jueves, 21 de agosto de 2014

EL PADRE DE TODOS LOS MISTERIOS



  




 Para el que ha sido lector curioso antes de que empezasen a imponerle lecturas e interpretaciones en las aulas (esa absurda –por no emplear otros adjetivos- manera de “enseñar” literatura, ese empeño en que se le coja tirria a lo artístico, esa memorización obligatoria de datos, emociones, sensaciones, opiniones prestadas y obligatorias que cercenaban el más mínimo atisbo de interpretación propia, de vivencia del texto -eras poco menos que un rebelde si osabas usar tu propia voz-), para el que entraba en diálogo directo con los libros y buscaba en ellos mismos las respuestas a las preguntas que iban surgiendo según se devoraban páginas, para el que jamás sintió que leer fuese un deber (por mucho que los títulos objeto de examen dejasen mucho que desear y fuesen en la mayoría de los casos la mejor opción para que cualquiera renegase y abjurase de lo que, por encima de todo, ha de ser un placer y como tal debe ser explicado y que los enseñantes no demostrasen su amor por la materia –con contadas excepciones que ya he citado en alguna otra ocasión- y, por lo tanto, no pudiesen transmitir lo que desconocían), para el que antes de tener claro por dónde iba a encaminar sus pasos profesionales supo intuir que los libros siempre estarían cerca, las que llamábamos “ediciones de Cátedra” (porque lo eran, claro, pero era la forma de marcar diferencias con otras posibles, era una especie de código restringido que ahora explicaré un poco mejor) constituían un deleite por esas profusas introducciones en las que se daban mil detalles sobre el autor, su época, las circunstancias históricas, su obra en conjunto y el título que fuese objeto del análisis en concreto. Para muchos eran un prólogo farragoso, plúmbeo, que es cierto en ocasiones destripaban la trama, algunos de los giros sorprendentes, la resolución (debo confesar que esos apartados en concreto solía leerlos al final, una vez hubiese terminado la lectura, porque una cosa es querer estar informado, leer con cierto conocimiento –sobre todo cuando te van a examinar y te van a pedir que recites como un papagayo lo que allí se cuenta- y otra bien distinta no llegar por ti mismo, esa primera vez, al momento cumbre de la historia), pero que siempre me resultaron muy gratos (sobre todo cuando llegué al Instituto) porque servían para descubrir universos, realidades, otras obras que leer por auténtico placer, por elección, porque al ser una pasión acumulaba sin sentir, sin esfuerzo, sin tener que aplicarme, fechas, nombres, títulos, sucesos, conexiones (es decir, todo lo que me costaba horas y horas en cualquiera de las asignaturas relacionadas con la Historia –incluso cuando las impartía Margarita Giménez (“Con G, por favor”, decía siempre), una de las maestras que nunca olvidaré-); pero con estas “ediciones de Cátedra” podían suceder dos cosas: que los profesores nos las hicieran aprender de cabo a rabo evitándose tener que explicar tal o cual lección (de ahí que, al margen de lo dicho, muchos alumnos les tuviesen un gato tremendo y, de no ser obligatorias, las evitasen) o que, en esa ley del mínimo esfuerzo en que todos hemos caído (se trataba de aprobar, de superar el obstáculo), a veces desmotivados por un señor o señora que se ponía a leer con tono monótono lo que llevaba escrito en papeles manoseados, ajados, casi con la tinta borrada por los años de uso, nosotros mismos nos limitásemos a memorizar lo más posible (y hasta pretendiéramos hacer pasar por propio) de lo que alguien con más conocimiento, preparación, gusto por la literatura, saber didáctico, amor por la materia de estudio, narraba en el pórtico, en la introducción, en el magnífico prefacio que Cátedra garantizaba.

   Y ha sido como entrar en la máquina del tiempo porque, aunque muchos de aquellos ejemplares de mis años de estudiante siguen en la biblioteca, aunque he tenido querencia por adquirir sus ediciones para seguir descubriendo y aprendiendo, llevaba bastante tiempo sin abrir un libro de Cátedra hasta que he pasado los últimos días deleitándome con La sotana negra de Wilkie Collins, volumen muy reciente de las Letras Universales con que el querido sello sigue acercándonos títulos imprescindibles y otros que merecerían mejor consideración y recuerdo, propuestas muy estimulantes y variadas, prologados como es marca de la casa por estudiosos que no sólo conocen aquello sobre lo que disertan sino que lo aman, a los que se nota disfrutar con la lectura, que comunican con frenesí, con arrebato, con gozo, sin perder de vista la erudición pero facilitando la comprensión, inyectando interés, abriendo el apetito. Y, sin duda, lo que hace Damià Alou en esta edición es digno de encomio y cualquier adjetivo que exprese satisfacción, agradecimiento y rendición se quedará corto porque el modo en que nos acerca la figura de Wilkie Collins y analiza su trayectoria vital y literaria, hace hincapié en los detalles precisos para que podamos vislumbrar un poco (un mucho) mejor la personalidad agazapada (y tantas veces manifiesta) detrás de sus criaturas, de sus ficciones, el porqué de la elección de ciertos temas, el modo en que sus personajes dan voz a inquietudes de la época, lo audaz de sus planteamientos, lo transgresor de sus desarrollos, lo moderno y osado que sigue resultando en tantas páginas, el trabajo que despliega ante nuestros ojos es brillante, vibrante y revelador, conformando un mapa a seguir que no pretende imponer rutas, tan sólo ser un punto de partida, un apoyo, un impulso, un refrendo de lo percibido en lecturas previas, un mero movimiento en ese autor poliédrico que es Collins para que, al contemplarlo ahora, tantos años después de haberlo leído por primera vez (y, lo confieso, sin haber regresado lo necesario a sus letras –y no será porque no hay posibilidades en casa en forma de libros no leídos (mea culpa)-), su figura crezca, su ya apreciado talento aún resulte más inconmensurable, apetezca seguir leyéndole con fruición.

