jueves, 30 de marzo de 2017

ENVIAR UN EMAIL A CUBA (O NO)







   Puede que, de una forma u otra, tenga un pequeño trauma dando vueltas desde aquel momento que sigo sin ser capaz de calificar (ningún adjetivo puede resumir con precisión lo experimentado) aunque sucedió hace ya veintisiete años cuando cursaba segundo curso de Periodismo, cuando aquella excelsa profesora (si no se percibe la ironía, vaya aquí la acotación necesaria para leer la frase con el tono pertinente, con la rebaba con que la escribo) que impartía Redacción Periodística, la ínclita (remítanse al paréntesis anterior) Celia Forneas, decidió adentrarnos en los secretos de la entrevista y no encontró mejor modo de hacerlo que ponerse como ejemplo: “ayer mismo tuve que hacer una entrevista, ¿qué diréis que fue lo primero que hice?”, lanzó a la concurrida clase con su ñoñería habitual, siempre risueña y cordial aunque a la hora de la verdad fuese estricta, abrupta e incluso cruel, se escucharon respuestas variadas, más o menos todos coincidíamos en que habría que indagar sobre el personaje (cuando no había Internet, por cierto), tener claro el asunto por el que se le entrevistaba, se escuchó la palabra “documentación”, ella frenó en seco los aportes al decir con rotundidad y llena de satisfacción “fui a la peluquería”, prometo que nuestro estupor fue en aumento sólo debido a su posterior explicación sobre lo necesario del aseo personal (dando a entender que se refería exclusivamente a esas ocasiones en que ibas a entrevistarte con alguien -no quedando claro si daba por sabido lo de la higiene para el resto o importándole ésta un ardite más allá de las lides propias del oficio-) y no porque el casco lleno de laca que coronaba su cabeza (difícil llamarlo cabello) fuese el de todos los días, masa compacta que tenía movimiento propio (al menos, un ligero temblor) cuando se movía de acá para allá contando sus cositas (lo que ella entendía por dar clase, método o ausencia del mismo que siguió utilizando, puesto que conocí a alguno de sus alumnos posteriores y, con la salvedad de que a veces decía “lo primero para ir bien preparado a una entrevista es haber hecho pipí y lo que se tercie”, repetía las mismas sandeces). Como digo, no sé si debido a esto, lo de preparar un cuestionario es algo que se me resiste, sobre todo tras tantos años de radio, conversando en directo (o grabando del tirón), intentando mantener la frescura y espontaneidad de una charla amigable (incluso cuando el interlocutor no está por la labor o es parco en palabras), por supuesto que busco, rebusco, recuerdo, me informo, tiro de hemeroteca, de conocimiento previo, de mi propia experiencia como espectador, leo el libro si ese es el punto de partida, veo la función o la película si se trata de alguien que viene a presentar una cosa o la otra, tengo a gala hacer los deberes lo mejor posible antes de ponerme frente a la persona a entrevistar, incluso aunque sean unos pocos minutos, llevo muy interiorizado lo que quiero preguntar, intento mantener los reflejos lo más ágiles posibles para ir encontrando otros caminos a partir de las palabras que van brotando y eso sólo es posible cuando has recopilado el triple de los datos que podrás utilizar, tal vez por todo eso mezclado, porque no me gusta tener demasiados papeles encima de la mesa, porque me gusta mirar a los ojos a los demás, el caso es, como digo, que tener que redactar un cuestionario se me antoja complicado, en gran parte porque bien saben los fieles mi propensión a irme por las ramas, mucho más acusada cuando hablo, incluso aunque vaya al grano mis preguntas son largas, sin lo gestual pueden parecer sin sentido, pierden muchos matices si puedo formularlas de viva voz, siempre me parece que, como poco, debo resultar absurdo cuando envío un documento con algunos interrogantes o comentarios con puntos suspensivos que buscan réplica (y me siento frustrado cuando se me ocurren varias cuestiones al hilo de ésta pero, obviamente, no puedo replantear la pregunta o añadir otras que minimicen mi torpeza o falta de inteligibilidad).
