miércoles, 29 de octubre de 2014

LA RADIO, MI BANDA SONORA








  Ya se sabe que la memoria es bastante caprichosa; sí, se puede ejercitar, hay quien la tiene más en forma, más fresca, más rápida, más activa (lo que a veces, sencillamente, demuestra un interés en lo vivido, en lo que hacen o te cuentan los demás, en sus personas –muchos de esos que se justifican con un “es que no tengo memoria” demuestran su indiferencia, su despreocupación por lo que no sea su ombligo o lo que pase a través del mismo-), pero en realidad nunca comprenderemos del todo su mecanismo, nunca sabremos cómo ampliarla, hay datos que se quedan anclados sin ningún esfuerzo (especialmente ese conocimiento inútil que tan brillantemente acuño y expuso Jean-François Revel, tomado en cualquiera de sus posibles interpretaciones y direcciones) y otros escurridizos, que no quedan bien fijados, que jamás conseguimos aprehender para utilizarlos cuando sea preciso. Si bien es cierto que puedo presumir de una memoria bastante privilegiada, ya me hubiese gustado atesorar fechas, nombres, batallas, hechos, leyes, personajes a la hora de estudiar Historia en cualquiera de las asignaturas que en parte padecí a lo largo de mis años académicos (y lo mismo, agudizado por la escasa o nula motivación que me provocaban, sirve para tantos temarios abstrusos anegados en la teoría, sin ninguna practicidad, transmitidos con tono monocorde y sin dotarlos de utilidad con los que pasé tantas horas robadas al sueño con los codos hincados en la mesa, convenciendo a mi memoria de que, al menos, se quedase con lo principal, con lo suficiente para aprobar), poder recordar a las primeras de cambio determinadas circunstancias del modo en que, sin hacer casi intención, recuerdo directores, repartos, años de producción, premios recibidos, obras literarias, cuándo se editaron, autores teatrales, coliseos en los que vi tal función, es decir, todo aquello que constituye una de mis principales razones de ser, la literatura, el mundo del espectáculo, la cultura (aunque se me borran con suma facilidad argumentos, detalles, secuencias, momentos, memorizo menos de lo que pueda parecer pero, por otro lado, eso regala el placer de revisar, redescubrir, seguir explorando, no perder el interés ni la posibilidad de disfrutar una y mil veces). El caso es que, por esos azares del recuerdo, me veo como si estuviera sucediendo ahora mismo frente al televisor con cinco o seis años, riéndome con los avatares del oso Yogui y, de repente, pensando “qué divertido tiene que ser hacerlo”, creyendo que alguien se vestía con el dibujo, se disfrazaba y aparecía tan divertido y pimpante ante nuestros ojos, no comprendiendo todavía qué era la animación, sabiendo que no era real pero suponiendo que eran personas las que le otorgaban vida (y, sí, es lo que sucede pero no de la manera que yo intentaba desentrañar –vamos, que no era uno de Los Chiripitifláuticos, por poner un ejemplo cercano, el que terminaba su espacio y se vestía de oso Yogui u otro personaje similar para intentar huir del guardabosques y zamparse el contenido de la cesta hurtada a algún excursionista-). Del mismo modo, y es algo que conté en muchas ocasiones delante del micrófono, miraba a cualquiera de las radios que hubiese en casa con un cierto estupor (y con fascinación, no hay que negarlo, el germen de mi pasión estaba muy bien sembrado aunque tuviese que llegar a mi vida mi querido Mairena para que le diese curso), intentando atisbar dónde se ocultaban los que hablaban por ahí, de qué diminutos locutores eran esas voces, cómo era posible que cada mañana me levantasen a los compases de Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España, hablamos Carlos Sáinz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausán”.
   Y es que la radio fue siempre una buenísima compañera en mi casa desde, como digo, este mítico programa que anunciaba la hora minuto a minuto “con información de interés general” y mil contenidos curiosos, entre ellos el ansiado “cuento corto de hoy” que se extendía en unos diez o doce bloques de menos de un minuto y que, empezando a las ocho y media, marcaba con precisión el ritmo adecuado para, una vez concluía, salir pitando hacia el colegio. Después, durante tantas tardes, bien con la abuela, bien con la tía Carmen, durante la merienda, alternando con la programación infantil de TVE, en medio de los deberes, Peticiones del oyente en Radio Intercontinental, con las últimas de Manolo Escobar, algún bolero de Machín y, durante el periodo de emisión de la serie, la versión del Dime, abuelito con que se iniciaba Heidi a cargo de Los Mismos (con esa Helena Bianco vocalizando y matizando como si estuviera interpretando un aria –todos canturreábamos “qué sonidos son losque oigo yo”, pero ella decía muy solemne “los que oigo yo”, separando las palabras con énfasis-); ¡quién iba a decirme que años después pasaría algunos de los momentos más entrañables y fantásticos jamás vividos en un estudio, que me forjaría como hombre de radio en esos mismos micrófonos, incluso conociendo, coincidiendo, compartiendo las ondas con Ernesto Lacalle, Pilar Gasset, María Elena Domenech o el mismísimo Fernando Forner, aprendiendo casi todo lo que sé de ese medio, gozando como un enano –claro, por eso hacía radio, por lo pequeñito, al final tenía razón y resolví el misterio-, ganando para siempre un maestro, un compañero, un amigo como Miguel Ángel Yáñez, que mi debut profesional –sin renegar del bautismo necesario en Radio Condado, gracias a Mairena como dije, empujón definitivo para comprender que la radio debía ser mi objetivo prioritario-, mi experiencia se asentaría y alimentaría en Radio Intercontinental! Y no puedo olvidarme de aquella Radio Cristal perteneciente a la rueda de emisoras Rato, sita en Velázquez 54 (donde empezaría a descollar tiempo después Onda Cero), con ese programa de sobremesa, En español presentado por José Antonio Rojo y Mercedes Revuelta (la actual esposa –bueno, desde hace mucho- de Jorge Verstrynge… ¡Lo que es la vida!), del que la tía y yo éramos rendidos admiradores, en el que participamos telefónicamente en tantas ocasiones, motivo por el cual visité un estudio de radio por primera vez (con doce o trece años) sin poder ni siquiera intuir que se convertiría en una rutina, en un suceso cotidiano, en algo habitual, en mi futuro (ritual que , aunque sólo haya sido como invitado, pero con sumo placer porque ha sido para presentar nuestros libros y así hemos podido estar de nuevo juntos frente al micrófono Pablo yo, he podido seguir cumpliendo a veces -¡Incluso en Radio Exterior gracias a la querida Teresa Montoro!- por mucho que cierto poeta huero haya procurado que eso no suceda –y da igual, hermoso, porque el arpa seguirá sonando y no podrás impedirlo-). Mi padre se dormía escuchando la SER y, así, mientras preparaba apuntes, empezaba un somero repaso, revisaba libros, esperaba que la casa estuviera en silencio para ponerme a estudiar (siempre he sido muy noctámbulo: me daba mejor resultado acostarme tarde que, como hacían otros compañeros, ponerme el despertador tres horas antes de salir para el instituto o la universidad), ponía una oreja en Hora 25, desconectaba con El larguero y, a veces, dependiendo de en qué momento me pusiera a la tarea, me dejaba llevar por la siempre admirada voz de Carlos Herrera y su universo coplero (aunque haya muchas cosas que pueda censurarle, aunque no comparta todo lo que dice ni cómo lo dice, sigue siendo uno de mis ídolos, un periodista versátil, carismático y con redaños); alteré horarios, rechacé algunas propuestas, hice todo lo posible por no perderme (desde que lo descubrí gracias al histórico, añorado y envidiado programa matinal de Jesús Hermida en TVE –sabía que existía pero, vaya usted a saber por qué, nunca me había llamado la atención-) Apueste por una en Radiocadena Española con María Teresa Campos y Patricia Ballesteros hasta vivir su abrupto final en marzo de 1989 cuando sus últimas emisoras se integraron definitivamente en RNE para transformarse en Radio 5.