   Porque, por encima de todo, Wilkie Collins es un autor muy fácil de leer, conoce como pocos los resortes para un lector no despegue la vista, fue en realidad el inventor de muchos de ellos (algunos convertidos en meras fórmulas, en trucos facilones, despojados de su pericia por malos imitadores, por copistas que ni siquiera conocen el original, por remedos vulgares de su prosa rápida, efectiva, fruto de un trabajo previo muy calculado y meditado antes de lanzarse a la escritura, bien acompasada al ritmo que quiere imprimir a la narración), entrevera sus tramas apasionantes, misteriosas, repletas de sucesos extraños o directamente paranormales (cuando la palabra ni existía, pero había un claro interés por los otros mundos posibles, por los espíritus, las posesiones, los fantasmas, los ectoplasmas, las difusas fronteras entre lo real, lo prosaico y lo inmaterial, lo imaginado, lo entrevisto, lo inefable), sus argumentos para muchos truculentos, sangrientos, llenos de efectismos se enriquecen con acerbas críticas sociales, con una defensa de los aplastados e inexistentes derechos de las mujeres más virulenta y contundente que otras voces de su momento y posteriores, desmarcándose de lo convencional, de lo inane, proporcionando un gran entretenimiento pero sin descuidar el calado de cada palabra, exponiendo a lo largo de su producción todo un alegato en favor de las libertades individuales, especialmente, como se dijo, de la deseable para el sexo femenino. La sotana negra, sin alcanzar la perfección formal y de desarrollo de La piedra lunar o la creación de atmósfera envolvente y a ratos irrespirable de la maravillosa La dama de blanco, supone por sí misma una lectura muy placentera tanto para el que conoce al autor como para el que se adentra por primera vez en su narrativa (en esa tesitura, aún más capital el paso previo por las palabras de Damià Alou como aperitivo para lo que ha de venir después); jugando con los puntos de vista como sólo él sabe hacerlo, otro de los recursos en que fue maestro (aunque en esta ocasión no hay tantos narradores, la obra es menos polifónica que las anteriormente citadas pero el peculiar uso de la tercera persona, el modo en que ese autor desconocido se manifiesta –el propio Collins camuflado en la omnisciencia, a veces pudiera pensarse que uno de los personajes involucrados al permitirse opiniones muy directas y apelaciones al lector-, nunca permite vislumbrar cómo van a sucederse los hechos), Collins va entrando y saliendo de la correspondencia entre los personajes para anticipar sucesos, desvelar dobles juegos, descubrir añagazas, sembrar datos cuyo conocimiento por parte del lector agudiza la tensión y provocan que se quiera anticipar lo que ha de suceder, tomando partido, involucrándose, sorprendiéndose de la frescura y de la por desgracia triste actualidad que poseen muchos de los parlamentos, de las actitudes, de los deseos, de los intereses, de las ambiciones de los protagonistas (sin entrar en las consideraciones meramente religiosas que cada uno recibirá, secundará, rechazará según sus creencias, el asunto central, aquellos que se aprovechan de su ascedente, de lo que representan, de lo que encarnan para los que tienen fe, aquellos fanáticos que vulneran los mandamientos que deberían cuidar y respetar, esos que sólo buscan un rédito personal, medrar, ascender casi hasta compararse con la divinidad a la que afirman rendir culto, los que utilizan la religión como amparo y justificación para sus desmanes, todas estas realidades nos resultan muy cercanas, sabidas y reconocibles). Es, sin duda, una regocijante noticia confirmar que Wilkie Collins es un autor que siempre está en plena forma, que jamás pasa de moda y que inventa, imprime genio y carácter, renueva constantemente, hace grande el tan apreciado género del suspense.              

miércoles, 20 de agosto de 2014

LO QUE SE OCULTA EN EL ALMARIO


  


