jueves, 23 de marzo de 2017

A ESE SIMIO CON CUERPO DE HOMBRE



  


 A buen seguro, habrá lectores que, sólo por el título de este texto, sabrán sobre qué voy a hablar, identificarán la canción a la que parafraseo y, por lo tanto, no les sorprenderá en absoluto el asunto central (bueno, es mi intención que lo sea, aunque ya conocen mi tendencia a perderme por los cerros de Úbeda y otros aún más lejanos); me encantaría que eso sucediese porque, de alguna manera, sería un homenaje, la constatación de que aún somos muchos los que conocemos, recordamos, mantenemos viva la obra de una espléndida cantautora a la que nunca, ni en su momento de máximo reconocimiento y triunfo, se le ha hecho la justicia debida por la calidad de sus composiciones, la pertinencia, osadía, ironía y belleza de sus letras, una personalidad, una artista que debería ser de referencia, es decir, Mari Trini. Y podemos jugar con aquellos que ni tan siquiera puedan apuntar el título de la canción (aunque habrá también quien desentrañe la adivinanza antes de ser formulada porque conozcan la obra que, una vez más, vamos a recomendar y celebrar o, al menos, la hayan reconocido por la fotografía -la poderosa fotografía de David Semuret- que hay un poco más arriba), igual que hacía ella cuando empezaba a decir “a ese hombre, mitad muchacho, que cuando habla se parece a un pavo real ni se te ocurra hacerle daño porque él no entiende la diferencia entre el bien y el mal”… ¿Saben de quién está hablando? Seguro que la segunda estrofa lo pone un poco más fácil: “A ese hombre ilusionado que la manzana tan prohibida fue a buscar que nadie intente hoy criticarlo, pues su pecado nos ha traído algo original. Estoy hablando de…” ¡Adán, efectivamente! Y el estribillo era un puro grito de júbilo y reivindicación al afirmar “por eso ahora me pronuncio, te anuncio y denuncio que, de él, no me separo ni a tiros, de verdad”, con esa sencillez, con ese lenguaje cotidiano y de la calle que Mari Trini sabía aderezar con la poesía para alumbrar himnos irrepetibles como Te amaré, te amo y te querré, Amores, Ayúdala o este A ese hombre, tema menos conocido que otros aunque sonó mucho en los primeros años 80 cuando la compositora era tremendamente popular y contaba con una legión de seguidores que, por desgracia, olvidaron muy pronto su obra y se acostumbraron a vivir sin su música más allá de algún arranque de nostalgia esporádico y efímero.
   Y Adán es el único protagonista de Eva ha muerto, la función escrita y dirigida por César Augusto Cair sobre la que escribimos en diciembre de 2013 cuando tuvimos ocasión de asistir a una representación de la misma, la que luego repetimos tiempo después, la que ha podido verse en Nave 73 todos los miércoles de marzo (aún hay posibilidad de acercarse a la sala el próximo 29, ojalá alguien me rectificase y se anunciaran nuevas fechas, allí o en otro lugar). En esta cuarta temporada, el espectáculo ha sufrido transformaciones muy significativas que han potenciado sus virtudes y hecho aflorar otras que estaban agazapadas o inutilizadas al quedar un tanto encajonada en espacios escénicos que no merecen ese nombre, a no ser que lo que en ellos se ofrece haya nacido teniéndolos en mente durante el proceso creativo. El profundo espacio vacío que se ofrece en esta ocasión a los espectadores mientras van ocupando sus asientos es muy amplio, invita a imaginar, ofrece infinidad de posibilidades, iluminado con acierto e intención sólo en el centro (¡Bravo una vez más, Ángel Salamanca!) convoca penumbras, produce oscuridad, es insondable, desértico, desolador, diríase apocalíptico por más que estemos en el edén, en ese paraíso cuyo nombre sólo entendemos (y anhelamos) porque conocemos su revés, su antónimo, su cruz, su castigo, su ausencia. Y ahí, en ese aspecto que pudiera parecer meramente lingüístico, en la más pura semántica, es donde Eva ha muerto comienza a tomar cuerpo (nunca mejor dicho), donde el impresionante escritor que es César Augusto Cair hunde las raíces de un texto que es un auténtico logro porque no deja nada al descuido, porque prima su carácter escrito, es decir, su aliento poético, se recrea en frases para leer, releer, asimilar, analizar, con las que dialogar muy íntimamente, pero son frases nacidas para ser dichas en voz alta, para ser interpretadas, para llegar hasta el receptor oralmente, y el autor jamás pierde de vista