   Pero si la autora está lejos y, por el momento, no va a venir por Madrid, si su obra te interesa y provoca, si te proponen enviar un correo electrónico a Cuba, cómo resistirte a ello, cómo no sentir que estás superando un muro, esquivando la censura, burlando un bloqueo, aunque muy pronto caigas en la cuenta de que nadie ha dicho que eso vaya a suceder, sólo que puedes contactar con una escritora cubana a través de un email, que lo demás lo has imaginado tú al dejar de escuchar y leer todos los datos que te han proporcionado, que Legna Rodríguez Iglesias vive en Miami, pero ese detalle es tan sólo eso, una minucia que olvidas cuando comienzas a leerla, su voz es plenamente cubana y, sobre todo, muy personal, libérrima, descacharrante, sorprendente, refrescante, a ratos puede parecer críptica pero esa característica señala su impactante factura en forma y fondo, se abre en canal y sin condiciones para que cada lector habite e interprete sus palabras como considere, no hay límites ni uniformidades, lo más visceral y particular se transforma sin excesos ni metamorfosis escandalosas, sin artificios ni artefactos ilegibles y carentes de emociones, en universal, en un discurso, en una realidad (o varias) que a todos compete o puede hacerlo. Así que, tras pasarlo como un enano con Mi novia preferida fue un bulldog francés que Alfaguara publicó en España el pasado febrero, ¿cómo rechazar la invitación para escribir a Legna Rodríguez Iglesias? Lo malo es que su libro (¿Colección de relatos? ¿Novela deconstruida? ¿Narración fragmentada? ¿Por qué ese vicio racionalista que nos lleva a querer poner nombre a lo que, simplemente, hay que experimentar y vivir -quien lo pruebe sabrá lo que es en el plano emocional, lo colocará en el lugar preciso de su memoria lectora y eso es lo que cuenta y lo que queda-?), decía que, más allá de mis dudas y temores habituales al encarar un compromiso así, en esta ocasión concreta me parecía que la tarea era si cabe más titánica puesto que el libro de Legna da para pensar, considerar, apostillar, analizar, meditar, conversar, lo sigue dando tiempo después de la lectura y, por lo tanto, me veía (me vi) incapaz de resumir la catarata de sensaciones provocadas en unas cuantas preguntas cerradas, sin posibilidad de ir bifurcando la conversación, teniendo que llegar a puntos finales demasiado bruscos al no poder añadir nuevos párrafos, quedándome en la superficie. Para colmo (como era fácil intuir), las respuestas de la escritora tienen la misma brillantez que sus textos, abren nuevas vías, motivan nuevas cuestiones, me dejan con la sensación de haber hecho el trabajo a medias, cómo se añora y desea una buena conversación en estas ocasiones, qué espléndida conversadora debe ser Legna Rodríguez Iglesias, certera, punzante, chispeante, abracadabrante como su escritura, esa capaz de contar una historia y sugerir interpretaciones diversas en pocas palabras, sirva como ejemplo el comienzo del volumen: “Mi novia preferida fue un bulldog francés: respondía a mis regaños orinándose”. Estas sentencias, a modo de microrrelatos, van sirviendo como nexo de unión entre los quince capítulos en que se divide el libro, son una forma de presentarlos y, sobre todo, de dar unidad a lo que, en palabras del bulldog que se transforma en narrador en la última historia, se ideó como “quince cuentos en primera persona para que el lector se sintiera más cercano al texto. Y todo alrededor de mí. Sobre mí. Hasta ahora va bien, este es el último texto, el número quince, pero ni rastro de mí por ninguna parte”. Eso mismo quiero procurar yo ahora, desaparecer, dejarles con la escritora, que sus respuestas sirvan como el mejor acicate para animarse a leerla (sólo intervendré si creo necesario desbrozar lo que puede ser un lenguaje restringido por mi parte, incomprensible para los que todavía son futuros lectores de Legna Rodríguez Iglesias):
   1.- Parece inevitable, aunque suponga caer en el estereotipo y muy posiblemente en el prejuicio, que el lector enfrente cualquier texto relacionado con Cuba bajo un prisma político, más aún cuando lo firma una persona nacida allí. ¿Se siente, digámoslo así, esta presión a la hora de crear, es decir, hay en cada historia, más o menos conscientemente, una intención política -en parte, repetimos, porque el público parece esperarlo-?
