miércoles, 2 de abril de 2014

LECTURAS COMO LAS DE ANTES





   
   Lo de ser lector de amplio recorrido, lo de tener un ratón de biblioteca anidando en tu corazón (en realidad debo albergar una colonia en mi interior, porque uno solo, por muy voraz que sea, se me antoja poco para mi gusto pantagruélico en lo que a tener libros a mano para empezar o ya mediados se refiere), lo de seguir buscando nuevas opciones por mucho que los volúmenes hayan invadido las diferentes casas en las que has habitado y habitas,  a pesar de haber inventado/encontrado los lugares más inverosímiles como lugares de apiñamiento (porque eso es lo que hago), lo de estar poseído por el síndrome de Diógenes en lo que a literatura se refiere (también en cine, pero eso lo dejamos para otro día) provoca mucha ansiedad porque jamás te ves saciado: el instinto me lleva a no cesar en la revisión de cualquier anaquel de venta que se me ponga por delante y a aferrarme a una nueva presa pensando “con éste me pongo a la tarea en seguida”, pero luego (al margen de detenerme en aquellos títulos a los que me obligó la profesión –lo que aún sucede aunque a menor escala cuando busco contenidos para el presente blog, círculo vicioso en el que me recreo y del que no quiero salir porque es sarna cuyo picor no siento y, en todo caso, es un cosquilleo de lo más satisfactorio el de posar la vista sobre lomos, portadas, abrir alguna página al azar-) cuando miro los seleccionados que están más a mano compruebo cómo algunos acumulan meses sobre la mesilla sin que los toque más que para limpiarlos y me entra cierta angustia por cumplir con los compromisos que uno adquiere de buen grado. El caso es que desde ya un tiempo quiero dedicar (y lo haré) espacio a una de las escritoras españolas cuya lectura siempre me resulta grata, una mujer que me acompañó en mi evolución, que me descubrió asuntos y sensibilidades, es decir, Mercedes Salisachs; comenté esta intención con el buen amigo Ovidio y, al margen de compartir mi entusiasmo y de recriminar a quien corresponda el ostracismo y desprecio que regalan a su obra, me dijo que yo era un señor (lo que me sonrojó, la verdad) porque (y hablaba como escritor, lo que por otro lado me llenó de orgullo) me comportaba como el lector ideal, agradecido a los buenos ratos, alimentando mi admiración, mi aprecio, mi interés por el autor que me lo despertase sin plegarme a conveniencias, corrientes críticas, datos de mercado o demás zarandajas, sencillamente entablando diálogo con cada libro en cada momento. Lo cierto es que me nace así, no puedo evitarlo, me ha sucedido siempre con cualquier rama del arte: escucho, atiendo, secundo, me guío por voces que me resultan más autorizadas, con las que la experiencia me confirma que coincidió en un buen número de ocasiones, pero según avanzo en esta carrera de fondo sin fin voy (como cualquiera) cimentando, consolidando, modificando, cincelando mi criterio y declarando lo que compro, lo que me interesa, lo que me disgusta, lo que aborrezco sin deberle nada a nadie; en todo caso, en alguna ocasión lo que he hecho ha sido suavizar un poco –no mucho- mi habitual tono abrupto cuando algo no me convence o, más frecuentemente, eliminando cualquier mención al tema para no herir susceptibilidades, jamás como autocensura sino como manera un tanto peculiar de actuar como el cura y el barbero de El Quijote, condenando a la hoguera del silencio a ese libro que me duele ver publicado con lo complicado que es lograrlo, sobre todo si es un título de tantos (con los exitosos suelo ser menos benevolente: al fin y al cabo, venden como churros y nada va a cambiar esa tendencia), pero nunca cacareando un discurso, pronunciando unos adjetivos que no siento, que no son míos (bastante tuve que aguantar el tiempo en que aquel ahora afincado en Los Ángeles dictaba las críticas que debían hacerse porque “es beneficioso para el programa”… ¡Lo fue para él, trepa diletante que incluso nos obligó a grabar con las sonrisas habituales aquel terrible 11 de marzo, herida que sigue sangrando, pendiente sólo de la aquiescencia de los jefes!).