este detalle (primordial, pero a muchos considerados dramaturgos -bueno, técnicamente lo son, es cierto- parece traerles sin cuidado -también a ciertos guionistas-). Y Cair hace reflexionar a Adán tal y como podríamos hacerlo cada uno de nosotros (y, aunque fuese para llegar a conclusiones opuestas, deberíamos hacerlo: no dar nada por hecho o aceptado sin más, huir del dogma pero no de la evidencia -o de la falta de la misma, si se quiere-), descubriéndolo todo, nombrándolo o viviéndolo por primera vez, plenamente original (en sus diferentes acepciones, poniendo hincapié en lo de “perteneciente o relativo al origen” pero sin perder de vista lo de “que ha servido como modelo para hacer otro u otros iguales a él” y también aquello de “que tiene, en sí o en sus obras o comportamiento, carácter de novedad” -las comillas indican que son citas literales del DRAE-), Adán inaugurando la dicotomía, por eso hay un árbol que presenta una dualidad y otorga el conocimiento de la misma, el Creador necesita de ella para que su obra tenga sentido, para regir los destinos de sus criaturas, para seguir siendo superior, sólo conociendo la diferencia entre el bien y el mal (esa que, bien lo señalaba Mari Trini, no necesitaba el Adán original) aparece el concepto de “pecado” y por lo tanto de “penitencia”, artimaña un tanto artera (dicho sea sin pretender ofender) porque el paraíso está viciado de origen al incluir la tentación y, por lo tanto, posibilitar el desmoronamiento de lo idílico (que, se repetirá las veces que haga falta, se designa y comprende así como contraposición a lo que no resulta tal -y para ello, obviamente, hay que conocer las dos caras de la moneda-).
   Y este talante dialogante (en contra de lo que muchos quieren pensar sin molestarse en profundizar, sin preocuparse por conocer, viviendo a la defensiva -en gran parte porque son conscientes de los argumentos endebles, si pueden ser considerados así, que enarbolan cuando se discuten estas y otras cuestiones-) es el que mueve a César Augusto Cair a colocarnos frente al espejo, frente a nosotros mismos, frente a aquella bestia elegida, frente a aquel primate que puso nombre a los otros animales y era capaz de comunicarse con su Creador hablando el mismo idioma, diálogo aún más patente y remarcado en esta nueva puesta en escena ya que Iván Hermes, el nuevo Adán, es mucho más simio que sus predecesores, a ratos farfulla, gruñe, camina a cuatro patas, es decir, el creacionismo y la teoría de la evolución conviven sin tensiones en esta puesta en escena gracias al impactante y magnífico de un actor que interpreta con cada músculo, con las manos que a ratos son garras y en otros pezuñas, desplegando un poderío físico que impone e incluso acogota, transformándose en cuestión de segundos en un hombre enamorado, es decir, humanizándose por ese sentimiento puro, prístino, no inducido que le faculta para erguirse y hablar. Asistir al modo en que Iván Hermes dulcifica su voz, su mirada, su cuerpo, ser testigo de su metamorfosis es absolutamente emocionante, sus ojos descubren a la mujer y, sin solución de continuidad, empiezan a hacer realidad el amor, concepto inexistente hasta el momento, es un prodigio cómo un texto que posee un aliento (un vendaval) tan puro y primigenio cobra vida con esa rotundidad gracias a un intérprete que lo asume hasta las últimas consecuencias, es maravilloso cómo el director y el dramaturgo que conviven en César Augusto Cair se complementan a la perfección para que cada pieza encaje en el lugar idóneo y las palabras iluminen (y golpeen y conmuevan y provoquen y estimulen y nos inviten a meditar -y nos quedemos con ellas-) mientras se crea la atmósfera perfecta para que lo paradisíaco no lo parezca tanto y, de repente, se produzca la epifanía (y también estalle el dolor). Mari Trini concluía su canción dirigiéndose “a ese niño con cuerpo de hombre” y rogando/exigiendo “que nadie intente destruir su integridad”, porque así fue creado (o generado o evolucionado), en esas cosas uno es bastante seguidor de Rousseau (al menos, en lo referente a la naturaleza de los humanos, lo de las corrupciones es más complejo), gracias a Eva ha muerto viajamos hasta el origen, seguimos haciéndonos preguntas, nos mantenemos en constante evolución. ¡Que este simio fieramente humano (hoy estoy reconstruyendo frases de todo el mundo) siga mucho tiempo en los escenarios!