        No porque el público lo espere. Pienso que cualquier texto literario que relate aspectos de la sociedad tendrá siempre una repercusión política. En mi caso no siento presión al escribir desde ningún ángulo. La presión tal vez viene después, a la hora de enfrentar a los lectores y sus interpretaciones, que forman parte de una subjetividad también lógica. Escribo libremente sobre lo que me rodea, y si me incomoda, escribo más. 
   2.- ¿Cuál fue el punto de partida de un libro de cuentos tan magníficamente armado, historias que pueden comprenderse en sí mismas pero que, leídas en orden, conforman una unidad compacta e incorporan otros significados?
       Gracias, gracias. Yo había terminado un libro de poesía signado por una frialdad aparente, con fragmentos de Corrección, una novela preciosa de Thomas Bernhard. Luego, como casi siempre, sentí un enorme deseo de escribir algo bien narrativo. Aún no había escrito sobre la muerte estúpida de mi abuelo [La primera narración del volumen, Política, recoge la voz de alguien que se presenta “morí seis meses después de haber cumplido noventa años”], y vivía sola con un pequeño cachorro. Me pareció una situación metafórica que representaba algo muy social: una pérdida de valores. Así empezó. 
   3.- Cada historia se apoya en la frase que la precede (“frases ingeniosas que (…) se le ocurren con frecuencia y que escribe en su estado de Facebook”, según el bulldog francés), todas juntas crean la columna vertebral de la narración, en algunos casos son magníficos ejemplos de microrrelatos al más puro estilo Monterroso. ¿Estaban en el origen o fueron apareciendo como piezas sueltas que, al final, encontraron su lugar en el conjunto?
       Desde el origen. Yo quería respirar, puesto que lo referido en cada relato o capítulo, me provocaría, sobre todo a mí, falta de aire. Esas frases son un alto en la dramaturgia del libro. Introducen el siguiente texto o simplemente distraen el discurso narrativo. 
   4.- Debo confesar mi predilección por la sentencia relativa a los sentimientos y las hemorroides [“Sentimientos y hemorroides: cuando les da por salir al exterior lo más aconsejable es hacer reposo”], aunque sin la salida al exterior de los primeros no tendríamos literatura, ¿no? -aunque a muchos escritores les convendría ponerlos en reposo antes de lanzarse al teclado, dicho sea sin acritud-
       Los sentimientos son cruciales. Sin embargo, no son ellos quienes rigen un texto literario. Las hemorroides, tal vez, más físicas y más humanas, están más cerca de la exclamación. Lo que quiero decir es que tienes razón, pero no basta. [no me negarán que esta respuesta pide a gritos otras preguntas y, a buen seguro, unas cuantas carcajadas cómplices -y dejar de sufrir en silencio-]
   5.- Escribe poesía, cuentos, teatro, novelas… ¿Ha elegido ser versátil o han sido las diferentes historias las que han reclamado un género u otro? (Todo teniendo en cuenta que usted ha declarado “no evito nada cuando escribo, ni temas ni frases. Escribo lo que me da la gana, como me da la gana y cuando me da la gana”)
       Me interesan los géneros para retorcerlos, ellos son solo eso, formas. Me esfuerzo mucho para dominarlos. Estoy orgullosa de usarlos, incluso cuando los uso mal. Pero los géneros no me quitan el sueño. Lo que me quita el sueño es la historia, eso que quiero denunciar a través de la literatura. A veces solo quiero jugar, y ese juego es suficiente para no dormir.