   Podría seguir mucho rato enumerando recuerdos vinculados a la radio, más incluso como oyente que como participante, pero por un lado se me está acumulando demasiada nostalgia, demasiado dolor por un tiempo que siento demasiado lejano e irrepetible: he dejado de escuchar radio, no me satisface, aún noto la herida sangrando, y no por considerarme imprescindible, sino por conocer demasiado sus entresijos personales y políticos, quiénes son los que mueven los hilos (y cómo los mueven), el modo en que alguno mantienen su parcelita a buen recaudo, la manera en que profesionales a los que nadie puede negar su preparación, su experiencia, su sabiduría, han sido puestos en la picota, los silencios cómplices, los gestos y/o declaraciones que son sólo eso, que buscan la foto precisa y conveniente a unos cuantos, el “compañerismo” que destilan, ejercen y reclaman los sindicalistas, los mismos que pactan con la empresa sin tener en cuenta a nadie más, por no poder evitar en demasiadas ocasiones la arcada (sé que pagan justos por pecadores, pero la norma, lo más abundante, la generalidad de lo que se emite me provoca estos y otros efectos secundarios con sólo dejar sonar un minuto alguna emisora al azar). Y, además, como suele ocurrirme, me desvié muchísimo de mi objetivo inicial porque mi evocación de la radio (para la que tampoco necesito ningún estímulo especial: está ahí, latiendo intensamente a cada momento) estuvo propiciada por una lectura muy agradable, la de Los maletines de Juan Carlos Méndez Guédez, novela publicada por Siruela, en la que uno de sus protagonistas ha trabajado durante bastante tiempo en la radio nocturna y, un buen día, casi sin esperarlo aunque en parte intuyéndolo por la realidad que se vive en Caracas a la que él no es ajeno, más aún desde su atalaya profesional, se ha visto fuera de la emisora (¿Comprenden el porqué de mi empatía con este personaje, amante de la cultura y homosexual para más señas, también profundo conocedor del mundo del boxeo, algo que me es totalmente ajeno por mucho que el tío Miguel y la abuela fuesen grandes aficionados?). El autor presenta su historia con un prefacio ciertamente revelador –“Aunque como afirmó Benoit de Sainte-Maure: «No digo que algo propio no añada», los hechos ficticios aquí relatados son reales y los hechos reales son ficticios. El autor se excusa porque quizás ha imaginado unos y otros. Cualquier semejanza con la ficción es una buscada coincidencia”-, dejando claro el tono entre burlesco y satírico con el que el venezolano disecciona (con menciones que no dejan lugar a dudas, eligiendo detalles y personas que podemos encontrar en la hemeroteca, sucesos reconocibles, ocultando tan sólo el nombre de cierta bicha “que nos envenenó la existencia y nos trajo tan mala suerte a mí y al país” –Chávez es el gran ausente/presente, el que sobrevuela por las casi 400 páginas que se leen de tirón-) la realidad de su país, usando los mimbres de la novela negra para construir una narración muy ágil, satisfactoria para los amantes del género que sólo buscan distracción, misterios, enigmas, que sabe enriquecerse con la crítica social, con el espejo deformante pero certero que ha caracterizado a este tipo de novelas desde sus inicios, con el peculiar y un tanto cínico sentido del humor que imprime un carácter propio, muy atractivo y admirable, a la prosa de Méndez Guédez, una manera de abordar el policial muy característica de los del otro lado del Atlántico (podría recordarse la vibrante Betibú de Claudia Piñeiro para, así, echar un borrón sobre la inane adaptación fílmica estrenada no hace mucho en la que, precisamente, se perdía la gracia, la humorada, la verdadera esencia de novelas de este tipo).
   Los maletines dosifica con acierto unas cuantas sorpresas, primando lo cotidiano, lo íntimo, el absurdo en que vive inmerso un tal Donizetti (llamado así por un equívoco de su padre en torno a la autoría de un aria que le fascinaba), haciendo un retrato muy vívido de lo que sucede en las calles caraqueñas, buscando más la carcajada y el estupor que la tensión y los interrogantes, pero sabiendo combinarlos a la perfección para construir un puzle compuesto por piezas imprescindibles, en que las dos líneas argumentales interactúan con brío y dominio hasta que conforman una sola, aunque manteniendo su independencia y particularidades: Manuel, el que fuera afamado locutor, refugiado, sepultado, olvidado, escondido en la zapatería de sus padres, la misma en la que ayudaba cuando era estudiante y compañero de correrías de Donizeti, habla en primera persona, es incisivo, hiriente, a veces déspota, a ratos rencoroso, pero por encima de todo un amigo que sabe responder a lo que esta palabra debería significar; la parte de su compañero corre a cargo de un narrador omnisciente, de un Méndez Guédez que no se oculta, que aporta su sorna, su dolor, sus opiniones, que establece un diálogo soterrado pero apasionante con lo que hace contar a Manuel. De este modo, nunca puede predecirse qué va a suceder a continuación, qué nueva pirueta va a trazar el autor, pero de lo que podemos estar seguros es de que va a encontrar como salvación la mullida red de una escritura cincelada con mimo, con paciencia, que conserva su espontaneidad, su fluidez, su velocidad, una espléndida muestra de cómo un escritor aprovecha los esquemas de un género en beneficio propio y les da otro rumbo, otro contenido, un toque personal, una voz que conviene ser escuchada (bueno, leída, es que con lo de la radio ya saben ustedes que siempre tiro al monte).