   Y es por todo ello (ya regresaremos a la Salisachs, prometido) por lo que hoy me apetece hablar de Stephen King, un autor al que primero llegué a través de las adaptaciones cinematográficas que sembraron de inquietudes, terrores, emociones mi infancia y adolescencia, esos títulos míticos por derecho propio que se decían de tirón y que fueron horas de bullicio en el cine, anhelos que había que esperar hasta que pasaran a los programas dobles del barrio (sólo uno vi de estreno en la calle Fuencarral, el tercero de los citados a continuación): Carrie, El resplandor, La zona muerta, Christine. Si me preguntan por qué, siendo voraz desde tan pequeño, con esa querencia por lo misterioso, intrincado, turbador, con ese habitual morbo que uno experimenta ante lo que sabe le va a aterrorizar, desea que así suceda y propicia la ocasión, tardé tanto tiempo en abrir una de las novelas del autor de Maine no tengo respuesta porque mi hermano tuvo alguno de sus títulos y siempre aparecía alguno aquí o allá, pero el caso es que hube de esperar hasta que comencé la Facultad, hasta que mi Mairena me prestó It y, desde ese momento, me puse definitivamente a sus pies: pocas veces me he visto inmerso de tal modo en una lectura que me provocaba sudores, ansiedades, incluso levantar la vista unos momentos para tomar aire, pero que me veía incapaz de abandonar, en parte porque sentía pánico ante el momento de apagar la luz y dejarme atrapar por la oscuridad y, ante esa perspectiva, optaba por la huida hacia delante, siendo abducido por esa espiral de terror que parecía no tener fin. Recuerdo que ya en ese momento (o sea, con dieciocho años) recibí algunas reprobaciones, censuras y extrañezas de aquellos que se extrañaban de que alguien tan leído como un servidor, ya universitario, pudiese perder el tiempo (y lo decían con todo el desprecio del mundo) en Stephen King en lugar de dedicárselo a autores de más fuste, laureados por el prestigio intelectual, considerados imprescindibles (esos sobre los que en privado se pueden soltar pestes, pero jamás delante de determinados auditorios a los que deprimir/controlar/fustigar si expresan su descontento), esos autores que parecen haber nacido leyendo (eso quieren hacer creer) cuando, y en tantas ocasiones se demuestra, los conocen muy someramente o sólo para recitar las lecciones aprendidas en su día, no como auténtica vivencia lectora.

   Pero, como dice el amigo Ovidio, como también él practica, como Pablo propicia y secunda (y es otra alegría que podemos compartir), uno no olvida a esos escritores que le han proporcionado tantas horas de satisfacción, tanto entretenimiento (ya se sabe que hay muchos que sienten alergia ante esta palabra, que sólo buscan en el arte un estímulo intelectual que puedan valorar como sesudo, profundo, consistente, esa gente incapaz de una sonrisa o una carcajada, de un sobresalto, de un estremecimiento que no tenga correlato con toda una reflexión sobre la condición humana, en definitiva, las personas más aburridas de este mundo), autores que le han ensanchado horizontes (digan lo que digan los demás) porque le han hecho afrontar miedos, descubrir otros, superar angustias, reconocer lo que provoca inquietud para intentar conjurarlo o al menos para que pille lo más prevenido posible, en definitiva, un disfrute que es de lo que se trata (y, como ya se ha señalado en otras ocasiones, uno goza con Virginia Woolf, Henry James, Edith Wharton, Ana María Matute, la citada Salisachs, tantos y tantos, depende del momento). Por eso hay que agradecer a Plaza y Janés, su editorial de cabecera en España, la que apostó por él desde el principio (aunque algunos títulos se publicaron en otros sellos, al final la obra completa de King puede encontrarse repartida y en diferentes formatos en alguno de los que conforman Penguin Random House) que siga publicando a este señor capaz de tocarnos muy dentro porque sabe mezclar los miedos cotidianos, ancestrales, los que pueden asaltarnos en el momento más inesperado, los que escalofrían por su cercanía, con otros que vienen de otras realidades, de mundos en teoría ajenos que se concretan y hacen visibles para interrogarnos, para demostrar la fragilidad de eso llamado “normalidad”, para recordar que lo distinto es sólo cuestión de apreciación, que mirar hacia otro lado, negar existencia, no cuestionarse/nos, no es la solución y muchas veces es una cárcel que nos constriñe, frena nuestro desarrollo, llega a anularnos como personas (y ahí están, como somero ejemplo, La larga marcha, El juego de Gerald, Misery, Corazones en Atlántida o El pasillo de la muerte, como constatación de que este señor no se repite tanto como los que no le leen afirman ni escribe siempre la misma novela).