   6.- Usted reivindica la ironía, difícil de distinguir del humor, incluso declara que a veces los confunde, aunque este libro demuestra que conoce (y utiliza) a la perfección los resortes de la primera, haciéndonos sonreír y asentir con frases aparentemente inocentes que se quedan dando vueltas en nuestra cabeza.
       Sí. Soy irónica escribiendo, y también ingenua. Me gusta.
   7.- Le tiene sin cuidado la semejanza con hechos reales [Así de rotunda lo escribe, justo en el lugar que suele ocupar una dedicatoria: “Cualquier semejanza con hechos reales pueden echarme la culpa a mí. Me tiene sin cuidado”} y hace bien, en ocasiones es el lector el que establece esos parecidos a partir de sus experiencias; pero, más allá de esto, ¿hay muchos hechos reales convocados o utilizados como punto de partida? ¿O, si los hay, se le han colado en el proceso de escritura, sin premeditación?
       Mis libros no forman parte de un inconsciente. Soy neurótica y obsesiva con ellos, y sé lo que quiero escribir al empezar cada proyecto. Me interesa el aspecto biográfico de la literatura. Ese carácter documental que también forma parte de la ficción.  
   8.- Una escritora no es responsable de las etiquetas que otros acuñan o de los adjetivos que se utilizan para aplaudir su obra; dicho lo cual, ¿cómo se siente cuando se refieren a usted como el “tsunami Legna”?
       Imagínate. Es un fenómeno natural que puede acabar con una gran extensión geográfica. Traspolado a la literatura es un halago. Ojalá lo sea en serio, y en un sentido crítico. 
   9.- El bulldog francés, si hay que creerle, cuenta que usted “es muy amiga de escribir dos o tres libros al mismo tiempo, empieza un proyecto un día, se le ocurre otro proyecto, lo empieza también, y no para hasta que ambos estén terminados”. ¿Es realmente así su ritmo de trabajo?
      Sí. Es delirante y neurótico. Y nunca complaciente. Solo he sido disciplinada en eso... y en darle comida y agua a mis perros.
    10.- Sea cual sea la respuesta anterior, y si no lo ha anticipado en la misma, ¿puede adelantar, hasta donde quiera y/o pueda contar, en qué anda trabajando en estos momentos?
   Terminé una novela 19 minutos antes de que dieran el resultado (obvio) de las elecciones en EEUU, y eso sigo corrigiéndolo, a ratos. Estoy escribiendo un nuevo libro de poemas y algo que podría ser otra novela más. También he estado redactando respuestas de entrevistas. [Menos mal que era la última cuestión que le envié, así no me siento culpable por haberla alejado de la creación por más tiempo]

jueves, 23 de marzo de 2017

A ESE SIMIO CON CUERPO DE HOMBRE



  


 A buen seguro, habrá lectores que, sólo por el título de este texto, sabrán sobre qué voy a hablar, identificarán la canción a la que parafraseo y, por lo tanto, no les sorprenderá en absoluto el asunto central (bueno, es mi intención que lo sea, aunque ya conocen mi tendencia a perderme por los cerros de Úbeda y otros aún más lejanos); me encantaría que eso sucediese porque, de alguna manera, sería un homenaje, la constatación de que aún somos muchos los que conocemos, recordamos, mantenemos viva la obra de una espléndida cantautora a la que nunca, ni en su momento de máximo reconocimiento y triunfo, se le ha hecho la justicia debida por la calidad de sus composiciones, la pertinencia, osadía, ironía y belleza de sus letras, una personalidad, una artista que debería ser de referencia, es decir, Mari Trini. Y podemos jugar con aquellos que ni tan siquiera puedan apuntar el título de la canción (aunque habrá también quien desentrañe la adivinanza antes de ser formulada porque conozcan la obra que, una vez más, vamos a recomendar y celebrar o, al menos, la hayan reconocido por la fotografía -la poderosa fotografía de David Semuret- que hay