viernes, 24 de octubre de 2014

LO QUE CUENTA UNA MUJER





   Cada uno tiene sus lugares comunes y uno de los más recurrentes en mí consiste en recordar aquellas noches frente al televisor, disfrutando como un enano (bueno, alto nunca he sido y el pequeño de casa fui siempre hasta que llegó mi sobrino Alberto: en ese sentido, poco he cambiado), viendo las series del momento (o las reposiciones, costumbre desterrada de la pequeña pantalla o reducida a algún que otro canal de pago o madrugadas poco promocionadas), los programas que al día siguiente diseccionábamos en el recreo o en el receso entre clase y clase (e incluso durante alguna de ellas), alternando y mezclando sin ningún complejo ocio, evasión y distracción con aprendizaje, conocimiento y cultura, sin titubeos por parte de los programadores, sin recelos por parte de los espectadores; así, en esas jornadas asociadas al frío, al largo invierno (más acusado en un hogar humilde no excesivamente acondicionado para sus embates), a la temprana oscuridad (el sábado hay que modificar la hora de nuestros relojes, ya saben a lo que me refiero), José María Íñigo tanto intentaba conversar con Rita Hayworth (los estragos de su enfermedad ya eran demasiado patentes) como dedicaba gran parte de su espacio al profesor Aranguren, Rosa María Sardá nos sacaba una sonrisa con su “Honorato” o sus croquetitas junto a Amparo Moreno y luego presentaba a Montserrat Caballé o a Mecano, el maestro Joaquín Soler Serrano exploraba a fondo a intelectuales, artistas, gentes como muchas cosas que contar y descubrir que se convertirían en imprescindibles para ese entonces chavalillo inquieto que, aunque no comprendía ni una décima parte de lo que hablaban, se quedaba boquiabierto ante tanta sabiduría e iba memorizando nombres, novelas, circunstancias (en la actualidad, junto a Pablo, he recuperado la emoción y el gusto por las noches frente al televisor, en el sofá, con la mantita que dentro de poco se hará necesaria, cogidos de la mano, compartiendo pasiones y admiraciones, descubriendo nuevas, sin necesidad de nada más –por desgracia, hay quien no valora esa tranquilidad, esa compañía, esa rutinas buscadas y queridas, piensa que la vida sólo debe ser aventura, salir, tener mil compromisos, evasivas que camuflan su incapacidad de amar a una persona, su aburrimiento existencial, su propia nulidad; allá cada uno con su manera de organizarse si le funciona, lo malo es cuando se va dejando un reguero de víctimas, de personas heridas en sus emociones sinceras, sólo se busca la adrenalina de un momento, la vacuidad y el oropel como forma de vida-). En estos momentos estoy, precisamente, escuchando (el vídeo ya no está en la web de RTVE, por problemas de derechos según se informa) la amena, interesante, reveladora, espléndida entrevista que en 1980 Soler Serrano hizo a Mercè Rodoreda (y oyéndola resulta imposible no aplaudir aún más el magnífico trabajo llevado a cabo por Vicky Peña bajo la batuta de Ventura Pons en Una merienda en Ginebra), la gran escritora catalana, riéndose al hablar del crisantemo (por ahí quiso empezar la charla), desgranando recuerdos, certezas, cariños, derrochando amor por la literatura, estimulando a la lectura (de textos propios y ajenos), desnudándose emocional e intelectualmente sin tapujos (“Yo he ido muy poco a la escuela, y me hubiese gustado ir a la universidad, cosa que no ocurrió por razones equis, ¿verdad? Pero he ido a una escuela muy buena, que es la escuela de la vida, y me ha pegado duro y esto es muy importante y se aprende mucho” y se compara con el don Pablos quevedesco o con Lázaro de Tormes), con comodidad, con sencillez, con ganas, con la complicidad, con el concurso, bajo los auspicios de un periodista agudo, certero, cultísimo, con los deberes muy bien hechos antes de sentarse frente a la entrevistada, que se limita a conducir, a lanzar interrogantes, a sugerir temas, testigo privilegiado y entusiasmado, que deja hablar, desarrollar respuestas prolijas, meditadas, que dice las palabras precisas para que sigan fluyendo las que importan, las de su invitado.

   Y en una de esas noches que comento, hace pocos días (ahí, sí, gracias a la web de RTVE, aunque habría que reclamarle/exigirle que remasterizase sus contenidos, que cuidase mejor su archivo, que no lo descuidase, que no parezca que estás viendo una copia de un viejo VHS), Pablo y yo regresamos a aquellos viernes gloriosos en que, si no era época del Un, dos, tres, lo pasábamos de miedo con Anillos de oro, Jefes, La huella del crimen, Retorno a Brideshead, propuestas apasionantes, irresistibles (más allá de que sólo hubiese dos cadenas –ahora hay no sé cuántos canales, aunque igual perdemos algunos al no tener la antena adecuada a partir del próximo domingo, y por mucho que zapees hay días que la mejor opción es apagar el televisor-), que nos ampliaban horizontes, nos familiarizaban con obras literarias, la Historia, intérpretes, autores, sin sentir, prueba impepinable de que la letra no entra con sangre pero sí sabiendo entretener, divertir, deleitando (y sólo me he referido a algunas de las emisiones que tuvieron lugar en viernes y en horario nocturno, pero abundan ejemplos –no hay más que, por ejemplo, recurrir a esa maravillosa iniciativa conocida como Yo fui a EGB en cualquiera de sus formatos, redes sociales o formas de acceso-). Y todo vino rodado a causa de Mercè Rodoreda, debido al estreno de la estremecedora e imprescindible versión teatral que Lolita está representando en la Sala Pequeña del Teatro Español hasta el próximo 23 de noviembre, la misma –o al menos muy similar, puesto que el adaptador y director es el mismo: Joan Ollé- que puso en escena en Nueva York la tan admirada Jessica Lange, quien anda convenciendo a la HBO para recuperarla en formato televisivo, tal y como se hizo popular en España, en aquellos cuatro viernes de enero de 1984. Una vez se confirmó la noticia (coincidiendo, además, con la oportunidad de poder visionar la tan recomendable película de Ventura Pons ya citada –por si alguien pudiera tener curiosidad, aquí va el enlace de lo publicado recientemente en el hermano mayo de este arpa, el blog Celuloide en vena: http://www.celuloideenvena.blogspot.com.es/2014/09/una-merienda-en-ginebra-charla.html -), lo primero que hice fue buscar la novela original, uno de tantos textos que uno ha ido postergando, una de esas deudas sangrantes en mi ánimo lector, un enorme mea culpa bajo cuyo peso me hundía, ese absoluto prodigio que me cautivó desde las primeras líneas, ese primer capítulo que, casi sin sentir, se le presentó a Rodoreda antes de que fuese consciente de cuál era su origen, ese que le explicó a Soler Serrano con la misma musicalidad que adquirió su prosa al dar voz a Colometa: “Y escribí la novela que pasaba en la Plaza del Diamante, que yo no había estado allí… Sólo una vez, cuando tenía once o doce años, que yo tenía unas ganas de bailar locas, y mis padres, yo era hija única, me prohibieron siempre bailar, y seguramente por el recuerdo maravilloso de esta Plaza del Diamante, donde yo no podía entrar en el entoldado, cuando escribí salió la fiesta mayor y el baile de la Plaza, el primer capítulo de la novela”. El alarde literario de la autora deja sin aliento, sobre todo porque sabe camuflarse, ocultarse, mimetizarse con la manera de hablar de su personaje, la novela es un soliloquio, son las evocaciones de Natalia a la que Quimet, el que se convertirá en su marido tras sacarla a bailar casi a la fuerza, rebautiza como Colometa –las palomas tienen un papel destacado a lo largo de la narración, en ocasiones como símbolo de la protagonista-, lo que podría interpretarse como un murmullo, casi una salmodia, algo que la mujer musita para sí, sin querer molestar ni perturbar, pero con necesidad de sacárselo de dentro, una prosa muy medida, de una sencillez palmaria, diáfana, con ese lirismo que brota con espontaneidad, fruto de una mirada llena de amor y bondad, de comprensión, de ternura, una voz que no juzga (en todo caso, es más implacable consigo misma que con los defectos, afrentas, sinsentidos de los demás, los cuales simplemente expone y, como mucho, reprende sin mucha intención, asumiendo lo sucedido como inevitable), una mujer que deja fluir los recuerdos, que va enhebrando el rosario de su vida, su único y verdadero patrimonio, las calamidades pasadas, la tranquilidad que vive en el presente y que en parte cree no merecer.