   Y así llega Doctor sueño, la continuación de El resplandor, aunque puede leerse independientemente e incluso no es necesario haber visto la película de Stanley Kubrick, contra la que Stephen King vuelve a arremeter a la hora de presentar esta nueva obra en la que, como tantas veces, el protagonista es alguien como cualquiera de nosotros, al que podríamos tropezarnos por la calle, el vecino de al lado, la dependienta del supermercado, ese que pasea al perro, aquella que camina presurosa con su ordenador portátil y unas carpetas, incluso el propio lector, alguien que debe acostumbrarse a vivir con un don, con una característica que le distingue de los demás, tal vez porque estos han desdeñado eso que sentía rebullir en su interior y no han desarrollado ese instinto, esa particularidad. Aunque nunca ha dejado de editarse, Debolsillo ha lanzado una nueva edición de El resplandor que incluye las primeras páginas de Doctor sueño para así poder conocer a Danny Torrance tal y como lo concibió su creador, por mucho que sea inevitable ponerle el rostro de Danny Lloyd (para la parte adulta, o sea, para la continuación, tal vez un Josh Brolin sería de lo más adecuado), y es que, por mucho que le pese a King, parte de su fama se la debe a este perturbador filme que toma lo mejor del texto original (atmósfera, claustrofobia, demonios interiores, niño en peligro, terror en lo doméstico –elementos, por cierto, habituales y centrales de la narrativa de este autor-) para dar alas al gusto por lo enrarecido, a su capacidad para ahogarnos en espacios abiertos, a su maestría a la hora de cerrar las salidas, al estilo ambiguo de Kubrick. Sea como sea, la lectura de El resplandor es muy grata porque es el reencuentro con viejos conocidos y el descubrimiento de cuánto debemos al cineasta, quien tuvo un par de hallazgos impresionantes que no desvelaremos (sobre todo por su impacto visual, por supuesto), más la confirmación del innegable talento del escritor para dosificar, para llevar al lector por donde quiere hasta conseguir que el sudor se congele en la espalda (y no por golpes de efecto –que cuando son necesarios no se eluden, tan bien traídos que siguen funcionando aunque uno los conozca-, sino por acumulación, por el modo en que presenta las psicologías de los personajes, por la manera en que hace una prospección en la mente, el corazón, el alma, los rincones más oscuros y desconocidos) y Doctor sueño vuelve a demostrar que sigue en plena forma (no toda su producción alcanza cotas altas, claro, es imposible mantenerse siempre en la cima –y más siendo tan prolífico como él-, pero la media es muy notable, olvidándose pronto los tropiezos porque otra nueva entrega le coloca otra vez en primera línea), que pocos como él a la hora de conseguir una historia que no pierde coherencia ni consistencia, que provoca pavor porque resulta muy verosímil (es otra de sus virtudes: que lo fantástico parezca habitual), que regala muy buenos momentos y que nos regocija y reactiva el lector que fuimos, el que somos, el que seremos.