   (Descubro con estupor que, según el DRAE, “almario” es sinónimo de “armario”, sin conceder al término una segunda acepción enriquecida de poesía que hiciese alusión a esa cavidad de cada uno, a ese recoveco en que escondemos nuestra verdadera identidad, a ese almario al que tanto nos cuesta asomarnos)
   A García Márquez hay que tenerle siempre cerca, nunca está de más, es una ayuda permanente, un continuo regalo, una inspiración necesaria, una brújula que indica el camino, un maestro del que nunca se termina de aprender todo, que gana con el paso del tiempo, cuyo verbo de por sí vitaminado va ganando en propiedades y salubridad, se enriquece por sí mismo, por generación espontánea; y no, todavía no ha llegado el momento de, como prometí, detenernos en su magna obra (permítanme que termine alguna lectura más), pero es que se anticipa a cualquier cosa que pretendo escribir por nimia que sea, porque cuando piensas que has llegado a un sitio y podrás construir tu parcelita, pequeñita y humilde pero propia al fin y al cabo, descubres que ya ondea la bandera que demuestra que, en el territorio de las palabras dichas, sentidas, vividas, nacidas en español o cualquiera de los dialectos, lenguajes, idiomas, jergas, argots, expresiones que lo perfeccionaron, incrementaron, asimilaron, potenciaron, asumieron, manipularon, variaron, iluminaron (y, por desgracia, olvidamos, corregimos, silenciamos, ignoramos, desterramos, perdimos su riqueza, colorido, viveza, ingenio, poder de expansión, tanto vocabulario desperdiciado que, por mucho que Gabo, Carpentier, Vargas Llosa, Benedetti, Borges, Fuentes, tantos otros hayan limpiado, fijado y dado esplendor en libros imprescindibles, jamás vamos a conocer, apreciar, saber utilizar), cualquier conjunción de letras que planifiques ya ha pasado por el magín de este escritor capital y la ha convertido en frase legendaria, sentencia inolvidable, párrafo que pasma por su sencillez, fluidez y concreción, fruto de un trabajo despacioso, tomado muy en serio, con la conciencia puesta en los receptores, palabras irrepetibles porque sólo alguien de su talento puede utilizarlas con semejante precisión, ensanchando su significado, iluminando almas. El caso es que andaba dando vueltas a lo que hoy quiero contar y en el interesante volumen Yo no vengo a decir un discurso (editado, como el resto de su producción, por Literatura Random House) en el que se reúnen algunos de los textos que concibió para ser leídos en público, leo que, evocando al cubano Félix B. Cagnet, el autor de El derecho de nacer, nombre capital para estudiar, analizar y comprender el fenómeno de las radionovelas, Gabo recuerda que en una ocasión le dijo: “Yo parto de la base de que la gente quiere llorar, lo único que hago es darles el pretexto”.
   Y el caso es que por ahí quería empezar (llevo unos días pergeñando el presente escrito) sin saber que el pórtico perfecto estaba por llegar: sé que la frase no es de la tía Carmen, pero se la escuché decir muchas veces al terminar una película de esas que nos arrebataban desmesuradamente, esos melodramas fastuosos en los que es imposible refrenarse, esos filmes que te encogen el corazón y terminas anegado en lágrimas (lo cierto es que, entre otras muchas cosas, he aprendido de la tía a vivir con intensidad lo que me gusta y a expresarlo: si se trata de una comedia, nadie como ella para soltar carcajadas estruendosas y sinceras –se ríe con todas las ganas del mundo y algunas más-, si es un drama, moquea, tiembla, se desespera), el caso es que, al terminar, mientras recogía el pañuelo empapado, manoseado, estrujado, recuperaba la compostura y echaba fuera el sofoco experimentado, se removía toda satisfecha y rubricaba la función con su “¡Cómo he llorado! ¡Qué bien me lo he pasado!”, porque de eso se trataba, de olvidarse por un rato de uno mismo y sufrir con, por, en los demás, en los de mentira, en los de la película (el objetivo sólo se conseguía cuando era posible la interactuación, cuando el corazón recogía los impulsos y los daba cauce, por eso la tía se lo sigue pasando de miedo con alguna de Bette Davis, por mucho que haya quien no lo comprenda). Y, como digo, he heredado esa manera de contemplar un espectáculo, tengo una enorme facilidad para hacer mías las emociones de los personajes, de los artistas, y bien por lástima, por rabia, por pena, por dolor, bien porque me dejo llevar por el síndrome de Stendhal y la belleza me cautiva hasta el último recodo, bien porque la alegría me inunda, son múltiples las ocasiones en que me recuerdo llorando sin poder ni querer evitarlo, no sólo con la muerte de Chanquete como todos en aquella funesta sobremesa de domingo –mazazo traicionero y mal dado, aunque anunciado por activa y por pasiva antes de la emisión del capítulo, visto ahora ya no me provoca la misma reacción-, sino al terminar el musical Billy Elliot en Londres (una de las cosas más bellas que he visto sobre un escenario), al contemplar a un Charles Azanvour de 80 años interpretar La bohème, en el momento en que doña Concha Piquer dice lo de “anda, rey de España, vamos a dormir” en Y sin embargo te quiero o en la tercera estrofa de Picadita de viruela cuando resulta que “el mozo que la cantara volvió otra vez a pasar” o justo cuando, a punto de abandonar la casa familiar ya como mujer casada, Tina pregunta en La solterona: “¿Dónde está tía Charlotte?” (y es evocarlo y notar cómo los ojos se me empañan y me estremezco). Del mismo modo, en más de una oportunidad he tenido que dejar de leer porque no podía distinguir las letras a través del velo que las lágrimas formaban: me sucedió con La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro en su tramo final y seguí un buen rato aferrado al libro ya cerrado, meciéndolo, llorando en silencio; El niño con el pijama de rayas de John Boyne me dejó primero noqueado y, poco a poco, empecé a hipar, a tiritar, a sentir que algo se me quebraba hasta que rompí en llanto liberador, aunque angustioso e inconsolable; podría seguir enumerando ejemplos, pero prefiero quedarme con el último libro que, por el momento, ha conseguido que lo terminase faltándome el aire, cabeceando, sufriendo (aunque disfrutando con el modo en que está escrito, con la mucha sensibilidad que el autor destila), intentando contener las lágrimas, dando rienda suelta a un miedo ancestral que te hace sentir vulnerable, siempre niño, momento al que, se diga lo que se diga, nunca llegas realmente preparado: el de perder a tus progenitores. Un monstruo viene a verme, publicada en España por Nube de Tinta, parte de una idea que la estupenda autora de literatura infantil Siobhan Dowd no pudo desarrollar debido a su prematura muerte y que ha visto la luz gracias a que Patrick Ness aceptó el encargo de concluirla (“Tenía los personajes, una premisa y un inicio. Lo que no tenía, desgraciadamente, era tiempo”), aunque no trató de imitarla (“(…) lo que tienen las buenas ideas es que generan otras ideas”).
   Partiendo de un escenario absolutamente reconocible, el terror a lo que puede aparecer en nuestra habitación por las noches, lo que se oculta debajo de la cama, lo que se agazapa dentro del armario, los miedos que adquieren forma, las amenazas que se hacen corpóreas, las pesadillas que contemplamos con los ojos abiertos, Ness nos presenta a Conor, un chaval de trece años que debe enfrentarse al monstruo que crean sus propias aprensiones, el espanto a que la sombra ominosa que planea sobre su madre, que ya es una realidad palpable, extienda su manto oscuro totalmente, implacable, asolando, destruyendo, dejándole desamparado, a merced del dolor lacerante que apenas logra acallar, herida que palpita incesantemente, fiebre que le hace contemplar la vida con distancia, con rencor, a la defensiva, sin tener claro qué imagina y qué sucede, sin querer examinar sus sentimientos, sin poder esquivar el continuo topetazo con un muro infranqueable e inevitable. Con enorme sensibilidad y economía de recursos, casi como si narrase el adolescente aunque la novela esté escrita en tercera persona, Ness va desgranando una atmósfera irrespirable que nos atenaza más por lo que sugiere que por lo que hace explícito: sin olvidar que se dirige a lectores de la edad del protagonista, abordando el asunto con exquisitez, sin ahorrar nada pero sin recrearse en los detalles, acariciando las teclas precisas, conmoviendo desde la contención, con un lenguaje sencillo que capta lo inexplicable, lo que hay dentro de cada uno y no somos capaces de verbalizar, el autor sabe hablar a los adultos, a los que tantas veces nos hemos sobrecogido ante la enfermedad de alguno de nuestros progenitores, a los que nos hemos sentido heridos al verles frágiles, vencidos por la edad, desprotegidos, despojados de ese aura de invencibilidad con que gustamos de revestirlos cuando son nuestro único refugio (ya lo cantó Roberto Carlos: “Cuando era un niño y podía llorar en tus brazos y oír tanta cosa bonita en mi aflicción”). Conor es uno de esos niños tristes que conmocionan por la naturalidad con que se envuelven en esa coraza, como si fuese su única posibilidad de supervivencia, niños que, aunque no comprenden por qué (no es que de mayor se entienda mejor, pero nos inventamos salvavidas, asideros, metáforas, escondrijos que, por mucha imaginación que tenga un crío, no sirven de nada a una corta edad puesto que, a la hora de la verdad, se impone el pragmatismo infantil, su necesidad de concretar, su confusión cuando se comparan con otros chavales y se notan diferentes –reveladoras, en este caso, las escenas que tienen lugar en la escuela: las burlas de algunos compañeros, la insólita solidaridad de otros, la conmiseración de los profesores-), optan por seguir camino sin hacer patente su congoja, rumiando su rabia, acumulando inquina, alimentando su encono, despreciando las bonitas e inanes palabras de los adultos, mirando con ojos que hacen auténticas prospecciones en el ánimo de los mayores, desmontando la ficción, decolorando el tinte rosa que quieren imprimir al horizonte, cerceando cualquier vía de escape.
   En su novela Los desolados, Javier Menéndez Flores pinta un momento en que uno de los personajes contempla a su madre mientras sube al autobús que la llevará a su casa, es invierno en la Puerta del Sol, es un día oscuro y muy desapacible, creo recordar que llueve o al menos la tormenta es inminente, se percibe el frío en cada palabra, y esta mujer se estremece al comprobar que su madre es muy frágil, que puede quebrarse en cualquier momento, que ya no es ese ser indestructible que la protegía de todo, que ella no es capaz de preservarla de los embates de la edad, del paso del tiempo, del deterioro que asumimos como parte del juego. Recorrer Un monstruo viene a verme me hizo regresar a ese prodigioso, mesurado, vívido, turbador, emocionante y sobrecogedor texto al que Pablo quiso que pusiera voz, esa crónica doliente y comedida, equilibrada y sentida, en que rememoró los últimos meses de vida de su madre, esa ausencia tan presente, ese dolor callado por el que no me atrevo a preguntar (tal vez por miedo a que mi propio dolor aumente, tal vez por incapacidad para contenerlo y atenuarlo, tal vez por cobardía, por temer -y constatar- que no estaré a la altura, tal vez porque no es necesario ya que hay conexiones, vínculos, apoyos, cariños que no precisan de palabras sino de acciones, de permanencias, de certezas); pero en ese texto también está la herencia vital y emocional recibida, el ejemplo impagable de alguien que le enseñó (y a mí a través de las palabras de su hijo, de los sentimientos convocados en cada frase, de la viveza expresiva con que Nidos de gaviotas sacude al lector –multiplicada cuando, además, hay que darle vida en voz alta-) a apreciar, valorar, buscar y amplificar las posibilidades de ser feliz, expectativas tan o más importantes y enriquecedoras que el en ocasiones mero disfrute, un poco al modo de esa canción de Alberto Cortez que tanto me gusta en la que afirma “prefiero, más que llegar, pensar que ya voy llegando”. Y, una vez más, su empaque, su sensibilidad, su acertado análisis me ha dado empuje, alas, movimiento, al igual que lo hace Conor, quien tan sólo desea llamar a las cosas por su nombre, comprender que no es malvado por desear que el dolor termine, que puede sonar egoísta pero que cuando sólo es posible una verdad lo mejor es decirla, asumirla, gritarla, porque eso nos prepara para afrontar lo que, sin duda, ha de venir después, aunque fue inevitable sentir en toda su magnitud el escalofrío que me atenazó el otro día cuando vi a mi padre sentado esperando el metro y le encontré demasiado delgado, mayor, empequeñecido, pendiente de unas próximas pruebas médicas, y todo se me mezcló y anticipé esa orfandad que, en realidad, siempre llevamos a cuestas. Por eso le dije a Pablo que, aunque es una maravilla, hay que esperar el momento adecuado para leer Un monstruo viene a verme, magnífico compendio de esos terrores de los que jamás podremos desprendernos, lectura que revuelve, turba, pero nos engrandece, nos hace mirar con ojos aún más enamorados a las personas que lo merecen.  

