lunes, 24 de abril de 2017

CON H DE HUMOR







   Sí, claro, sobre el gusto siempre queda algo por escribir, es un asunto muy particular, pertenece a cada cual, se va variando con el tiempo, se suman cosas que agradan, aparecen otras muchas que se rechazan, a veces se argumenta con solidez, otras es un arrebato, un impulso, una atracción irresistible, una dentera incontrolable, nadie es más que nadie por elegir o no un libro u otro, preferir esta película o ignorar los nuevos trabajos de aquel artista. Uno tiene fama de ser muy lapidario, tremendista, a ratos desmesurado en mis afectos y desafectos, cierto es que en ocasiones dejo hablar al espectador, al lector, al receptor, que expreso mi frustración al haber pagado por una entrada y sentirme estafado, es verdad que, incluso recubierto de la profesión, ejerciendo un análisis que se pretende sosegado, ecuánime, reflexivo y reflexionado, soy capaz de recurrir al lenguaje más incendiario (siempre procurando hacer justicia con el género en sí -es decir, la crítica- y con aquellos que han tenido a bien otorgarme su confianza y esperan comentarios sinceros, propios, reconociendo filias y fobias pero intentando explicarlas o, cuando menos, dejarlas claras, que no haya intereses creados -y ocultos- que varíen el curso de mi escritura, que lo personal no invada lo artístico, que nadie pueda decir que, de una forma u otra, me limito a propagar lo que otros quieren), pero creo que esa es nuestra labor, transmitir las sensaciones experimentadas, explicarnos como lectores (en el caso que hoy nos ocupa), tender puentes hacia aquellos que también lo han probado, tal vez invitar a adentrarse en un universo literario o a abandonarlo (o ni siquiera intentarlo, depende del grado de complicidad que hayamos desarrollado con alguien y de lo que la experiencia nos dicta). Y todo viene por varios comentarios que he leído o escuchado aquí y allá al hilo de la concesión del Premio Cervantes 2016 a Eduardo Mendoza, recrudecidos y aumentados en el momento en que aceptó el galardón en la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 20 de abril, especialmente hirientes aquellos que, simplemente, decretan que no merece tal distinción y se lanzan a enumerar a otros que para ellos hubiesen debido ser laureados, estableciendo jerarquías, haciendo pasar su querencia o predilección por baremo suficiente, mezclando churras con merinas (cada uno de nosotros lleva dentro un jurado, pero solemos recriminar a éste aquello en lo que caemos, es decir, ¿por qué Mendoza sí y no sé quién no? Más allá de los gustos de cada uno, ¿cómo comparar y escoger, así sin más, en bloque, entre el premiado este año y, por ejemplo, Fernando del Paso, su antecesor en tal honor?); hay quien se limita a unas frases rotundas y ya está, no explican sus razones (si las tienen), tan sólo resulta que fulano es muy superior a esta medianía “que no es para tanto” (y se habla de esa gloria literaria que uno no tiene claro qué es -por fortuna, así seguimos leyendo y descubriendo, asombrándonos, emocionándonos, sin obligaciones ni tributos que pagar- ni mucho menos cómo se mide), hay quien se pone a disertar con frases rimbombantes cogidas aquí y allá (también hay, por supuesto, quien es capaz de justificar y defender su postura con soltura y acierto e incluso brillantez -aunque no se comparta su argumentación o se pueda esgrimir una contraria-), ahorcándose en su propia soga porque dejan al descubierto su verdadera intención, la de creerse superiores (y algunos no tiene recato en decirlo bien alto) porque leen a autores “de mayor nivel”, se supone que de mayor calado, de más hondura, de raíz puramente literaria (¿No venimos todos del Cantar de Mío Cid? ¿Hay algo más popular y extendido que eso? ¿No es esa, ya que nos ponemos, la raíz? ¿Sólo la hay si nos ponemos exquisitos, culteranos, elitistas, si nos dirigimos a “lectores inteligentes”?).