   En un escenario prácticamente desnudo, con unas luces que evocan la fiesta en que todo comenzó, el instante que Colometa considera como el inicio (aunque no olvide a esa madre que ya murió y, mientras, ella baila en la plaza), esa melodía que jamás la va a abandonar, que impregna sus palabras, las cuales a ratos toman prestado su ritmo, un banco de madera cobija a una mujer que, con las manos en el regazo, como conteniéndose, como protegiéndose, empieza a desgranar anécdotas, hechos, evocaciones, entre suspiros, con un tono monocorde, como distanciándose, precisamente por ello (como sucede en la novela) el espectador no puede evitar sentirse implicado, aportando sus propias emociones, recibiendo sin posibilidad de anestesia la virulencia de la miseria, del modo en que un país se vio abocado a luchar contra sí mismo, de un dolor profundo, cotidiano, insoslayable, que se enquista, que inunda, que acogota, que asesina, un lamento que aún conmueve más porque en parte se acepta, se vive como forzoso, sin ganas por luchar porque ya fueron aniquiladas, una progresión contenida hasta llegar al grito estremecedor que Lolita encarna con trazas de enorme actriz, con poderío escénico, saltándose la batería y cayendo a plomo sobre el patio de butacas, una hazaña interpretativa que impresiona y provoca una de las ovaciones más cerradas que he podido vivir/secundar en mi vida con todo el público puesto en pie. Tras asistir a este espectáculo tan vibrante y poderoso, la adaptación dirigida para TVE por Francesc Betriu queda un tanto empalidecida, magnificada en el recuerdo, porque aunque está bien contada y cuenta con una maravillosa Silvia Munt y un espléndido Lluís Homar, no siempre acierta a la hora de convertir en imágenes lo que Colometa narra, lo mostrado hace perder fuerza a lo que Rodoreda sugiere a través de su personaje, más desolador que ver a una madre tumbarse en la cama con sus hijos tras haber planificado la muerte de los tres (piensa que no hace daño a nadie porque, total, ya nadie les quiere, nadie les va a llorar), al margen de leerlo en esas páginas magistrales, prodigio de sensibilidad y candor, palabras que raen desde su inocencia, por la escasa importancia que se da quien las pronuncia, más amargo y desesperanzador es escuchar a Lolita, casi en trance, explicar su plan, los pasos que va a seguir, su convencimiento de que no queda otra opción (todo ello sumado al modo en que, momentos antes, con esos comedidos movimientos de manos –tan extraordinarios, tan adecuados, tan honestos, gestos que respiran verdad, esa manera de arreglarse sutilmente el pelo o de guardar el pañuelo en el puño de la chaqueta-, ha contado, como quien no quiere la cosa, que muchas veces se acuesta pronto junto a sus hijos, aún con la luz del día, para dormir mucho y, así, tener menos hambre). Una autora de semejante calibre tendría que ser más estudiada, dada a conocer, reconocida y, en ese sentido, la serie es un buen primer acercamiento, pero aún más lo es escuchar en la voz de Lolita esa prosa coloquial pero reposada, controlada, creíble hasta límites emocionantes como expresión de tantas mujeres a las que Colometa representa y Rodoreda homenajea, pero tamizada por el sumo gusto con que la escritora ha elegido cada palabra, la ha paladeado, la ha masticado con delectación, con conocimiento, con miras literarias, la ha mimado y acunado antes de depositarla en el papel (“Me había metido tanto dentro de la piel de mi personaje que no podía salir, es decir, incluso en casa hablaba como hablaba Colometa”).