lunes, 18 de agosto de 2014

...PERO LO NUESTRO ES PASAR






   Hoy, para variar, no hablaré de libros o, en realidad, sí, es inevitable, aunque tan sólo me servirán como punto de partida porque no voy a centrarme en su contenido sino en su mera presencia, en lo que simbolizan, en lo que me evocan, en lo que son por sí mismos una vez han encontrado su lugar en nuestro hogar: ahora que, de alguna manera, hice balance al cumplir 100 entradas de este blog y me apeteció compartir la celebración con todas esas personas que lo merecen porque están ahí sin que uno exija, pida o reclame, que regalan compañía, que hacen posible que el arpa siga sonando y haciendo realidad la partitura que Pablo puso en mis manos (no saben la alegría, la conexión, la complicidad que se siente ante un simple “me gusta” que, además, se sabe sincero, partícipe, no un mero gesto para quedar bien –aunque los hay que ni siquiera se molestan en eso, tal vez porque saben que han sido descubiertos ante el notorio desinterés que muestran por cualquier circunstancia que no les ataña o tenga como centro, tal vez porque su desidia llega a límites insospechados, tal vez constatando parte de lo que hoy quiero explicar-), me dio por volver la vista hacia algunos de los objetos que nos acompañan, que forman parte de nuestro hogar, especialmente hacia los volúmenes que tenemos en la mesita del salón, esos libros que dejan patente nuestra cinefilia, nuestra mitomanía, la única religión a la que rendimos culto (bueno, compartiendo honores con el teatro, la literatura, la música, las artes en general), ese a modo de carta de presentación que se extiende ante los ojos de cualquier invitado, una reafirmación innecesaria, una redundancia, puesto que los buenos amigos saben, conocen, comparten y alientan esa pasión que es al mismo tiempo nuestra forma de vida. En esa mesa estuvo hasta hace poco un ejemplar de 24 horas de un periodista desesperado pero Pablo decidió que debía dejar hueco a una biografía de Judy Garland, “y así el conjunto queda más armónico”; sí, es cierto que ahora, como cantaría Gurruchaga, lo que se ve es sólo cine, mucho cine, siempre cine, pero fue, precisamente, ese libro, su estadía en esa ubicación privilegiada, el que provocó que pusiera la lavadora a dar vueltas (y sé que me paso con el centrifugado, pero ya que, por educación, por no tener ganas de pelea, porque es preferible que sea el viento el que nos lleve al infinito sin que opongamos resistencia ni demos golpes de timón, me callo muchas cosas, dejo que la indiferencia, la distancia, el desprecio por ausencia, el silencio adquiera toda su elocuencia, bien está que, para exorcizar del todo fantasmas, ponga negro sobre blanco algunas cositas y dé carpetazo definitivo al asuntillo –en diminutivo, tampoco merece más consideración-).

   Mirar esa mesa es poder resumir en un simple vistazo algunas de las columnas vertebrales de nuestro imaginario cinematográfico y, al tiempo, un recordatorio de momentos inolvidables, no todos por razones positivas: las memorias de Helen Mirren que Pablo compró en Heathrow en una de las tantas ocasiones en que regresábamos de Londres con el ánimo y el corazón henchidos de emociones impagables; un precioso álbum fotográfico que Katharine Hepburn consintió en publicar (ella, tan reacia a exhibir su intimidad) y que encontramos a precio de saldo en una tienda del Soho que nos chifla porque nunca sabes con qué puedes toparte, pero siempre habrá algún objeto, fotografía, imán de nevera, curiosidad vintage que guardar en el equipaje; las memorias que Marilyn Monroe dictó a Ben Hecht y un espléndido y lujoso volumen con millones de fotografías de Lana Turner (recopilado y comentado por su hija) que Pablo me regaló; una caja que contiene varios tesoros (y la edición en Blu-ray) relacionados con Sonrisas y lágrimas; el emotivo libro que su hijo dedicó a Audrey Hepburn y que tiene un sabor agridulce porque se lo regalaron a Pablo al poco de los vergonzantes sucesos ya conocidos por los lectores de su novela pero cuyo obsequio habla de una de las personas más nobles y bondadosas que me he tropezado en este oficio tan perverso y pervertido llamado periodismo: Marta Conde; sendos ejemplares de Finales de cine y Madres de película, “nuestros niños” como los llamamos cariñosamente, impacientes por tener a un hermanito para completar el trío. Todo esto es lo que acompaña a esa ya comentada biografía de Judy Garland y a otra sobre Elizabeth Taylor, motivo fundamental de mi digresión sobre nosotros (no los dos, ustedes, los demás, todos), que sólo somos pasar: sin duda, los lugares, los objetos, las músicas, los sucesos quedan impregnados por las personas relacionadas con los mismos, es algo inevitable por mucho que en ocasiones nos sea desagradable, inquietante, doloroso o pudiera ser que vomitivo volver a experimentar aquellas sensaciones que, al modo de la magdalena de Proust, regresan (no se han ido) sin que nadie las convoque; todos tenemos posesiones (y lo mismo puede ser un pañuelo como un televisor, unas tijeras como un microondas) que están asociadas a aquel que nos las regaló o a aquella junto a la que las adquirimos, lo que no implica que su presencia nos traumatice o entristezca o que menospreciemos ese recuerdo con tintes de felicidad, alegría, circunstancia que nos produjo gozo: no voy a dejar de ver una película, leer un libro o ponerme una camisa porque llegasen a mí a través de alguien que ya no está en mi vida, sería concederle más importancia de la debida, sería reconocer que la herida (si la hay) no ha cicatrizado, sería traicionar mi propio recuerdo porque puede que esa bufanda me la regalase ese que se decía amigo y un día demostró que no lo era tanto pero, como en realidad el estupor, el desengaño, la congoja ya quedaron atrás, como los efectos de lo que en su momento me torturaba ya no conturban mi ánimo, como mi dicha presente es el mejor lenitivo, puedo disfrutar de esa historia, de esa prenda de vestir, de lo que sea sin necesidad de martirizarme con algo que quedó muy atrás y está más que superado.