   Eduardo Mendoza tiene un defecto para muchos, vende demasiado, gusta a los jóvenes, escribe novelas ligeras (la mayoría tienen varias capas, cada cual puede quedarse en la que le satisfaga, pero lo que prevalece es el tono irónico, burlón, a ratos sardónico, el noble deseo de que el lector se lo pase bien, suelte algunas carcajadas muy sonoras), es muy conocido, es cercano, amistoso, no se da importancia y es lo que tantos aprovechan para quitársela. Una escritura sencilla y limpia, de fácil acceso, no implica que no esté elaborada (todo lo contrario) o que el contenido sea simple, al margen de que Mendoza alterna obras de evasión con textos poliédricos y trabajados con mimo de orfebre, de hecho su debut (su esplendoroso debut) fue La verdad sobre el caso Savolta, un libro que estudiamos en la Universidad hace ya un porrón de años, su título más emblemático es La ciudad de los prodigios, incluso a la hora de hacerse con el Planeta dejó de lado a su detective sin nombre para ofrecernos Riña de gatos. Madrid 1936, El año del diluvio es una joyita, una pieza de cámara que puede leerse como un folletín (aunque breve) y que actúa en el lector a ritmo pausado, tampoco llego a comprender por qué ese desprecio hacia la serie inaugurada con El misterio de la cripta embrujada, cuando esta jocosa novela y su secuela, El laberinto de las aceitunas, ganaron muchos lectores para la causa en mis años de bachiller (efecto similar al que consiguió después Sin noticias de Gurb). Podría caer en el mismo vicio que otros y citar unos cuantos nombres de gentes que no me gustaría ver galardonados en sucesivas ediciones, autores con los que he bostezado, me he hartado, he tenido incluso que leer cómo voces consideradas autorizadas se burlaban de aquellos que reconocían sin apuros no haber sido capaces de terminar este libro o aquel, escritores que no me transmiten más que hastío, poseedores de un vocabulario inagotable al que olvidan dotar de emociones (o son incapaces de hacerlo, no sé), pero no, prefiero emparentar a Eduardo Mendoza con Elena Poniatowska, Ana María Matute, Francisco Umbral, Torrente Ballester, Sánchez Ferlosio, Ernesto Sábato, Juan Marsé, Rafael Alberti, Buero Vallejo, Miguel Delibes, claro que en el listado de Premios Cervantes quitaría a algunos para poner a otros, que hay autores que me entusiasman sólo por algunas de sus obras (tengo, por ejemplo y por no salirnos de Mendoza, un recuerdo muy etéreo y no demasiado satisfactorio de La isla inaudita, Una comedia ligera me resultó fallida en algunos tramos), por supuesto que en ocasiones no he aplaudido la decisión del jurado, pero, al menos conscientemente, jamás he atacado a los lectores de esos escritores (incluso a esos que, ejerciendo la crítica -o pretendiéndolo, incluso fingiéndolo-, acarician lomos, doran píldoras y vuelven a las mismas frases hechas para palmear con -aparente- convicción). Hay muchas razones personales (algunas han quedado expuestas) por las que uno se sintió satisfecho por el Cervantes concedido a Eduardo Mendoza, aún más al escuchar un discurso tan vívido, divertido y evocador que abrió aún más el apetito para, por fin, lanzarse de una vez por todas a la maravillosa y demasiado postergada aventura de releer Don Quijote de La Mancha, un libro en las antípodas de tantos que hoy en día se glorifican y consideran dignos de premio (de hecho, si les dejasen, el cura y el barbero lo arrojarían a las llamas y, por lo tanto, ellos mismos dejarían de existir). Perdón por haber ocupado tanto espacio, les dejo con Eduardo Mendoza:
   “No creo equivocarme si digo que la posición que ocupo, aquí, en este mismo momento, es envidiable para todo el mundo, excepto para mí. Han transcurrido varios meses desde que me llamó el señor Ministro para comunicarme que me había sido concedido el premio Cervantes y todavía no sé cómo debo reaccionar. Espero no haber quedado mal entonces, ni quedar mal ahora, ni en el futuro. Porque un premio de esta importancia, tanto por lo que representa como por las personas que lo han recibido a lo largo de los años, no es fácil de asimilar adecuadamente, sin orgullo ni modestia. No peco de insincero al decir que nunca esperé recibirlo.
   En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya veo que me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia. Pero no soy yo quien ha de explicar las razones del jurado ni menos aún justificar su decisión. Tan sólo expresarle mi más profundo agradecimiento y decirles, plagiando una frase ajena, que me considero un invitado entre los grandes. En el acta que nos acaba de ser leída, se me honra mencionando mi vinculación con la obra de Cervantes. Es una vinculación que admito con especial satisfacción. He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector. Pero en mi memoria quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me gustaría recordar.