miércoles, 22 de octubre de 2014

ESCUCHEMOS A LOS NIÑOS







  ¡La de veces que una discusión quedaba zanjada con la frase “cuando seas padre, comerás huevos”! Hablo, por supuesto, de mi niñez, de cuando ya daba muestras de ese genio que no me ha abandonado (aunque en ocasiones logro atemperarlo, no tantas como sería deseable –lo único bueno es que he aprendido a hacerlo muy gaseoso y que suelo arrepentirme a los pocos minutos del estallido, intento subsanar el error cometido, destierro a las primeras de cambio el mal rollo que se me posa sobre los hombros con excesiva facilidad, pero me gustaría saber contenerme mejor, sobre todo con quien no lo merece-), de esa velocidad en replicar con un comentario acerbo, irreflexivo, a destiempo, del berrinche que estallaba cuando mis planes, mis deseos, mis objetivos se torcían, no se desarrollaban según lo previsto, tenían que ser postergados (y el resultado final podía ser más gratificante, más enriquecedor, mucho más positivo que lo buscado, pero ya se sabe el drama que es para un niño caprichoso que le nieguen algo); sin intentar justificarme, ese ímpetu era en parte objeto de mi infinita curiosidad, de mis ganas por aprender, de haber accedido muy pronto a la lectura, a programas de televisión que espoleaban, llenaban de preguntas, de inquietudes, descubrían mundos, de ser estimulado en casa (especialmente por el tío Miguel) para todo ello, de creerme que “era más que un niño” y, por eso, me atrevía a plantar cara a los adultos, a exponer mis razones para hacer una cosa u otra, a querer tener (y a veces imponer) criterio propio y tomar decisiones que no me competían. Podemos volver a las frases hechas, tan trasnochadas y reduccionistas, tan falsarias y sin entidad, y, así, recordar que se supone que cada cosa debe llegar a su tiempo (¿Quién lo decreta? ¿Cómo saber que es el momento preciso para algo? ¡Ay, lo que intentamos enclaustrar, dirigir, esquematizar –por fortuna, la vida se escurre por cualquier resquicio-¡) Por supuesto que hay etapas que se van quemando, rituales que se van cumpliendo, un continuo aprendizaje que llevar a cabo (porque nunca se sabe todo, porque siempre hay sorpresas, porque lo más fantástico de este invento es que el manual de instrucciones siempre está por escribirse, nunca lo editan con todas las páginas por mucho que algunos gusten de sentir que controlan, gobiernan, dictaminan, sentencian, nada escapa a su control), hay una frontera firmemente trazada (puede que excesivamente, pero no podemos negarle su razón de ser y eficacia, su necesaria existencia) entre aquello para lo que un niño está capacitado (pensemos en la media, claro, no en Mozart) y lo que un adulto debe soportar sobre sus hombros, pero como nos escurrimos de cualquier intento de clasificación, etiqueta, definición, como cada uno es cada uno (sí, es una obviedad, incluso una absurdez, pero hay muchos que no lo recuerdan, que no dan la posibilidad a los demás de ser personales e intransferibles, más allá de rasgos, caracteres, lugares comunes), puede que se nos consienta proponer (a veces ni eso) pero la última palabra nunca se tiene claro quien la pronuncia, esos roles son intercambiables y el niño puede ser pequeño pero eso no implica que sea tonto e igualmente resulta complicado considerar entes adultos a ciertos especímenes, a ciertos descerebrados, a gentes que cumplen años pero no acumulan experiencia, la dilapidan, no la asimilan (o viven como entre algodones, en su particular esfera de luz y color –“o sin el “como””, apostillaría mi abuela-).
   Hay una larga tradición literaria en dar voz a los niños, en ocasiones con la perspectiva del tiempo, rememorando lo pasado, regresando a la infancia para analizarla, juzgarla, sopesarla, reconstruirla con los condicionantes, los prejuicios, los traumas, los rencores, las idealizaciones elaboradas en la edad adulta, en otras conservando las emociones prístinas, con la ingenuidad o desconocimiento de antaño, con el juicio implacable y certero que no concede matices, con la necesidad por comprender activada, con los sentidos hiperestimulados; en ese terreno, una de las escritoras que mejor supo conservar esa voz y transformarla en literatura de alto voltaje fue nuestra Ana María Matute, a la que nunca lloraremos lo suficiente (y a la que, como prometí en el momento de su muerte, se rendirá en este humilde ángulo oscuro del salón el homenaje que ella merece, aunque las circunstancias estén retrasando tantas melodías –pero, por lo menos, se está aprovechando para regresar a sus páginas y atesorar nuevos motivos de admiración-), capaz de, por así decirlo, “narrar en caliente”, en el momento en que una niña posa sus ojos en algo, cuando absorbe el más mínimo detalle con esa condición natural de esponja que los años van mermando e incluso anulando, intenta encajar las nuevas piezas que se le presentan en el puzle incompleto que es vivir (en ese momento, no se aceptan, no se contemplan, no satisfacen las explicaciones a medias, no se sabe desentrañar el doble sentido, lo implícito es escurridizo), los comportamientos de los mayores, los significados de sus silencios, su tendencia al secretismo, no tiene más referentes que lo poco o nada que le cuentan, lo que recién ha aprendido o ni tan siquiera ha tenido tiempo de conocerlo antes de que suceda, tanto en Primera memoria como en Paraíso inhabitado (por citar tan sólo dos de sus varias obras maestras) Matute narra, cede su voz a sus personajes, escarba dentro de sí misma para reproducir, hacer creíble que lo ahí se plasma son las palabras, las sensaciones, lo que unas personas de corta edad viven antes de poder ponerle nombre, de tener los datos precisos para contextualizar, para valorar, para reconstruir, para justificar, para dulcificar, para mentir. Precisamente, al iniciar una agradable charla con Ángela Armero, recuerdo Kamchatka, la agobiante y a ratos terrorífica cinta en que Marcelo Piñeyro recrea los primeros momentos de lo que dio en llamarse “el Proceso”, los negros años vividos en Argentina entre 1976 y 1983, cuyo mayor acierto, lo que mayor desasosiego provoca, es que el espectador contempla desde el presente mientras que los personajes no logran entender qué está sucediendo; la escritora me dice que debe ser una de las pocas películas del director argentino que no ha visto –“y eso que me gusta mucho”-, pero promete que la buscará y confío en que no se sienta decepcionada ante mi entusiasta recomendación.
   Al citar el filme protagonizado por Ricardo Darín y Cecilia Roth, mi pretensión no era la de hablar de plagios, copias ni demás zarandajas, sino la de inscribir Oliver y Max, la novela que Ángela ha publicado hace unos meses con Nube de Tinta, en esa tradición a la que antes me refería, muy explotada en el mundo audiovisual (precisamente del que viene, al que pertenece la autora, guionista para cine y televisión desde hace más de una década), aunque en esta ocasión un niño se alterne como narrador con su padre, pero mejor vayamos por partes. En realidad, el primer referente que aparece es El niño con el pijama de rayas de John Boyne, la estremecedora narración sobre un campo de concentración a través de la mirada noble e inocente del hijo de uno de sus máximos responsables, oficial de alto grado nazi que parece mandar en “Auchviz”, tal y como se refiere Bruno a ese lugar; aunque la obra de Ángela sólo tiene en común con la del irlandés ocurrir durante la II Guerra Mundial y estar contada al tiempo que los acontecimientos se desarrollan, sin añadir un adjetivo llegado desde ahora mismo, el éxito de aquella sobrevuela inevitablemente sobre cualquier nuevo acercamiento al asunto que se haga: “Es una novela que me gustó muchísimo y comprendo que, para recomendar o hablar sobre la mía, lo más fácil sea decir que como El niño con el pijama de rayas. No niego que es un referente y que la comparación me hace ilusión, aunque no fui consciente de las similitudes al principio porque yo me lancé a por la historia, fue lo que me atrapó, lo que me interesó y por lo que me puse a investigar y luego a escribir. Pero los textos que nos han marcado, el género utilizado, hay mil vasos comunicantes, el bagaje de cada uno, incluso cosas que no recuerdas hasta que de pronto te vienen a la cabeza y todo eso está ahí cuando te pones a crear: no había una pretensión de inventar nada y, como digo, me gusta tener acompañantes tan brillantes en este camino”. Y esa historia, esa pregunta, ese “¿aún es posible descubrir nuevos horrores nazis?”, el punto de partida de lo que ahora es Oliver y Max asaltó el ánimo de Ángela en Berlín durante una visita a Topographie des Terrors, muestra permanente, museo que se ubica en el lugar que ocupó la dirección de las SS, lugar en que conoció la Aktion T4, un programa de eutanasia creado y ejecutado por médicos, aplicado sobre los enfermos incurables, los niños con taras hereditarias, cualquiera que fuera susceptible de ser clasificado (y, por ende, condenado) como “improductivo”: “La magnitud del Holocausto, todo lo que sucedería a partir de 1942, ha tapado otras muchas persecuciones, otros crímenes que sucedieron en esos años y, aunque parezca mentira, aún queda mucho por descubrir, todavía nos iremos sorprendiendo con revelaciones, con pruebas, con datos. En este caso, lo que más me sacudió, yo creo que fue el verdadero impulso para querer saber más, fue conocer que era un programa llevado a cabo por médicos, por los que deben sanar, a los que se supone una vocación de entrega a los demás”. Y ese dato, esa idea, esa incomprensión, anidó en el cerebro de la escritora: “Hay ideas que persigues, que matizas, a las que das vueltas, las alteras, las desechas, regresas a ellas, y otras sencillamente te eligen: de repente percibes que estás en la onda correcta y que es por ahí por donde debes continuar y así me sucedió en este caso”.
