lunes, 28 de noviembre de 2016

NO MOLESTEN A LOS FANTASMAS (HABERLOS, HAYLOS)



  



 Las librerías de lance eran (y lo siguen siendo) un paraíso para aquel adolescente que leía desde que tenía uso de razón (el tío Miguel me enseñó las letras en las matrículas de los coches que estaban aparcados en el camino que recorríamos hasta la Dehesa de la Villa), sumergirse en aquellos anaqueles a punto de estallar porque los volúmenes estaban apiñados y metidos con calzador, rebuscar entre los que se amontonaban en las mesas, dejarse sorprender por lo que aparecía en la mano casi por arte de magia, encontrar lo que uno pensaba era inencontrable, rastrear hasta dar con un tesoro largamente anhelado, dejarse atrapar, envolver, cautivar por ese olor a papel manoseado o viejo que parece el perfume más embriagador cuando te asalta sin remisión al abrir un libro, acariciar lomos y portadas, en definitiva, sentirte a tus anchas, hacer realidad el sueño de estar rodeado por libros sin temor a poder quedar sepultado, envidiando a Bastián que fue abducido por La historia interminable y se transformó en uno de sus personajes, recibir innumerables impulsos y despertar (aunque rara vez estuvo, está o estará dormido) el insaciable apetito de lector voraz e infatigable. Y en una de esas incursiones, hace ya mucho tiempo, antes de reconocer el nombre de un autor al que aún no había tenido ocasión de leer (el tiempo es siempre un bien escaso para el que podría vivir en su sillón favorito, bien pertrechado, acondicionado y aprovisionado, abandonándolo lo meramente imprescindible para el descanso y las necesidades ineludibles del cuerpo) y, sobre todo, identificar un título que me había sido recomendado en más de una ocasión, un volumen impuso su presencia anunciando en la portada que me encontraba ante “la mejor historia de fantasmas de toda la literatura universal” y el tiempo se detuvo unos instantes hasta descubrir que se refería a Otra vuelta de tuerca de Henry James, como ya digo alguien sobre quien había escuchado elogios encendidos de algunos de mis maestros en la aventura lectora, quienes habían mencionado en concreto la narración que servía como título a la recopilación de algunas de sus novelas cortas (o relatos largos, como se prefiera, en realidad una mezcla de seis piezas de variada extensión, hay una -Lo mejor de todo, traducido como el resto por Soledad Silió- que ocupa menos de veinte páginas mientras que otras -En la jaula y la que da nombre al conjunto- se desarrollan en unas cien) que se presentaba como manjar apetitoso y no tardó en ser abonada junto a las otras piezas hechas mías aquella tarde. Poco podía imaginar que lo que iba a descubrir entre sus páginas era mucho más de lo que esperaba porque Henry James practicó con maestría, esmero y profusión diferentes géneros, estilos y longitudes según lo que cada narración precisase, y a la sorpresa inicial de que Otra vuelta de tuerca no fuese una historia de fantasmas al uso (al menos no respondiese a aquello que uno, aún en pañales en el asunto, tenía como esquema clásico y recurrente) se fue sumando el hecho de que sus compañeras de volumen fuesen, como suele decirse, cada una de su padre y de su madre, en el sentido de que, más allá de ciertos rasgos estilísticos, de ciertas características comunes, de la firmeza en el trazo, de la hondura psicológica, de un pulso que reconocer como sello del autor, poco tenían que ver entre sí e incluso algunas no podían ser catalogadas de “historias de fantasmas” (aunque entre ellas se encontraba El banco de la desolación, una de las cumbres jamesianas), pero no me sentí estafado porque con lo que temblé gracias a Otra vuelta de tuerca me llegó para el resto, al margen de que James sabe provocar angustia, aprensión, malestar, incomodidad o terror de mil formas distintas y de manera sutil, imperceptible, te rodea de una atmósfera ominosa y opresiva antes de que puedas percatarte de ello, y cuando te das cuenta ya es tarde para abandonar la lectura (y el miedo se experimenta con sumo placer gracias a su deslumbrante prosa).
   Seguí picoteando aquí y allá en la producción del autor nacionalizado británico al final de su vida aunque nacido en Nueva York, pero el acicate definitivo para convertirme en uno de sus más rendidos admiradores lo recibí, como tantas cosas, cuando conocí a Pablo, apenas habíamos cruzado unas cuantas conversaciones (varias a través del ordenador) cuando, compartiendo desde el principio pasiones literarias, me dijo que le gustaba mucho escribir y que se conformaría con tener una sola obra, no le importaría no ser capaz de nada más, siempre que esta pudiese ser comparable a Retrato de una dama. Puesto que la adaptación de Jane Campion me había dejado bastante frío, la novela llevaba mucho tiempo en casa pero no había pasado de hojearla un tanto distraídamente en alguna ocasión, como los lazos afectivos se iban estrechando a gran velocidad, puesto que Pablo iba a venir a Madrid en breve, pensé que nada mejor que hacer coincidir su vista con mi lectura, auspiciado por los elogiosos, vibrantes y emocionados comentarios con los que Pablo me fue allanando el camino para que esa obra magistral que deja pequeño