martes, 9 de junio de 2015

DE VISITA EN LA CASETA








  Cuando la conocí me pareció un paraíso (así la sigo considerando, pero de niño todo resulta más gigantesco) y muy pronto se convirtió en una cita que esperaba con impaciencia, con los nervios desatados, con la emoción de regresar a un lugar en el que sentirse a gusto y protegido: la Feria del Libro de Madrid era, además, el preludio del verano, la promesa de días de ocio en los que poder dedicar toda mi atención a libros que me apeteciesen, lo único malo es que el presupuesto siempre era demasiado magro, muy limitado y había que tener muy claro qué era lo imprescindible e ir ahorrando los meses antes (eso nunca se me ha dado mal ni me ha supuesto esfuerzo ni lo he vivido como un sacrificio: si no hay dinero para otras cosas no lo hay, pero procurando salvaguardar un remanente para cine, teatro, música o libros). Por eso, recuerdo con especial cariño la de 1993 porque era el año en que cursaba quinto de Periodismo pero, sobre todo, era el momento en que disfrutaba (y utilizo el verbo en toda su anchura y deleite) una beca en Telemadrid y pude dejarme llevar de algunas pulsiones, satisfacer algunos caprichos, comprar aquí y allá sin preocuparme demasiado de hacer cuentas, no como esos años en que iba guardando algunas monedas desde meses antes para, al menos, poder acudir a la cita anual con Terenci Moix y llevarme a casa otro de sus libros dedicados (la primera parte de sus memorias, Garras de astracán y El día que murió Marilyn tienen su rúbrica porque fui a su encuentro en El Retiro –y tuve la oportunidad de compartir unos minutos de conversación que jamás olvidaré-).
   Y me parece que camino entre nubes, más saltarín que nunca, cuando regreso a la Feria, cuando me rodean las tradicionales casetas, aunque sepa que no puedo comprar mucho, aunque desee más que nunca que algún viernes el Cuponazo sea el que yo tengo (porque para eso quiero el dinero: para cultura, para ocio, para seguir aprendiendo –y para que mi madre y la tía Carmen no tengan que hacer equilibrios con su mísera pensión, lo poco que les queda tras toda una vida trabajando, tanto ellas como mi padre y el tío Miguel-), aunque los ojos me hagan chiribitas ante tanto volumen que dice, como aquel Rodolfo Langostino, “llevame a casa” con marcado acento porteño (tengo una enorme facilidad para mirar a través de lo que no me interesa, de esos libritos que firman personajes mediáticos que hablan con faltas de ortografía, de la copia del plagio del volumen que fusilaba el que fue título de éxito hace una, dos o varias temporadas –o que se mantiene muy vivo, como es el caso de Los pilares de la Tierra-, de fórmulas repetidas hasta la saciedad redactadas cansinamente y sin alma), y es una alegría ver a mi querido Juan Mairena como un autor más, firmando ejemplares de Cerda, ese fenómeno social y cultural, una obra que se mantiene en cartel dos años después de su estreno (y lo que le queda, como decía un supuesto demonio con voz de doña Rogelia en una aún más supuesta psicofonía que nos hizo morir de risa en la radio hace ya un tiempo), un texto que tantas satisfacciones nos viene reportando a todos los que siempre creímos en su talento (y conocemos y gozamos su bonhomía, su amistad, su silencio cargado de significados, su humildad, su trabajo de hormiguita), una función que ahora también puede (y debe) leerse gracias a Ediciones Antígona.
   Y este año también fui a El Retiro para conocer a una autora que hasta el momento era una amiga virtual, aunque muy cercana y cómplice, uno de esos mágicos encuentros que propician las redes sociales cuando se utilizan para comunicarse, para entablar diálogo con el mundo, para hacer descubrimientos, para imprimirles humanidad y calor. Y aunque se llama Isabel, al modo de Herman Menville en esa primera línea de Moby Dick tan repetida (aunque muy pocos han continuado la lectura por mucho que se jacten de reconocer las dos primeras palabras de una novela muy compleja y a ratos abstrusa –pero proporciona tanto placer que se le disculpan sus prolijas y detalladas digresiones sobre el mundo de los cetáceos-), hemos de decir “llamadla Úna” porque así es como firma y se presenta al mundo: Úna Fingal, autora de La canción del bardo, novela galardonada con el I Premio de Narrativa Playa de Ákaba, sello que, por supuesto, la ha editado en un volumen que da gusto acariciar, contemplar y, por supuesto, abrir y leer. Al margen de hacer nuevos amigos (entusiastas de los libros, editores que se dejan llevar por su fiebre y son ante todo lectores, escritores que siguen la senda de Borges porque, ante todo, buscan nuevos textos que llevarse al corazón, hablan más de los ajenos que de los propios), asomarme a la caseta en que Úna Fingal espera a sus cómplices supone el cierre de un círculo y hacer realidad el abrazo cálido que tantas veces he sentido a través de Facebook porque sus palabras son como ella: acogedoras, mullidas, envolventes, inspiradoras. Le confieso que tardé unas páginas en entrar en la novela, que al principio me chocaba su forma de puntuar, pero que me dejé llevar y fui dándome cuenta de que esa es la manera de narrar del bardo, que las palabras fluyen a veces sin tiempo para procesarlas, que tienen un aire espontáneo que va atrapando porque es la narración honesta y directa de un personaje, que poseen una musicalidad que casi obliga a pronunciarlas, que dichas suenan mejor que en el interior de cada uno, que ha conseguido crear una melodía, que la ha dotado de un aliento que se recibe con viveza, casi sin sentir, pero que sabe aposentarse en el lector, y ella me agradece el análisis porque, aunque su prosa está muy cuidada y meditada, dice que quiso primar ese aspecto desde el principio: “He aprendido más de la música que de los libros: al escribir sobre Irlanda en concreto, mi base ha sido más su folclore tradicional, del que me he impregnado y que me ha marcado el camino, puesto que el libro tiene una banda sonora específica que no he dejado de escuchar mientras lo escribía, ya que por ahí venía el alma del bardo, su espíritu, ellos lo explican todo cantando. La música irlandesa tiene ese permanente deje melancólico, las raíces celtas nos hablan directamente y te arrastran a su esencia”.