   Ángela visitó el palacio de Hartheim, escenario de muchas de las matanzas de la Aktion T4, porque “en la documentación para una novela hay que llegar todo lo lejos que se pueda; a pesar de estar escribiendo ficción, nunca perdí de vista que, por encima de todo, quería homenajear a la verdad, contar cosas que sucedieron”. Y, así, aún se estremece al recordar algunas de las cosas que vio allí: "Tal vez lo que más me impactó fue ver la mirilla que había en la puerta de la cámara de gas, es decir, pensar en la frialdad, no sé ni qué palabra utilizar, en el hecho de que había quienes contemplaban morir a los que ellos mismos habían condenado, no les bastaba con eso: se recreaban. Además, me sigue dejando sin aliento la sistematización de la crueldad: los nazis buscaban la máxima eficacia para lograr sus objetivos, aplicaban baremos, comportamientos, estructuras industriales”. Y, en medio de esa locura colectiva, Oliver, hijo de uno de los cocineros del Reich, echa de menos a su madre, cree que se reencontrará pronto con ella, se siente abandonado por su padre, Max, obnubilado y seducido por su líder, ignorante de la suerte que va a correr su hijo, con la venda en los ojos que él mismo ha querido ponerse, dos voces narrativas poderosas que mueven al lector a rellenar los huecos, a anticipar horrores: “Me pareció necesario utilizar la primera persona ya que, por un lado, que un personaje explique su punto de vista, sus motivaciones, sus acciones, ese ha de ser el punto fuerte de un guionista, y por otro es tan sólo mi segunda novela, aún me queda mucho por recorrer como escritora, y prefiero primar la historia a la autora, no perderme en vericuetos o tentaciones que me hagan perder efectividad y agilidad”. Ésta es, tal vez, la característica más destacada y lograda de Oliver y Max: te atrapa, te arrastra, es muy verosímil, reproduce con acierto la manera de razonar de un crío de ocho años a través de capítulos cortos que son como trazos nerviosos, brochazos espontáneos e irrefrenables ("Utilizar la voz de un niño da permiso para recurrir a lo más visceral, no hay parapetos: el lenguaje es más poderoso porque entronca con lo más básico, con esos miedos ancestrales inevitables, con nuestra naturaleza más primigenia. Y le puse a Willy, un poco más mayor, como complemento, como guía, es un chaval un poco visionario si quieres, ha visto cosas terribles que le han hecho madurar a la fuerza, no puede ser tan ingenuo como Oliver”).
   Y, de pronto, antes de ceder el timón a Max, antes de que su voz complete el relato, hay un capítulo más largo que el resto en que lo espeluznante impregna cada pasaje, en que el lector del siglo XXI vuelca su pesado equipaje, en que pudiera pensarse que el ritmo se atempera pero, en realidad, la acumulación de datos y sucesos dispara nuestra adrenalina, epicentro del libro que provoca más de un gesto de dolor, para, a continuación, acompañar a Max en su particular camino de Damasco: “Con él he podido explorar más el contexto histórico y señalar la desinformación que se vivía en ese momento, aunque no he querido olvidar que, como es fácil comprobar cuando se visita Mauthausen, en muchos casos se sabía más de lo que se ha hecho creer o se quiere reconocer: el campo de concentración estaba en una colina, frente al pueblo, se veía la llegada de prisioneros, era mejor guardar silencio, a veces era la única posibilidad de sobrevivir. Por eso Max representa el respeto a la autoridad, el miedo inoculado por el poder en tantos ciudadanos, lo seducidos que muchos estaban y siguieron estando por Hitler, el aferrarse a la versión oficial para no hacerse preguntas”. Oliver y Max no ahorra detalles ni edulcora, no exagera ni engrandece, sabe mantenerse en la sutileza, sin evitar ni esconder lo tremendo, pero equilibrando con destreza el tono para mantenerse fiel a su premisa, la de dar voz a las víctimas, “aunque ha habido escenas que me ha costado imaginar”, reconoce Ángela Armero y le hago caer en la cuenta de que, precisamente, es lo que nos ocurre a los lectores: no tenemos que imaginarlas, sabemos que fueron verdad y por eso fustigan tanto, por eso deberían ser ineludibles novelas como la suya.

lunes, 13 de octubre de 2014

¿NUNCA SE HA DE DECIR LO QUE SE SIENTE?