   Además, nuestra videoteca (o como deba llamarse con las continuas innovaciones en los soportes domésticos) es precisamente eso, nuestra, sigue creciendo, a veces no sabemos exactamente de dónde vino una pieza de la colección u otra porque, sencillamente, las fuimos incorporando a la comunidad y porque, por otro lado, no se trata de vivir angustiados como la nueva señora de Winter porque todo evoca a Rebeca ni acariciamos los tesoros como Gollum, perdidos en un ayer que no tiene sentido: cada objeto tiene ahora ese algo especial, esa pátina de estar aquí, de crear hogar, el pasado es precisamente eso (menos cuando nos apetece rememorarlo porque es hablar de la madre de Pablo, del tío Miguel, de gentes que nos acarician el corazón). Del mismo modo, nos contamos representaciones de teatro, viajes, mil y una cosas que hicimos antes de encontrarnos, es lógico y natural, no resquebrajan nuestra unión, todo lo contrario; no somos como aquel que en cuanto tiene nuevos amigos (bueno, así los llama pero en realidad son conocidos que aguantan a su lado un tiempo, bien hasta que descubren su carácter evanescente, caprichoso, de hoy y ahora, de “mañana algo –alguien- nuevo”, bien hasta que él los arrincona porque ya los ha exprimido y le aburren), en cuanto aparecen otras “víctimas” vuelve a repetir los mismos viajes, itinerarios, espectáculos, para quitarse espinitas y tener buenos recuerdos (es decir, que valora muy poco lo que vive porque si ya no tiene la pareja que tenía cuando fue allí parece que aquello que hizo no sirvió para nada –me encantó repetir en Londres El fantasma de la ópera puesto que Pablo sólo la había visto en Madrid, fue maravilloso compartirla, tener esa evocación común, lo que no quita ni un ápice a la emoción que viví en 1999 puesto que fue mi primer musical en aquella ciudad: son diferentes momentos, diferentes sensaciones, nadie traiciona a nadie por haber vivido, aunque esta persona de la que hablo lo vive así porque tiene su propia canción en la cabeza y tiende a querer repetirla, rodeado de quimeras e inconsistencias-). Y, sí, es cierto que el regalo siempre va a representar a quien te lo obsequió, pero no podemos ir deshaciéndonos de todo cada vez que dejamos de hablarnos con alguien, sobre todo porque eso sucede muy a menudo como propia circunstancia de la vida, porque hay personas que pasan (igual que nosotros lo hacemos para ellas y para otras), gente que en realidad supone tan sólo una estación en la que cambiar de tren, un mero apeadero y no hay que traumatizarse porque eso suceda, personas que te deslumbraron pero a las que se les agota la batería, gentes que demuestran saber muy poco de afectos, que son verdaderos analfabetos en esa materia, que no valoran a nadie más allá de si les aporta algo material (y no hablo de dinero, sino de que miden cada palabra, cada gesto, cada plan, reprochan si tienes iniciativa propia y vida al margen de ellos pero en realidad sólo cuentan contigo para poder decir “fuimos aquí”, “estuvimos en ese sitio”, “vimos aquello”, se apuntan a todo, se imponen, se adueñan de cualquier plan pero no proponen nada –eso sí, cuando saben que vas a hacer algo o lo has hecho tienden a actuar como la zorra con las uvas, esa fábula que tanto me gusta evocar, aunque, enfermos de la envidia, terminen por hacer eso mismo y contarlo con entusiasmo como si no tuvieras memoria (por eso hablaba antes de ser educado y optar por no discutir)-).

   LO dijo el gran Antonio Machado, “caminante, son tus huellas el camino, y nada más”, porque estamos en perpetuo movimiento anímico, equivocándonos, rehaciéndonos, en constante aprendizaje, y a veces quemar una etapa es despedirse de un buen compañero, vecino, incluso alguien a quien recordarás como amigo y lo dirás con la boca bien abierta, dando verdadero sentido a la palabra, pero que no volverá a tu vida más que a través de Internet, por teléfono, manteniendo un esporádico contacto y, sin embargo, importándote mucho más que gente cercana físicamente pero totalmente alejada, ajena, extraña en tu corazón; en otras ocasiones, puede decirse que cada cual cumplió con su papel, cambiamos de escenario emocional y, aunque presentes en tu ánimo (una vez concretemos de quién hablamos ya veremos con qué ánimo), hay personas que salen de escena porque lo de acumular un millón de amigos sólo era una cancioncita de Roberto Carlos (si es por ganar una competición en Facebook, vale, venga, pasa el rato, pero para poder cuidar la amistad, para poder llamarla así, conviene no dispersarse); y hay quien se marcha porque se siente ofendido, porque no le bailas el agua, porque para él ser amigo es darle en todo la razón (ni siquiera hace caso a los refranes, ya ves tú), porque se considera por encima, porque no tiene recato en decir lo que no le gusta (y lo llama sinceridad, no brutalidad o mala educación) pero se revuelve como una fiera en cuanto le llevas la contraria e incluso aunque sus argumentos demuestren tu solidez guarda resquemor y se mantiene en su desconfianza; y hay a quien decides dejar de hablar porque, si los años compartidos, lo mucho vivido juntos, los logros alcanzados se borran de un plumazo para malinterpretarte, poner palabras en tu boca y, sobre todo, querer que comulgues con ruedas de molino (aunque en su vida profesional alardee de todo lo contrario), personaje mendaz y mezquino, sólo preocupado por salvar su parcelita (esa que le dan como cuota, no por él mismo: puede que aparezca otro tonto más útil y desaparezcas por mucho que contemporices, querido), mejor estás lejos, igual que esa que ignora la profesionalidad y talento de tu pareja, a la que pides una opinión y le das libertad y amistad para que diga lo que piensa, valorando su experiencia, pero decide callarse y que todo siga igual, no dando la oportunidad de réplica o de aceptación de errores o cosas que pueden mejorarse, debe ser que cree que todo es terrible (aunque se le da muy bien intentar quitar méritos a cualquiera que pueda considerar intruso, ahora resulta que uno se gradúa como autor teatral cuando ella lo decide y no por escribir bien y mantener una obra en cartel más de un año, mientras que una concursante de GH sí alcanza el estatus de “compañera” porque coincidieron en un cortometraje -¿Y eso no le da urticaria o vergüenza?-) o aquella que toma partido público por un vocinglero ofensivo, misógino e insultante, borra a Pablo de las redes sociales (ni siquiera tiene la decencia de decírselo, o sea, sabe que no ha actuado correctamente), pero luego me viene con su gestito habitual como si yo fuera tonto o no tuviese dignidad (hay tantos que no saben qué es el amor ni siquiera a través de Lope –aunque, bueno, a ese le leerá poco, mejor empaparse de Cormac McCarthy, autor que me gusta mucho, puede que algún día explique esta frase-). Y luego están esos evanescentes, que parecen que se van a comer el mundo, que te envuelven con su energía, que te hacen creer en ellos, pero que se les va la fuerza con más facilidad que una bebida con burbujas en botella de dos litros, que buscan subterfugios, explicaciones vanas, que no dan la cara, que se esconden tras una inconstancia vital que les hace ir de acá para allá como vacas sin cencerro; pero, como muy bien me dijo Pablo cuando quise quitar alguno de los libros antes citados de la mesa, esos volúmenes ya son nuestros, no dicen nada de los que nos los regalaron cuando les considerábamos amigos, y no tenemos que privarnos de contemplar los rostros de la Garland y la Taylor (al fin y al cabo, son regalos que acertaron, que tuvieron en cuenta a quién iban dirigidos, no como esos estrambóticos, extraños, que demuestran que el que los eligió no sabe nada sobre ti ni se preocupa lo más mínimo, esos que o están escondidos o han servido para quedar bien con alguien que sepa apreciarlos –es cuestión de gustos, claro, pero es que me lo regalabas a mí, se supone, no a ti- o, simplemente, han pasado, se fueron, como tantas cosas en la vida).      

viernes, 15 de agosto de 2014

VOLVER AL LUGAR DEL CRIMEN



  