   Leí por primera vez el Quijote por obligación, en la escuela. En algún sitio he leído que la presencia obligatoria del Quijote en la enseñanza no pasa de ser una leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla tiene su excepción. En nuestro copioso surtido de planes de enseñanza, hubo, tiempo atrás, un curso llamado preuniversitario, coloquialmente “el preu”, cuyo programa era monográfico, es decir: un solo tema por cada materia. A los que hicimos preuniversitario el año académico de 1959/60 nos tocó leer y comentar el Quijote, tanto a los que habíamos optado por el bachillerato de letras como por el de ciencias. A diferencia de lo que ocurre hoy, en la enseñanza de aquella época prevalecía la educación humanística, en detrimento del conocimiento científico, de conformidad con el lema entonces vigente: que inventen ellos. Las cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora piso se llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está, se llama Geografía. Del mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo. El colegio donde se encontraba esta clase era un edificio vetusto, de ladrillo oscuro, frío en invierno, en una Barcelona muy distinta de la que es hoy. Por las ventanas se veían las cuatro torres de la Sagrada Familia tal como las dejó Gaudí, negras de hollín y felizmente dejadas de la mano de Dios. En la clase de Literatura nos enseñaban algunas cosas que luego no me han servido de mucho, pero que me gustó aprender y me gusta recordar. Por ejemplo, la diferencia entre sinécdoque, metonimia y epanadiplosis. O que un soneto es una composición de catorce versos a la que siempre le sobran diez. Y allí, contra aquel fiero rebaño compuesto por treinta adolescentes sin chicas que era la clase del Hermano Anselmo, arremetió lanza en ristre don Alonso Quijano el Bueno, no sé si en la edición de Riquer o en la de Zamora Vicente para la lectura, y en la desmesurada edición de Rodríguez Marín para ir por nota. Porque de esto hace mucho y el Profesor don Francisco Rico aún no había alcanzado el uso de razón.
   La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra imaginación literaria se nutría de El Coyote y Hazañas Bélicas y las sesiones dobles del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el Siglo de Oro, francamente, no. Hay que decir, en nuestro descargo, que en aquellos años, que Juan Marsé llamó de incienso y plomo, la figura de don Quijote había sido secuestrada por la retórica oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra raza y el adalid de un imperio de fanfarria y cartón piedra. También, solo o con Sancho, a pie o a caballo, se vendía a la gruesa en estaciones y aeropuertos, y en muchos hogares estaba presente como cenicero, pisapapeles o apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un aspirante a superhéroe. Pero entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y a obedecer. Tampoco nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y con el mismo entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una tortura dividida en dos partes. Como es de suponer, de inmediato y casi contra mi voluntad me rendí a su encanto. Curiosamente, lo que me fascinó entonces no fue la figura de don Quijote, ni sus empresas y sus infortunios, sino el lenguaje cervantino. Desde niño yo quería ser escritor. Pero hasta ese momento los resultados no se correspondían ni con el entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas son árboles con muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en escribir, pero no sabía ni cómo ni sobre qué.
   La lectura del Quijote fue un bálsamo y una revelación. De Cervantes aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con claridad, sencillez, musicalidad y elegancia: “Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas y, sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que ellas hallaron”. No se puede dar una información más expresiva con palabras más sencillas y una sintaxis más limpia. Cuál no sería mi entusiasmo que traté de compartirlo con mi padre, hombre aficionado a la literatura. Mi padre me escuchó y me respondió que sí, que bueno, pero que era mejor Lope de Vega. Hasta en eso teníamos que disentir.
   Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más tarde. Yo ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto. Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca una voz propia. Como tenía otros modelos literarios, de mayor graduación alcohólica, por decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka, Proust y Joyce), en esa ocasión me atrajo sobre todo el Caballero de la Triste Figura, su tenacidad y su arrojo. Porque, salvando todas las distancias, yo aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr mundo, tener amores imposibles y deshacer entuertos. Algo conseguí de lo primero; en lo segundo me llevé bastantes chascos, y en lugar de deshacer entuertos, causé algunos, más por irreflexión que por mala voluntad. Tampoco a don Quijote le salen bien las cosas. También él se equivoca en el planteamiento. Cree seguir las normas de la Caballería andante pero es un hijo de Erasmo y de la Reforma. Para él no son las leyes humanas o divinas las que determinan su conducta, sino la ética personal. Cree defender a los débiles pero defiende a los rebeldes y a los que luchan por la libertad, aunque sean delincuentes. Antepone sus deseos a la realidad, y es, en definitiva, el paradigma del idealismo desencaminado, si esta expresión no es una redundancia. Poco importa, porque “la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer malicia alguna”. Y por eso me gustaba. Porque si Cervantes es hijo de Erasmo, yo era hijo del Romanticismo, y no me atraían los héroes épicos sino los héroes trágicos. Un héroe épico se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie.