  




 “Ya no tengo paciencia para algunas cosas, no porque me haya vuelto arrogante, sino simplemente porque llegué a un punto de mi vida en que no me apetece perder más tiempo con aquello que me desagrada o hiere. No tengo paciencia para el cinismo, críticas en exceso y exigencias de cualquier naturaleza. Perdí la voluntad de agradar a quien no agrado, de amar a quien no me ama y de sonreír para quien no quiere sonreírme. Ya no dedico un minuto a quien miente o quiere manipular. Decidí no convivir más con la pretensión, hipocresía, deshonestidad y elogios baratos. No consigo tolerar la erudición selectiva y la altivez académica. No me ajusto más con la barriada o el chusmerío. No soporto conflictos y comparaciones. Creo en un mundo de opuestos y por eso evito personas de carácter rígido e inflexible. En la amistad me desagrada la falta de lealtad y la traición. No me llevo nada bien con quien no sabe elogiar o incentivar. Las exageraciones me aburren y tengo dificultad en aceptar a quien no gusta de los animales. Y, por encima de todo, ya no tengo paciencia ninguna para quien no merece mi paciencia". ¡Cuántos abusan de la paciencia de los demás, cuántos actúan escudados impunemente en la buena educación de los que sufren sus desmanes, amparados por una corrección que supone una prisión, una condena, un freno que en ocasiones nos imponemos nosotros mismos! Las palabras con las que se abre este texto llevan un tiempo recorriendo Internet de acá para allá, aplaudidas por unos, refrendadas por otros, coreadas y vitoreadas por el resto, pero atribuidas erróneamente (o por algún “genio” de la informática que quiso garantizarse la inmortalidad –escasa, porque el internauta cero, el que lanza la bola, el que crea el contenido que se transforma en viral no suele trascender- buscando los auspicios de alguien que deja pequeña la palabra “popularidad” y con un prestigio generalizado a prueba de bombas) a la maravillosa e inteligente actriz Meryl Streep, quien sin duda estará de acuerdo con cada palabra, con las afirmaciones debidas a José Micard Teixeira, autor de varios de esos libros que se califican como “de autoayuda”, reconociendo que, en realidad, reúnen unas cuantas obviedades en las que cualquiera podría reparar si no nos dejásemos impregnar tan a menudo por la mediocridad rampante que nos rodea, esa que convierte en gurús a los emisores de mensajes simplistas, buenistas, plagados de conformismo, de ñoñería, de palabras tomadas de otros a las que se adereza (o ni eso) con el toque personal del Coelho, Bucay, Punset –Elsa, aunque el gran Eduard también tomó esa deriva, por desgracia y por réditos-, Espinosa o Byrne de turno, supuestas fórmulas mágicas que destierran todo mal de un plumazo, que si fuesen aplicables, si demostrasen su eficacia, no se comprende por qué no se siguen a pies juntillas (eso por no mencionar otros libelos –en la segunda acepción del DRAE, me niego a llamarlos libros, aunque también sean denigrantes, como se indica en la primera, porque toman a los lectores por tontos que necesitan ser iluminados, dirigidos, bendecidos con su oratoria-, esos manuales para hacerse millonario sin trabajar, hacer amigos hasta durmiendo o utopías de ese jaez), mantras que, como ya se ha señalado, cuando nos resultan adecuados, certeros, precisos, es porque responden a un estadio ideal que, por desgracia, es inalcanzable en un mundo en que el sentido común es insólito, en que el encorsetamiento emocional es la norma, en que se enarbolan banderas a las que se rinde juramento con palabras vaciadas de contenido que cada uno reinterpreta a su conveniencia y utiliza como arma arrojadiza, en que unos pocos se han hecho los amos del lenguaje e incluso dictaminan cómo debemos pensar, pasear, sonreír (vamos, que George Orwell, al que regresaremos muy pronto en este blog, está de plena vigencia, en contra de lo que nos gustaría creer).
   En un mundo que sobrevalora la sinceridad, pero sólo la que es brutal, innecesaria, maleducada, con la que algunos justifican su osadía, su inconveniencia, su escaso o nulo proceso mental antes de proferir las palabras que salen disparadas de su boca como si naciesen en la laringe sin haber pasado por los circuitos adecuados, su palmaria ignorancia, en realidad no queremos que nadie nos diga las cosas a la cara, preferimos los subterfugios, camuflarnos en frases hechas, en falsos paraísos (especialmente, esos que no tienen recato en soltar un exabrupto, una ofensa, una grosería que rematan con la frase comodín, con su particular patente de corso, “ya sabes que yo soy muy sincero”, pero no consienten que les quites la venda de los ojos o pretendas que escuchen lo que no les interesa, por mucho que sea en su beneficio), reprendemos al que alza la voz incluso aunque nos defienda, aunque dé la cara por el resto (y aceptamos el esclavismo, el servilismo, la opresión de la que se hace cómplice cualquiera que diga “no muerdas la mano que te da de comer” para no ejercer la autocrítica, para procurar cambiar lo que no está bien, para mejorar y crecer –y, así, la más alarmada, diríase injuriada, herida en lo más hondo, la más alterada por las verdades vertidas en 24 horas de un periodista desesperado fue aquella con la que la novela hacía justicia, dándole voz, denunciando las tropelías sufridas, pero ella, pesebrista de oficio y corazón, decía que “no se puede atacar a esta dirección a la que debemos tanto” (aquí, como en Evita, el coro debía matizar “a la que debes tanto”, aunque ya vimos cómo la protegieron, mimaron, ayudaron, sí, jajajaja –lo más que ha logrado, y a buen seguro que pasando humillaciones que en realidad no habrá recibido como tales, es saberse desterrada, arrinconada en un lugar al que prometió no volver en voz muy alta-)-). En esta época procelosa, no ya en lo general (por lo señalado y, como cantaría Luis Aguilé, por muchas cosas más), sino en lo íntimo, en lo personal, en lo familiar, en lo propio, pasando muchas horas en la sala de espera de un hospital, una de las pocas razones para sonreír en aquel lugar (incluso para carcajearme, lo que evité/reprimí para no parecer un alocado inconsciente) fue la lectura de un libro magnífico (descubierto, como tantos, gracias al olfato y conocimiento de Pablo, quien llevaba tiempo detrás de él al igual que de su versión cinematográfica –que también hemos paladeado no hace mucho-), de un texto fresco, sorprendente, auténticamente rompedor, sin tapujos, revolucionario en su sinceridad, en su falta de prejuicios a la hora de hablar sobre sí misma y sobre su familia, sobre su entorno y las personas a las que conoció, inmisericorde especialmente con su físico, su brusquedad, su particular carácter, su condición de rara avis (precisamente como el título de la colección en que la editorial Alba ha rescatado su nombre, su autoría, su obra), una novela autobiográfica en realidad más lo segundo que lo primero que rompió moldes, que diríase escrita hace cuatro días cuando, desde su espléndida atalaya literaria, contempla el mundo actual con la lucidez que sus algo más de cien años le otorgan: Mi impresionante carrera de Miles Franklin (nacida como Stella Maria Sarah Miles Franklin, una de las autoras australianas más prestigiosas, desconocida en España, como tantas, hasta que personas que siguen ejerciendo el noble oficio de la edición sin olvidar el elemento fundamental, el disfrute como lector, han intentado subsanar parte de este error con el volumen que ahora gloso con veneración y vehemencia). El modo en que la autora retrata sus años de infancia y juventud, la espontaneidad y verosimilitud utilizadas para glosar las costumbres, los modos, la manera de pensar y comportarse de propios y ajenos, su prosa fresca, amena y aparentemente intrascendente, propia de una muchacha, su capacidad para escarbar, barrenar, sacar a la luz tropelías, incoherencias, esquemas, tradiciones obsoletas que colisionaban con los cambios sociales del momento, la lupa de aumento que aplica a lo que le sucede y, especialmente, a los que están cerca abrió muchas heridas en 1901 cuando Mi impresionante carrera vio la luz y como, tal vez por todo esto, obtuvo un éxito fulgurante, la autora prohibió su reedición hasta después de su muerte –acaecidad en  1954- y su secuela, My Career Goes Bung, retrasaría su publicación hasta 1946 al ser considerada por sus editores demasiado explícita. Y el caso es que no es nada brutal, no se recrea, en todo caso guarda para sí misma sus peores dardos, las diatribas más desatadas y crueles, pero tampoco ahorra detalles, maneja con soltura un escalpelo muy afilado que sin recato va dando pequeños cortes permitiendo que aflore la naturaleza de cada uno, a veces narra como con descuido, sin dar importancia a lo que sucede, lo que provoca en el lector mayor sorpresa, pasmo, regocijo, impacto que si utilizase técnicas tremendistas.