un poco más arriba), igual que hacía ella cuando empezaba a decir “a ese hombre, mitad muchacho, que cuando habla se parece a un pavo real ni se te ocurra hacerle daño porque él no entiende la diferencia entre el bien y el mal”… ¿Saben de quién está hablando? Seguro que la segunda estrofa lo pone un poco más fácil: “A ese hombre ilusionado que la manzana tan prohibida fue a buscar que nadie intente hoy criticarlo, pues su pecado nos ha traído algo original. Estoy hablando de…” ¡Adán, efectivamente! Y el estribillo era un puro grito de júbilo y reivindicación al afirmar “por eso ahora me pronuncio, te anuncio y denuncio que, de él, no me separo ni a tiros, de verdad”, con esa sencillez, con ese lenguaje cotidiano y de la calle que Mari Trini sabía aderezar con la poesía para alumbrar himnos irrepetibles como Te amaré, te amo y te querré, Amores, Ayúdala o este A ese hombre, tema menos conocido que otros aunque sonó mucho en los primeros años 80 cuando la compositora era tremendamente popular y contaba con una legión de seguidores que, por desgracia, olvidaron muy pronto su obra y se acostumbraron a vivir sin su música más allá de algún arranque de nostalgia esporádico y efímero.
   Y Adán es el único protagonista de Eva ha muerto, la función escrita y dirigida por César Augusto Cair sobre la que escribimos en diciembre de 2013 cuando tuvimos ocasión de asistir a una representación de la misma, la que luego repetimos tiempo después, la que ha podido verse en Nave 73 todos los miércoles de marzo (aún hay posibilidad de acercarse a la sala el próximo 29, ojalá alguien me rectificase y se anunciaran nuevas fechas, allí o en otro lugar). En esta cuarta temporada, el espectáculo ha sufrido transformaciones muy significativas que han potenciado sus virtudes y hecho aflorar otras que estaban agazapadas o inutilizadas al quedar un tanto encajonada en espacios escénicos que no merecen ese nombre, a no ser que lo que en ellos se ofrece haya nacido teniéndolos en mente durante el proceso creativo. El profundo espacio vacío que se ofrece en esta ocasión a los espectadores mientras van ocupando sus asientos es muy amplio, invita a imaginar, ofrece infinidad de posibilidades, iluminado con acierto e intención sólo en el centro (¡Bravo una vez más, Ángel Salamanca!) convoca penumbras, produce oscuridad, es insondable, desértico, desolador, diríase apocalíptico por más que estemos en el edén, en ese paraíso cuyo nombre sólo entendemos (y anhelamos) porque conocemos su revés, su antónimo, su cruz, su castigo, su ausencia. Y ahí, en ese aspecto que pudiera parecer meramente lingüístico, en la más pura semántica, es donde Eva ha muerto comienza a tomar cuerpo (nunca mejor dicho), donde el impresionante escritor que es César Augusto Cair hunde las raíces de un texto que es un auténtico logro porque no deja nada al descuido, porque prima su carácter escrito, es decir, su aliento poético, se recrea en frases para leer, releer, asimilar, analizar, con las que dialogar muy íntimamente, pero son frases nacidas para ser dichas en voz alta, para ser interpretadas, para llegar hasta el receptor oralmente, y el autor jamás pierde de vista este detalle (primordial, pero a muchos considerados dramaturgos -bueno, técnicamente lo son, es cierto- parece traerles sin cuidado -también a ciertos guionistas-). Y Cair hace reflexionar a Adán tal y como podríamos hacerlo cada uno de nosotros (y, aunque fuese para llegar a conclusiones opuestas, deberíamos hacerlo: no dar nada por hecho o aceptado sin más, huir del dogma pero no de la evidencia -o de la falta de la misma, si se quiere-), descubriéndolo todo, nombrándolo o viviéndolo por primera vez, plenamente original (en sus diferentes acepciones, poniendo hincapié en lo de “perteneciente o relativo