   La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que nuestro código civil llama “un buen padre de familia”. Cuando emprendí esta nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja. Como don Quijote, había recibido algunos palos, ni muchos ni muy fuertes. Como Sancho Panza, me había apeado muchas veces del burro. Pero había conseguido publicar algunos libros que habían recibido un trato benévolo de la crítica y una buena acogida del público. Hago un paréntesis para decir que, sin quitarme el mérito que me pueda corresponder, mucho debo al apoyo y, sobre todo, al cariño de algunas personas. Y creo que sería injusto silenciar, a este respecto, la contribución especial de dos personas a mi carrera literaria. Una es Pere Gimferrer, que me dio la primera oportunidad y es mi editor vitalicio y mi amigo incondicional. La otra es, por supuesto, Carmen Balcells, cuya ausencia empaña la alegría de este acto. En aquella tercera lectura del Quijote, descubrí y admiré el humor que preside la novela. Lo que digo puede parecer una obviedad, pero a mi juicio no lo es. Cuando el Quijote vio la luz sin duda fue recibido y leído como un libro cómico. Pero los tiempos cambian y aunque el humor es el mismo, nuestra percepción de lo cómico ha cambiado. En este sentido, en la actualidad el Quijote ha perdido buena parte de su comicidad. Visto desde mi perspectiva, los episodios jocosos no son muchos ni muy variados. Hay alguno espléndido, como el de los molinos de viento, pero el resto repiten un patrón convencional: confusión y paliza. Una parodia del estilo artificioso de las novelas de caballerías y varias intervenciones divertidas de Sancho completan el panorama. Nada de esto desmerecía a mis ojos la calidad de la obra ni rebajaba mi admiración, pero así pensaba yo. Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma. Es precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de relación secreta. Una relación que se establece por medio del libro, pero fuera del libro, y que a partir de ese momento constituirá la esencia de lo que denominamos la novela moderna. Una forma de escritura en la cual el lector no disfruta tanto de la intriga propia del relato como de la compañía de la persona que lo ha escrito.
   Aunque raro es el año en que no vuelva a picotear en el Quijote, con la única finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el ánimo, lo cierto es que no lo había vuelto a releer de un tirón, hasta que la cordial e inesperada llamada del señor Ministro me notificó que me había sido concedido este premio, y por añadidura en el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las cosas, pensé que tenía el deber moral y la excusa perfecta para volver, literalmente, a las andadas. En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos generales, satisfecho de la vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad. Sin embargo, cuando se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar. En lecturas anteriores yo había seguido al caballero y a su escudero tratando de adivinar la dirección que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y sin que en ello interviniera de ningún modo la melancolía, me encontré acompañando al caballero en su camino de vuelta a un lugar de la Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a menudo lo hayamos intentado. Alguna vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si fingía estarlo para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada en sí misma. Aunque ésta es una incógnita que nunca despejaremos, mi conclusión es que don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está, y también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencia, le dejarán hacer cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo. Pero en una cosa le llevo ventaja a don Quijote: en que yo soy de verdad y él un personaje de ficción.
   Una novela es lo que es: ni la verdad ni la mentira. El que lee una obra de ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo, va peor. Hoy esto es de conocimiento general. Pero el Quijote es la primera novela moderna y el pobre don Quijote no ha tenido tiempo de asimilar los cambios que él mismo trae al mundo. Al contrario, él es el primer caso certificado de lector demasiado crédulo. No es raro que se haga un lío. Y así va, hasta que un mal día, en la misma ciudad de Barcelona, donde yo habría de descubrirlo unos cuantos siglos más tarde, don Quijote visita una imprenta y allí descubre que en realidad es el protagonista de una novela. Y como ya no sabe qué hacer a continuación, da media vuelta y regresa a casa. Lo que tampoco sabe es que su breve periplo, de poco más de un mes, no ha sido en balde. Todo personaje de ficción es transversal. Va de lector en lector, sin detenerse en ninguno. Eso mismo hace don Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los personajes del libro están donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso y atraviesa fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño trastorno, pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don Quijote, hidalgos, venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en la fosa común de la 9 antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy están aquí, con nosotros, tan reales como nosotros mismos y, en algunos casos, quizás un poco más.
   Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno, aunque no necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del tiempo, la consuman y la recuerden sin pensar, como los insectos que polinizan sin saber que lo hacen. Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos confusos e inciertos. No me refiero a la política y la economía. Ahí los tiempos siempre son inciertos, porque somos una especie atolondrada y agresiva y quizá mala, si hubiera otra especie con la que nos pudiéramos comparar. La incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco, ni traumático.
   En este sentido, ahora que los dos vamos de vuelta a casa, me gustaría discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí que los hay, pero son otros pájaros. Ocasiones como la presente entrañan para el premiado un riesgo inverso al que corrió don Quijote: creerse protagonista de un relato más bonito que la realidad. Prometo hacer todo lo posible para que no me ocurra tal cosa. Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad. La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo. Es un peligro que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiendo una palabra tras otra, con mimo y con afán y con la esperanza de que al final algo parezca tener sentido. La tecnología ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla.
   Por lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece recordatorios de su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña, cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el español… En su momento, esta anécdota nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha disipado. Porque comprendí que habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja. Y aquí termino, repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este premio con profunda gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que siempre he sido: Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores. Muchas gracias.”