cualquier adjetivo por muy encomiástico que sea me obligase a pasar páginas casi en un estado delirante (y son unas cuantas, depende de la edición: Penguin Clásicos la publicó en 2015 en la misma colección que el volumen que en seguida desgranaremos y en esa oportunidad alcanzó más de 800), bebiendo el texto con ansia pero pudiendo deleitarme, perplejo ante la brillantez de un autor prolijo y detallista que, al mismo tiempo, sabe mantenerse en una ambigüedad e inconcreción que permite a los personajes mantenerse vivos, no caer en lo arquetípico, guardar alguna sorpresa, ser tan enigmáticos como, incluso sin pretenderlo, nos resultan los que nos rodean o podemos serlo nosotros para los demás, no siempre es fácil adivinar cómo actuaremos a continuación, resulta imposible tenerlo todo previsto, James es un maestro en despejar incógnitas aunque su hábitat casi natural es la tierra de nadie, lo que no puede explicarse, lo que sencillamente sucede, esas zonas de penumbra que nunca somos capaces de iluminar convenientemente, la rareza cotidiana de vivir y convivir, en realidad, la mayoría de sus historias podrían ser consideradas de terror, de una forma u otra, en un sentido muy amplio, una de sus máximas virtudes (y abunda en ellas) es la de mezclar lo real con lo sobrenatural hasta conformar un conjunto indisoluble, algo fácilmente perceptible si estamos mínimamente atentos y no nos encastillamos tras el racionalismo más atroz y reduccionista, no hace falta tener una imaginación desbocada (de hecho, no es buena consejera en estos asuntos) para percatarse de los variados sucesos que protagonizamos o de los que somos testigos y que después somos incapaces de narrar, concretar, explicar(nos), comprender, desentrañar los porqués o el cómo.
   Todos estos aspectos y otros muchos quedan perfectamente desarrollados (y disfrutados) en el gozoso volumen que, con el título genérico de Fantasmas, Penguin Clásicos editó a principios de 2016, siguiendo la recopilación que Leon Edel, una de las máximas autoridades (si no la máxima) en Henry James, llevó a cabo en 1948 de los dieciocho relatos del autor que se han considerado de temática fantástica, aunque se ha optado por incluir el prólogo y los prefacios a cada narración (reveladores y apasionantes, pero, como el propio Edel indica, es conveniente dejarlos para el final, leerlos como complemento y, así, evitar revelaciones que estropeen las inevitables y deseadas sorpresas de una primera lectura) que el editor y estudioso reelaboró y añadió para la edición definitiva de 1971, titulada Stories of the Supernatural para incidir en los aspectos psicológicos y dar cuenta del interés de James por las ciencias ocultas. Fantasmas sólo ofrece doce relatos, puesto que Otra vuelta de tuerca ha tenido su propio volumen en la colección, al igual que los cinco restantes aparecieron en la antología titulada Relatos, llevada a cabo por Luis Magrinyà y también aparecida en el mismo sello, pero eso no supone ninguna merma ni se resiente la calidad del conjunto, en parte porque a Henry James siempre se le está descubriendo, siempre resulta nuevo, porque cualquiera de sus páginas merece un lugar de honor, porque ya en sus cuentos más tempranos se percibe el talento aunque sea incipiente, aunque se pliegue a ciertas convenciones, aunque aún titubee y esté probando, la ordenación cronológica de Fantasmas permite comprobar su evolución, cómo fue dejando atrás rémoras o vicios de principiante, cómo fue desplegando su incontenible arte, cómo fue llenando su pluma de intenciones, de puntos suspensivos, de matices, cómo fue engrandeciendo su prosa, cómo regresó a temas que le preocupaban, cómo trabajó incansablemente, cómo cuidaba, meditaba y no descuidaba ningún detalle, cómo, sin artificios ni alardes de virtuosismo, sin obviedades ni simplezas, fue descorriendo velos o, cuando le convino como recurso dramático, añadiendo los propios a las peripecias vitales de sus personajes. El volumen se completa con ¿Hay vida después de la muerte?, un ensayo aparecido en Harper´s Bazaar en 1910, quizás excesivamente teórico, pero que demuestra el concienzudo trabajo de investigación y documentación que Henry James llevaba a cabo antes de escribir, combinando intereses particulares con el deseo de responder algunos interrogantes que, quien más quien menos, todos nos hemos planteado en alguna ocasión, motivo por el que sus historias siguen cautivando y han trascendido cualquier género en que puedan ser englobadas, razón por la que sus escritos son más pertinentes y actuales que muchos de nuestros contemporáneos, no hay más que abrir Fantasmas por dónde se quiera, incluso al azar (me permito recomendar por encima de los demás, El alquiler del fantasma -con traducción de Carlos Pujol y Vicente Riera-, Nona Vincent -con traducción de Luis Magrinyà- y La vida privada -con traducción de María Luisa Balseiro-), para confirmar (o descubrir) que la prosa de Henry James está en plena forma, lista para ser vivida (y sentida)… incluso más allá de la propia vida (y como el propio autor dijo, si alguien opta por no creer en los fantasmas porque así se siente más seguro, que al menos no los moleste… por lo que pudiera pasar).