al origen” pero sin perder de vista lo de “que ha servido como modelo para hacer otro u otros iguales a él” y también aquello de “que tiene, en sí o en sus obras o comportamiento, carácter de novedad” -las comillas indican que son citas literales del DRAE-), Adán inaugurando la dicotomía, por eso hay un árbol que presenta una dualidad y otorga el conocimiento de la misma, el Creador necesita de ella para que su obra tenga sentido, para regir los destinos de sus criaturas, para seguir siendo superior, sólo conociendo la diferencia entre el bien y el mal (esa que, bien lo señalaba Mari Trini, no necesitaba el Adán original) aparece el concepto de “pecado” y por lo tanto de “penitencia”, artimaña un tanto artera (dicho sea sin pretender ofender) porque el paraíso está viciado de origen al incluir la tentación y, por lo tanto, posibilitar el desmoronamiento de lo idílico (que, se repetirá las veces que haga falta, se designa y comprende así como contraposición a lo que no resulta tal -y para ello, obviamente, hay que conocer las dos caras de la moneda-).
   Y este talante dialogante (en contra de lo que muchos quieren pensar sin molestarse en profundizar, sin preocuparse por conocer, viviendo a la defensiva -en gran parte porque son conscientes de los argumentos endebles, si pueden ser considerados así, que enarbolan cuando se discuten estas y otras cuestiones-) es el que mueve a César Augusto Cair a colocarnos frente al espejo, frente a nosotros mismos, frente a aquella bestia elegida, frente a aquel primate que puso nombre a los otros animales y era capaz de comunicarse con su Creador hablando el mismo idioma, diálogo aún más patente y remarcado en esta nueva puesta en escena ya que Iván Hermes, el nuevo Adán, es mucho más simio que sus predecesores, a ratos farfulla, gruñe, camina a cuatro patas, es decir, el creacionismo y la teoría de la evolución conviven sin tensiones en esta puesta en escena gracias al impactante y magnífico de un actor que interpreta con cada músculo, con las manos que a ratos son garras y en otros pezuñas, desplegando un poderío físico que impone e incluso acogota, transformándose en cuestión de segundos en un hombre enamorado, es decir, humanizándose por ese sentimiento puro, prístino, no inducido que le faculta para erguirse y hablar. Asistir al modo en que Iván Hermes dulcifica su voz, su mirada, su cuerpo, ser testigo de su metamorfosis es absolutamente emocionante, sus ojos descubren a la mujer y, sin solución de continuidad, empiezan a hacer realidad el amor, concepto inexistente hasta el momento, es un prodigio cómo un texto que posee un aliento (un vendaval) tan puro y primigenio cobra vida con esa rotundidad gracias a un intérprete que lo asume hasta las últimas consecuencias, es maravilloso cómo el director y el dramaturgo que conviven en César Augusto Cair se complementan a la perfección para que cada pieza encaje en el lugar idóneo y las palabras iluminen (y golpeen y conmuevan y provoquen y estimulen y nos inviten a meditar -y nos quedemos con ellas-) mientras se crea la atmósfera perfecta para que lo paradisíaco no lo parezca tanto y, de repente, se produzca la epifanía (y también estalle el dolor). Mari Trini concluía su canción dirigiéndose “a ese niño con cuerpo de hombre” y rogando/exigiendo “que nadie intente destruir su integridad”, porque así fue creado (o generado o evolucionado), en esas cosas uno es bastante seguidor de Rousseau (al menos, en lo referente a la naturaleza de los humanos, lo de las corrupciones es más complejo), gracias a Eva ha muerto viajamos hasta el origen, seguimos haciéndonos preguntas, nos mantenemos en constante evolución. ¡Que este simio fieramente humano (hoy estoy reconstruyendo frases de todo el mundo) siga mucho tiempo en los escenarios!