 Será que creo en mí menos de lo que debiera o que soy consciente de que, a la mínima ocasión, encuentro una excusa que me resulta válida y que no me provoca remordimientos para posponer alguna tarea hasta el día siguiente; es cierto que tengo mucha capacidad de trabajo y que en realidad no paro, pero dejo pasar muchas horas un tanto vacías o que, bien aprovechadas, harían que mis escritos (centrándonos en concreto en esta actividad) se multiplicaran o que los concluyese antes, que aunque cada vez disfruto más el momento de estar tecleando frente a la pantalla del ordenador (especialmente cuando comparto la tarea con Pablo), siempre he sido un tanto vago para escribir, que me demoro, entretengo, busco subterfugios (sí, algunos son lógicos: documentarme, leer, ver películas, ir al teatro, buscar inspiración, pero exagero su importancia dilatando la espera), y mira que Mercedes Cebrián me felicitó por sacar adelante un blog (aumentó el volumen de los plácemes cuando le dije que, en realidad, tenía dos), por tener la constancia de darle continuidad, y por mucho que le dije que eso son rachas y que en realidad yo envidio al que, como ella, es capaz de completar una novela (y, para colmo, tan divertida, bien desarrollada y estupendamente armada como El genuino sabor), la escritora insistió en que ahí estaban las pruebas de mi entrega y, sin pecar de inmodestia, es algo que no puedo negar. Pero, como digo, aunque el veneno de mover los dedos sobre el teclado me satisface, me hace sentir vivo, involucrado con la profesión que algunos me impiden ejercer (pero los poetas hueros pasarán, de sus versos no se acordará nadie –tampoco ahora por mucho que se considere en ejercicio y en el mercado- y, modestamente, Celuloide en vena y El arpa de Bécquer seguirán apareciendo ante los ojos de cualquier internauta), cada vez algo más convencido de que puedo presentarme como “escritor” (aunque sigue siendo una denominación que me cuesta aceptar, un honor que no creo merecer –y no es falsa modestia ni necesidad de que me regalen los oídos-), nunca pensé que llegase a escribir la entrada número 100 de este rincón (de este ángulo oscuro en el que me gusta ubicarme hasta que Pablo ejerce como voz que me despierta y me pone en movimiento –él es esa mano de nieve que sabe arrancarme mis mejores notas-), de este cuaderno que, aunque tocando diferentes asuntos, yendo de acá para allá, hablando de mis múltiples pasiones, sirviéndome como lugar para reflexionar, preguntarme, seguir aprendiendo, estar en contacto con personas que, por sensibilidades parejas o por todo lo contrario, tienen la amabilidad de interesarse por mis palabras, ha ido deviniendo especialmente en una especie de memorias lectoras, de mi experiencia junto a los libros, de cómo hay autores que marcan mi vida, equipaje que porto con sumo gusto, de cómo he regresado a otros, de cómo he ido cumpliendo esas deudas que vamos dejando a lo largo del camino (hay tanto por leer y, por desgracia, el tiempo que puede dedicarse a ese placer siempre es poco), de cómo descubrí a éste o cómo accedí a aquel, una especie de biografía sentimental en torno a lo que fue una necesidad desde antes de poder ponerle nombre, desde que el tío Miguel me enseñó, cuando apenas contaba tres años, a reconocer las letras en las matrículas de los coches mientras paseábamos hasta la Dehesa de la Villa. Tal vez por eso, en un día tan señalado, se hacía obligatorio, perentorio, necesario, cerrar el círculo para ir abriendo otros, había que regresar al libro que me transformó, que me hizo dar un salto cualitativo, una triple pirueta sin red que me convirtió en lector adulto, el título que provocó todo lo que vino después, la epifanía que puso ante mis ojos un universo infinito, un horizonte inabarcable, es decir, Los renglones torcidos de Dios de Torcuato Luca de Tena.

   Es fácil suponer que, con mi capacidad omnívora para la lectura (fácilmente estimulada desde “la caja tonta”, desde aquella TVE sin competencia que, se diga lo que se diga, cumplía con su misión de ente público sin adoctrinar ni despeñarse por lo facilón, esa televisión que proponía sin obligar, como diversión y caudal de aventuras, con una certera y cuidada elección de posibilidades), con mi curiosidad por cualquier cosa que tuviera letras, hubiese ido dejando a un lado (aunque sin renegar de ellos, algunos porque pueden –y deben- ser revisitados de adultos, otros porque cumplieron su papel, imprescindible, para que uno se parezca a Alonso Quijano –eso sí, leyendo (casi) todos los géneros y/o estilos-) los libros que alegraron mi infancia (Enid Blyton, los clásicos adaptados –no tergiversados ni manipulados- al cómic de la editorial Bruguera, esas colecciones de las que ya he hablado en tantas ocasiones), aunque también hubiera sido posible, casos se han dado, que, con la nefasta selección que suele imponerse en las aulas, con el nulo instinto lector que tienen los que elaboran programas de estudios, hubiese salido corriendo en dirección contraria a cualquier biblioteca tras haber tenido que “deleitarme” y memorizar todo lo relativo al Cantar del Mío Cid –era muy divertido ver las aventuras de Ruy, el niño que fuese Rodrigo Díaz de Vivar, del mismo modo que lo era conocer a Don Quijote y Sancho Panza en aquellas series de animación prodigiosas; ¿a nadie se le ocurrió integrarlas en la orden ministerial? ¿No hay un pedagogo en la sala, alguien verdaderamente enamorado de la literatura, que sepa cómo transmitirla, cómo hacerla apetecible?- o a otras joyas incuestionables (bueno, todo hay que decirlo, algunas muy sobrevaloradas) que difícilmente puede apreciar un chaval de corta edad que, cada vez con mayor frecuencia aunque esta carencia viene de lejos, apenas ha abierto un libro, tal vez algunos cuentos, unos tebeos, muchas veces ni eso porque le gustan más las chapas, las canicas, el fútbol (e incluso se le hace pensar que leer “es de señoritas”). El caso es que, sin saber muy bien lo que hacía (o sabiéndolo, no crean ustedes, porque es su forma de actuar), mi hermana supo llamar mi atención sobre el libro que tenía en su mesilla al decirme “es sobre una detective que, para resolver un crimen, es internada en un manicomio” y, claro, ese que se había bebido la colección de Los Cinco, que adoraba Los Tres Investigadores, que ya coqueteaba con Agatha Christie, dijo que quería leerlo en cuanto ella lo terminase… y así pasó y aquí me tienen habiendo leído, creo que octava o novena vez, Los renglones torcidos de Dios.