   La canción del bardo es la primera parte de una trilogía (“me dejé llevar por la inspiración, pero es algo que tuve claro muy pronto, la historia me nació de ese modo, como trilogía, y sé que el público lo comprenderá cuando conozca la digamos maldad que cometo en el segundo tomo, algo que no se puede desvelar, aunque ya anticipo que está terminado y que a mi editora le ha gustado mucho”), aunque cada tomo podrá leerse independientemente. Gracias al talento de Úna viajamos hasta el Dublín de 1916, hasta la revolución irlandesa, un hecho del que la autora apenas recordaba unos cuantos datos hasta que tropezó con un libro que le impactó, y puede decirse que el espíritu de James Joyce participó en el conjuro: “Fui a Irlanda buscando el rastro de mis escritores favoritos, especialmente Oscar Wilde, también Joyce y Yeats, incluso Bram Stoker, toda esa pandilla, jajaja… No conviene olvidar que allí se venera a los escritores, muy raro es encontrar un pub en el que no haya alguna placa o mención. Y en la que fue casa de James Joyce, que ahora se mantiene como Museo aunque por desgracia no quede demasiado de su huella, encontré un libro compuesto en su casi totalidad por fotografías antiguas de la época de la revolución y la guerra civil irlandesa, asunto sobre el que yo apenas tenía una pequeña idea de cuando estudié la carrera. Me impactaron aquellas imágenes, recordé algún artículo que había leído, cosas así muy de pasada, empecé a indagar, fui estirando la historia, y aunque tenía otro proyecto literario en la cabeza se me apareció el bardo, se impuso, pero es que además, ya en las primeras frases, se me apareció en la trinchera, por lo que al principio lo rechacé, no me veía en esa tesitura, pero cuando lo dejé reposar me fui dando cuenta de que era así como tenía que ser y ahí está el resultado”. Y éste no es otro que una novela muy madura, magníficamente armada, llena de evocaciones, de imágenes rompedoras y sugerentes, una obra cuyas virtudes supieron captar dos estupendos escritores, lectores y editores como Lorenzo Silva y Noemí Trujillo, motor y alma de Playa de Ákaba, un apoyo emocional que se hizo tangible con la concesión del premio y la posterior publicación, un hecho que aún provoca que Úna se frote los ojos: “Lorenzo es un autor al que se tiene mucho respeto, no sólo por lo que escribe sino como voz autorizada para hablar sobre literatura; su esposa, Noemí Trujillo, es de una sensibilidad impresionante y que ambos se fijen en tu trabajo es de desmayarse, y más con lo que cuesta hacerse un hueco, que sepan que existes, no digamos ya que te publiquen… Por lo tanto, que ellos te rescaten del ostracismo y de la oscuridad es un gran honor y te cambia la vida”.
   Son varios los amigos virtuales que se materializan frente a la caseta, rostros que cobran vida, abrazos y risas que se sienten y oyen, y es que la Feria invita al encuentro, a compartir la fiesta de la lectura: “Venir a la Feria es entrar a jugar con la gente, a charlar, no hay barreras, y eso es lo más bonito porque un escritor quiere comunicarse, saber cómo se recibe su obra sin filtros, directamente, en el tú a tú; en ese sentido, las redes sociales han sido una revolución que nos han facilitado el camino: yo soy de otra época y confieso que me pillan como a desmano, pero tienen muchas cosas positivas: conocer a los lectores, a gente que te aporta, la promoción y difusión es más fácil y rápida; lo negativo, es que te esclavizan, que lo que más se busca es el mero entretenimiento, que no todo lo que se publica es útil, es un océano muy extraño en el que puedes perderte pero en el que hay que navegar y estar, no me cabe duda”. Claro, porque sin las redes sociales no hubiese contactado directamente con la autora (en realidad, lo hizo ella conmigo y se lo agradezco por la confianza, por el respeto por mi trabajo, por pensar –con acierto- que lo que escribe podía interesarme) y en ese mercado hiperpoblado que es el literario, en ese mar proceloso con tantos obstáculos y pompas que estallan a la menor zozobra (pero que ocupan muchos estantes y expositores), podría haberme perdido esta aventura que es La canción del bardo, título del que, en mi línea más habitual, he hablado más bien poco porque prefiero que cada lector lo descubra y viva sin intermediarios, sin ideas preconcebidas, tal y como me llegó, tal y como lo paladeé, tal y como me hace esperar con impaciencia esa segunda entrega, a buen seguro la confirmación (aunque no la necesito porque ahí está lo leído) de que Úna Fingal es una escritora a seguir (y una amiga con la que seguir estrechando lazos).