   Sybylla Melvin, el trasunto literario de la autora, es un personaje al que The Times calificó como una heroína que “con su conmovedor encanto, su carácter impetuoso, su falta de decoro, está al nivel de las grandes figuras románticas del siglo XIX”; es una joven que es consciente desde muy pronto de no haber nacido en el lugar adecuado para desarrollar sus instintos, sus pulsiones, sus ganas de aprender, sus anhelos artísticos, su personalidad indomable, su independencia, alguien que no duda en presentar batalla en cualquier frente con tal de ver sus deseos satisfechos, una muchacha que se presenta de este modo a los lectores en misiva fechada el 1 de marzo de 1899: “¡Australianos todos, queridos compatriotas!
   >>Tan sólo unas breves líneas para deciros que esta historia trata de mí, sólo de mí, y que por ningún otro motivo la escribo.
   >>Soy muy egocéntrica y no pienso disculparme. En este aspecto al menos, aspiro a superar otras autobiografías. Otras autobiografías la cansan a una con tanta excusa por tanto egocentrismo. ¿A vosotros qué más os da si soy egocéntrica? ¿Qué más os da si es importante o no que yo sea egocéntrica?
   >>Ésta no es una novela de amor; demasiadas veces he oído ya ese consabido soniquete de penurias y dificultades para perder ahora el tiempo lloriqueando mucho o poco con sueños y fantasías; tampoco es una novela épica; sólo es, ya lo he dicho, una historia, una historia real. Tan real, tan realmente real –suponiendo, claro está, que la vida sea algo más que una pequeña y cruel quimera-, tan real, digo, en su hastío y las amargas penas del corazón, como reales son los árboles del caucho en su majestad y sustancia: entre ellos vi yo la luz por primera vez.
   >>Mi lugar en el mundo no me resulta agradable. Ah, cómo odio esta muerte en vida que se ha tragado enterita mi adolescencia, que engulle con ansia mi juventud, que va a devorar toda mi vida adulta y en la cual va a consumirse mi vejez ¡si es que sufro la maldición de llegar a vieja! A medida que, a través de larguísimos días sobrecargados de esfuerzos, mi vida se arrastra hacia el mañana con su agónica y totalmente irreconciliable monotonía y estrechez. ¡Cuánto se corroe mi espíritu y mordisquea en vano sus irrompibles grilletes! ¡Y siempre en vano!”.
   La que avisa no es traidora, ¿verdad?: ya en estas primeras palabras apabullan el ritmo, el tono, el conocimiento del uso del lenguaje, la construcción del relato, la poderosa personalidad literaria de alguien que apenas ha cumplido los veinte años, quedando patentes ya en este exordio su madurez intelectual y su enorme talento, el mismo que va a seguir derrochando a lo largo de todo el volumen, sin fisuras, sin arritmias, sin desmayos, proporcionando una lectura imparable, amena, jocosa, alucinante, que involucra, nos interroga, nos convierte en aliados, en defensores de su causa, en cómplices de sus planes, de sus triquiñuelas, de sus titubeos, incluso de sus latigazos verbales (y físicos), ensañándose en los que dirige hacia sí misma (“(…) he sido maldecida con el poder de la comprensión y del pensamiento y, lo peor de todo, con el poder del sentimiento, y marcada con el punzante dolor de la fealdad”). La adaptación cinematográfica con la que Gillian Armstrong debutó en la dirección de largometrajes recoge el aire entre indolente y reprobador de la narración, su sencillez expositiva y acierta de pleno al echar sobre los hombros y el rostro de la gran Judy Davis (una recién llegada, prácticamente una novel en la pantalla, un primer papel protagonista que le valió un doble Bafta –como debutante y como mejor actriz sin más adjetivos ni especificaciones-), quien se gradúa con todos los honores y deja clara su calidad, su fuerza, su histrionismo bien medido, su capacidad para transmitir desde el hieratismo, su mirada cargada de significados, su maestría a la hora de expresar lo que no se dice, regalando una interpretación de muchos quilates, hermanándose con Miles Franklin a la hora de demostrar madurez y excelencia, llegando más allá de lo que muchos veteranos ni tan siquiera olfatean tras muchos años de entrega y oficio; diríase que la autora tuvo que ser como la actriz o que ésta piensa lo mismo, que ha mezclado sus propias palabras con las escritas, casi imposible saber dónde termina una y empieza la otra, en una comunión como pocas veces se ha dado, en una transmutación que provoca que veamos, sintamos, imaginemos a Judy Davis cuando leemos fragmentos de Miles Franklin tan explosivos y representativos de su obra como éste con el que desaparezco para que se lancen a la búsqueda de Mi impresionante carrera en cualquiera de sus versiones (sólo añadir que es un soliloquio, o sea, se lo dice a sí misma): “Sybilla Penelope Melvyn: eres increíblemente engreída, ¡no hay quien te gane! Conque de verdad te has creído tan importante como para sacar a un hombre de un apuro, ¿eh? Un hombre fuerte, sano y joven por demás, que mide más de uno noventa en calcetines, un hombre de negocios sensato y muy bien relacionado, un carácter sin tacha que cuenta con amigos influyentes, un hombre del campo con mucha experiencia, un hombre con sentido común y, sobretodo, un hombre… ¡un hombre! El mundo es de los hombres. ¡Ja, ja! Y tú, Sybylla, te lo has creído. Tú, una adolescente canija y fea, pobre inútil, que no tiene la menor importancia: un trozo de carne humana y sobretodo, mejor dicho, por debajo de todo, una mujer… ¡nada más que una mujer! ¡Sólo un degenerado sin oficio ni beneficio recurriría a ti en busca de apoyo! ¡Ja, ja! ¡Qué engreída!”.