   Durante unos años, volvía a él cada cierto tiempo, lo convertí en el centro de una exposición oral en el Instituto (una profesora, Carlota, daba la opción a quien quisiera de hablar sobre un libro que le hubiese gustado y abrir después un coloquio con el resto de la clase), lo releí con fruición, he perdido la cuenta, pero tengo muy vívida la sensación de que cada vez me gustaba más, cada vez lo comprendía mejor, en cada ocasión volvía a admirarme la capacidad de Luca de Tena para trenzar el argumento con pericia, con sabiduría, con conocimiento del oficio, como espléndido, creativo y gran novelista; en esos años fui leyendo todo lo que caía en mis manos firmado por él, empezando por un libro que siempre estuvo en casa, Edad prohibida, siguiendo con La brújula loca, intercambiando volúmenes con un compañero al que también le gustaba, Chema, gracias al cual conocí Pepa Niebla (en realidad, era un autor de éxito entre los adolescentes porque ahora recuerdo que, aunque terminó por regalármelo mi hermano, leí La brújula loca porque era un libro que le gustaba mucho a otra compañera, Paloma Sadki –sí, con apellido, porque en clase había otra Paloma y teníamos que distinguirlas, apellidada Porras la segunda-), Los hijos de la lluvia (a.C.), que fue toda una conmoción entre nosotros cuando se publicó a mediados de los 80 del siglo pasado (un personaje recordaba sus vidas pasadas, sus sucesivas reencarnaciones en seres de ambos sexos, deteniéndose en el nacimiento de Cristo –creo que se prometía, o que al menos lo anunció el propio autor, una segunda parte que nunca llegó-) y, así, nunca tuve reparos en asegurar que Torcuato Luca de Tena era uno de mis novelistas favoritos (y en capacidad de fabulación, en romper costuras y ensanchar el género, en imaginación, en creatividad, en audacia, muy por encima de otros más recomendados, glorificados, bien vistos por la intelectualidad reinante). Aunque le fui infiel durante bastante tiempo, no dejé de regalar Los renglones torcidos de Dios, ha sido mi primera opción en cuanto descubro que alguien no lo ha leído, fue uno de los primeros libros que elegí para Pablo e ir compartiendo sus emociones, su interés, su pasión mientras lo leía fue una inolvidable experiencia, confirmando que el tiempo jugaba a su favor, que se mantenía en plena forma, que seguía despertando admiración y, además, con su concurso anudábamos un poco más nuestros corazones.

   Y he vuelto a él para poder escribir desde el presente, debo confesar que con cierto vértigo, temblando un poco al abrirlo y evocar a aquel chaval inquieto que, con toda la inconsciencia del mundo, osaba aceptar el reto de la contraportada –“quien lea las tres primeras páginas de este sorprendente relato ya no podrá abandonar su lectura”- y empezaba a colonizar ese territorio inabarcable que es la literatura, y he vuelto a caer rendido, a asombrarme, a quedarme sin aliento, a leer con avidez, a enredarme con una trama inteligentemente urdida, a llevarme sorpresas (en tantos años había olvidado muchos detalles, datos, circunstancias, personajes episódicos pero decisivos), a cautivarme con la compleja pero magníficamente desarrollada personalidad de Alice Gould, esa peculiar protagonista que nos mantiene en duda permanente, por la que nos preocupamos pero que en ocasiones nos irrita, a la que no siempre comprendemos, cuyas actitudes no siempre comprendemos, un verdadero hallazgo de escritor que sirve a Luca de Tena para ir desgranando temas, opciones psiquiátricas, denuncias, lacras sociales, miedos, terrores, psicosis, oquedades de las que ninguno estamos exentos con suma facilidad, integrándolas en la trama, no cayendo en demagogias o maniqueísmos, siendo aplaudido por profesionales como el doctor Juan Antonio Vallejo-Nágera, quien prologa la novela (porque eso es lo que es aunque excelente y profusamente documentada, queriendo responder y reflejar una realidad, motivo por el cual Luca de Tena estuvo ingresado algo más de quince días en un hospital psiquiátrico), conformando un corpus literario de gran altura, emocionante más allá de la mera trama detectivesca que plantea, puesto que son mucho más apasionantes los misterios personales, las zonas oscuras de cada uno, los secretos que guardamos, el pánico a enfrentarnos a nosotros mismos y/o a los demás, dónde y con quién se siente a salvo cada uno. Mi máxima sorpresa es pensar cómo fui capaz de enfrentarme a un texto tan complejo con tan pocos años y escaso bagaje lector (sí, llevaba mucho a las espaldas pero dirigido, pensado, maquillado para un público joven) y debo concluir que eso se debe a la legibilidad de Luca de Tena, a su modo de escribir en diferentes niveles, pudiendo quedarse cada tipo de lector con aquello que más le interese, y comprobar cómo el inicio del capítulo marcado con la letra W (cada uno va precedido de una letra del abecedario que nos enseñaban entonces –la primera edición es de 1979-, es decir, incluye la “CH” y la “LL”, son, por lo tanto, 29 capítulos –no conviene olvidar que era miembro de la Real Academia Española-) sigue acelerándome el pulso, es algo que me ha sucedido en todas las lecturas, son dos líneas anodinas que jamás olvido pero la primera vez que las leí estaba leyendo en cascada, sin poder frenar, embalado hacia la conclusión: “César Arellano, Dolores Bernardos y el doctor Rosellini coincidieron a la entrada de la sala capitular”. Si ustedes tienen a bien buscar y leer Los renglones torcidos de Dios creo que compartirán ese temblor del que hablo, aumentado en este momento porque rubrico el centenar de entradas y nunca pensé que me resultara tan sencillo. ¡Gracias, mi amor!   

jueves, 14 de agosto de 2014

VERÁS QUÉ CONTENTO ME VOY A LA CAMA








  Ahora que, como tantas veces, he regresado a García Márquez (en realidad, nunca le abandono, pero hay épocas en que me limito a abrir alguno de sus libros y recuperar algunas frases), ahora que he querido escribir sobre él refrescando, reafirmando, redescubriendo, dando segundas oportunidades, pagando deudas (pero ya hablaremos de todo ello dentro de poco), es regocijante recuperar la importancia de su abuela en su afición a contar historias, cómo fue ella la que le envenenó con sucedidos, leyendas, anécdotas, experiencias, la que fue entrando en su ánimo para que sintiese la necesidad imperiosa de dejar constancia de todo ese bagaje, esa memoria, esa invención, ese cúmulo de sensaciones que ya eran Macondo antes de serlo, antes de escribir su nombre, antes de que Gabito utilizase como herramientas de trabajo las palabras que le cautivaron desde niño; sin poder compararme con el maestro (es imposible acercarse a su explosión de talento –sí, por desgracia, y hay demasiadas muestras en el mercado, es fácil plagiarle sin gracia ni esmero, con zafiedad e impericia-), pero al igual que les ha ocurrido a tantos hayan o no seguido, de una manera u otra, el camino de las letras, fue mi abuela la que abrió la puerta que daba acceso al mágico mundo de la narrativa al contarme cuentos para que me durmiese (bueno, en realidad debería decir “cuento” en singular, puesto que con esa cabezonería y obsesión que solemos tener todos con pocos años –aunque los hay que no crecen y lo malo es que, sólo por este rasgo de carácter, o de falta del mismo, presumen de seguir siendo niños cuando, queridos míos, como bien dijo Ortega, “no es esto, no es esto”, pero cualquiera intenta explicároslo-, todos los días se repetía la misma escena: mi abuela venía toda sigilosa hasta la cama y me decía “¿quieres que te cuente un cuento?” y yo, que la esperaba impaciente, agitándome, a veces llamándola a gritos si se retrasaba, soltaba un rotundo “sí” para que, de ese modo, ella pudiera preguntarme muy despacio, dejando un pequeño hueco entre una palabra y otra, “¿y cuál quieres que te cuente hoy?”, y mi respuesta invariable era “El de los siete cabritillos y el lobo”). ¡Ah, los cuentos infantiles que algunos han querido ver como perversos, esquemáticos, reduccionistas, transmisores de lacras y no sé cuántas taras más, mientras que otros han peleado por reinterpretarlos a su modo, a su conveniencia, dogmatizando, anatemizando, imponiendo, reconvirtiendo, atribuyéndose moralejas inocentes con claras intenciones políticas y moralizantes! Acusar a La cenicienta o Blancanieves del machismo es tan estúpido como decir que El patito feo es el precursor de esa fiebre por lucir siempre perfecto, joven y bonito (cuando lo suyo es evolución natural y lo otro es una condena perenne e irreversible a lo artificial) porque por fortuna hay muchas voces que contradicen al pensamiento único que se quiere imponer desde un lado u otro, no somos los clones que a todos esos les gustaría que fuésemos y aunque hayamos recibido estas historias en el momento en que somos más maleables cada cual las interioriza a su manera y sigue o deja de seguir los caminos de sus personajes, como debe ocurrir con el arte en cualquiera de sus expresiones (por otro lado, por mucho que los malos resulten atractivos –y sobre eso nos extenderemos en seguida-, de crío empatizas como algo natural con la pobre Cenicienta que sufre la tiranía de su madrastra y no piensas, como llegó a decir cierta “miembra” de un Gobierno aún no muy lejano, que es justo que friegue, limpie, cosa, cocine y todo lo demás porque es mujer –y, sin embargo, no se inquietaba, puestos a indagar en nuestra infancia, por aquella canción de los payasos de la tele en que la niña jamás podía jugar porque tenía que hacer todas esas tareas y algunas más, canción, por cierto, que tal vez aceptábamos como algo “natural”, tampoco teníamos edad para discernir, pero que, al menos en mi caso y en otros muchos que conozco, no nos ha convertido en ese que sienta en el sofá esperando que le traigan las zapatillas, la cervecita y la cena-).

