o “el día que me quieras, desde el azul del cielo, las estrellas, celosas, nos mirarán pasar” o versos de Benedetti (“Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos”) o, por supuesto, aquella vibrante definición de Lope de Vega en forma de soneto que sintetiza tantas formas e intensidades diferentes porque, en realidad, podemos pasar por todas ellas y otras muchas en una misma relación y “quien lo probó lo sabe”. Julio Cortázar rehuyó cualquier esquema, no cesó de jugar con las palabras, de trascender géneros, de acuñar términos, de darles vida literaria, de invitar al lector a adentrarse por los vericuetos de su alma (la de cada uno y la de quien escribe), a dejarse sorprender, a romper convencionalismos, a no tener que entenderlo todo, basta (y no es poco) con sentir, palpitar, respirar, consentir que su prosa nos agarre, nos estruje, nos seduzca, nos lleve y nos traiga, nos comprima y expanda, nos asombre y cautive, abata clichés, generalizaciones, imposiciones, normas o así llamadas, trivializaciones sancionadas como verdades absolutas, amores periclitados, falsas expectativas, felicidades impostadas.
   El cíclope y otras rarezas de amor, la obra escrita y dirigida por Ignasi Vidal que puede verse en la Sala Verde de los Teatros del Canal hasta el próximo 17 de septiembre(http://www.teatroscanal.com/espectaculo/el-ciclope-y-otras-rarezas-de-amor/) y que después continuará gira (en realidad la empezará -antes de Madrid sólo ha habido una función en el Centro Niemeyer de  Avilés-), toma su título del capítulo 7 de Rayuela, la obra cumbre (aunque distinguir lo menor en su producción es ciertamente complejo) del escritor argentino, y reproduce en la estupenda escenografía de Curt Allen Wilmer (y en la medida coreografía que siguen los actores para cambiar de escena) el juego infantil que da título a la novela en la que se ha inspirado el autor para organizar su caleidoscópico texto, un artilugio teatral inteligentemente armado en el que podríamos ser cualquiera de los cinco personajes (y a ratos dos o tres, o los cinco, y en otros ninguno), prisioneros de sus miedos, de sus fracasos, de sus dolores, de lo que se pregona como correcto, permisible, cómodo, incapaces de actuar libremente, traicionándose y, de rebote, traicionando a los demás, conviviendo con fantasmas que rezuman frustración y que vuelcan sobre el resto, bien con sus actos o por la ausencia de los mismos, negándose oportunidades, cómplices sin ser conscientes de la rigidez mental que durante siglos ha impuesto una sola forma de amar de cara a la galería (lo que importan son las apariencias) o inmersos en quimeras, fabulaciones, exacerbaciones, melodramas o cuentos de hadas que sólo deben funcionar como tales no como ejemplos a seguir (el tango, por ejemplo, es fantástico como desahogo, especialmente ese que puede adscribirse a la variante hepática, Tomo y obligo y por ahí, pero no para vivirlo en propia piel). Al igual que sucede con la producción cortaziana en general, poco debe anticiparse de lo que sucede en escena, sólo intentar coger la tiza el primero para, así, escribir en parte el destino, por lo demás hay que dejar espacio a la sorpresa, a la incógnita, al diálogo, a la exploración (no se pueden llevar escritos todos los pasos a seguir/vivir como le ocurría a Tracy en I Can Hear The Bells en Hairspray -y recuérdese el carácter irónico de las letras de Marc Shaiman y Scott Wittman-). Eso sí, al margen de lo ya reseñado sobre la escenografía (funcional y abracadabrante) y el perfecto movimiento escénico que ejecuta Vidal con sus piezas humanas, destacar la imponente presencia y empaque de Daniel Freire (y cómo quiebra la voz cuando conviene, cómo la ahoga sin que eso merme su inteligibilidad, es siempre un lujo ver a este enorme actor en escena), la facilidad con que Eva Isanta abandona su zona de confort, esa que la ha hecho tremendamente popular, y demuestra facultades insospechadas por muchos, la seguridad con que pisa las tablas Manuel Baqueiro, la frescura de Celia Vioque y el modo en que Sara Rivero se apodera del foco incluso cuando se halla fuera del mismo. Por lo demás, no lleven ideas preconcebidas, no hagan planes a priori, no quieran reproducir aquel poema o alejarse de aquella canción, no sueñen con príncipes azules o damiselas en apuros a las que rescatar, no den nada por sabido, acepten la rareza como la auténtica normalidad (si es que algo que pueda ser llamado así existe), cambien de posición cada pocos minutos, como en la rayuela, como en la vida, al fin y al cabo, ya lo dijo Cortázar, todo puede reducirse a esta frase: “Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad”.