   Nunca he terminado de comprender por qué se critica tanto a la factoría Disney por dulcificar algunas de las historias que convierte en dibujos animados, no veo necesario regodearse en la crueldad física o en el doliente destino de sus criaturas como hicieron Perrault o Andersen, tiempo habrá para que nos enfrentemos de adultos a momentos que nos estremezcan a través de la ficción (sí, ya, ahora dirá alguno que el mundo de color rosa no existe, ya lo sé, ¿pero es necesario desmontárselo tan pronto a los chavales? ¿Hay que traumatizarles tal y como, recuerdo, sucedió con mi generación tras la emisión del primer capítulo de Marco, que nos puso a llorar sin consuelo porque la mamá se alejaba “cruzando el mar a otro país”? ¿Tenían que ser tan gráficos –ese niño corriendo por el puerto, casi saltando al agua, la madre en la popa, imperturbable pero rota por el dolor, esos gritos desesperados de Marco… ¡Si todavía me provocan escalofríos!), tantas de estas adaptaciones y otras similares han servido como toma de contacto con grandes títulos de la literatura universal (Mark Twain, Miguel de Cervantes, Julio Verne, Alejandro Dumas, Rudyard Kipling, incluso Tolkien, han sido tantos los que llegaron a mi biblioteca porque los conocí como dibujos en televisión o el cine). Sin embargo, me resulta apasionante, al menos como punto de partida, la revisión de los cuentos para el público adulto, volver a esos esquemas clásicos sabidos de antemano, preguntarnos por esos personajes y mirarlos con la óptica actual, respetar la esencia que conocemos pero variar la trama, el rumbo, las consecuencias; cuando se centra en esa faceta, cuando hace continuos guiños al espectador, cuando mezcla, agita, confunde, añade, pone en contacto, establece vasos comunicantes entre historias que hemos recitado mil veces de corrido y cerrándolas sin posibilidad de segunda parte, es cuando la estimulante serie Érase una vez adquiere su verdadera razón de ser y alcanza sus más altas cotas de inspiración, innovación y divertida osadía. Del mismo modo, por esa atracción que nos provoca lo oscuro cuando se aleja del maniqueísmo reinante y auspiciado por aquellos a los que señalábamos antes, cuando tiene matices –como todo en la vida-, cuando no esconde su doblez pero sabe instalar dudas en nuestro ánimo (John Silver en La isla del tesoro es uno de los mejores ejemplos), fue simpático ver a la Maléfica interpretada por Angelina Jolie, demostrando que las palabras significan lo que se ha decidido que signifiquen, y que pudo nacer llamándose así alguien con buenos sentimientos (aunque ahí se quedaba alguno que parecía estar descubriendo la pólvora –“En realidad, tendría que ser Benéfica”-, como si fuese más perspicaz que los demás, sin saber lo que iba a ver incluso después de haberlo visto), curiosa vuelta de tuerca que nos hace reflexionar sobre cómo se cuentan los cuentos, es decir, quién narra la Historia, quién la escribe, quién se adueña de ella (y no se trata de comprender/entender/apoyar a la mala, sino de cómo algunos que presumen de moral intachable y van dando lecciones de vida a cada paso provocan entuertos, cometen desafueros, imponen su justicia -que a veces sólo lo es en apariencia- sin tener en cuenta las consecuencias).

   Partiendo también de La bella durmiente, Elizabeth Blackwell ha hecho una reescritura muy interesante a la que ha titulado Mientras las princesas duermen, publicado recientemente por Lumen. Cambiando las tornas desde el inicio, una anciana escucha a una de sus bisnietas narrar una leyenda sobre “la princesa que se pinchó el dedo con el huso de una rueca y durmió durante cien años, de los que despertaría con un beso de amor verdadero” y, puesto que conoce la verdad que ha inspirado el mito, ya que ella fue una de las protagonistas de la auténtica historia, decide transmitir a su descendiente los hechos que vivió junto a la princesa Rose y sus padres porque “no es precisamente la verdad lo que define un cuento infantil”. Desde ese momento, Elise narra en primera persona una crónica que sorprende por su modo de, respetando los ecos, algunos sucesos, la cronología de ciertos hechos y los caracteres de varios personajes del cuento original, transformar lo mágico, idílico, sublimado en una historia tremendamente realista, que incluso podría creerse real (ya sabemos el modo en que la ficción puede quedar abatida, recordemos que Shakespeare se inspiró en muchas ocasiones en hechos documentados), que sabe envolver al lector, apelar a su conciencia de niño pero tratándole como adulto porque es de lo que se trata: con un lenguaje sencillo pero elaborado, amoldándose al esquema de una narración oral (mi abuela hacía las voces del lobo, los cabritillos, la mamá, el que se pusiera por delante) pero rompiendo sus costuras con audacia, con gran intuición literaria, llevando la historia por el cauce conveniente hasta que se detiene en un meandro y cambia el curso, Blackwell se revela como escritora sensible y con capacidad para ir más allá de lo conocido, sorprendiendo con acierto, sin traicionar la esencia pero añadiendo otro perfume, jugueteando, dando voz a un testigo al que no se tiene en cuenta porque no tiene rango y que, sin embargo, es decisivo en el devenir del relato. No hay hadas, pero sí hechiceras; no hay maldiciones, pero sí conocimientos ancestrales; no hay pócimas en el sentido mágico, pero sí hierbas de las que extraer jugos, sustancias, medicinas o brebajes; es una lectura muy grata que deja claro que los cuentos de hadas no tienen edad, sobre todo porque pueden ser más reales de lo que nos suponemos (y, tal vez, porque en ocasiones es mejor pensar que eso sólo pasa en reinos muy lejanos).