viernes, 25 de octubre de 2013

CUANDO HABLAR ESTÁ DE MÁS


 


    Uno se dejó seducir muy pronto por la palabra, tanto por la escrita como por la hablada: cuentan (y en realidad lo recuerdo) que fui parlanchín desde bien pequeño, que no callaba ni dormido, que tenía una verborrea inagotable (en parte porque, al leer desde tan temprano, sabía hilar las frases, podía mantener una conversación); con los años pude desarrollar esta compulsión, esta necesidad perentoria de expresar mi parecer, gracias al ejercicio de mi profesión, el cual al mismo tiempo me enseñó a escuchar, a deleitarme con lo que cuentan los demás, a seguir dando rienda suelta a mi impenitente curiosidad, a mis constantes ganas de seguir aprendiendo (al fin y al cabo, como lector, soy un rendido admirador de las palabras ajenas, de aquellas que me parecen irresistibles, de las que me cautivan, de las que me inspiran, de las que me enriquecen, de las que envidio -¿por qué no decirlo?-, de las que nunca alcanzaré aunque me queda el consuelo –y no es poco porque incluye placer y gozo- de leerlas). Y, sin embargo, llega ese momento en que las palabras se transforman piedras que oprimen la garganta, que impiden el paso de la saliva, que se interponen en la necesaria corriente de aire, que no fluyen como te gustaría, que te ves in capaz de darles coherencia, que no suenan como deberían, que parecen haber sido despojadas de contenido, que sientes que están de más, que no aportan; son esas circunstancias que te hacen sentir inútil, torpe, en que por mucho que hayas tenido que bregar con experiencias similares siempre es como si fuese la primera y vuelves a sentirte un tanto perdido, sin recursos, anulado, sin capacidad de respuesta.

   Pero, de pronto, caes en la cuenta de que hay silencios elocuentes (mi admirada Mercedes Salisachs escribió una novela titulada, precisamente, Los clamores del silencio) porque se cimientan en el cariño, la comprensión, la convivencia, la ternura, en el convencimiento (y la realidad) de que la otra persona sabe que estás ahí (del mismo modo que no tienes dudas de su lealtad, de su incondicionalidad), que un simple roce de una mano transmite la fuerza, el calor, el apoyo que no verbalizas como desearías, ese que se escurre y transforma tus balbucientes intentos en trabalenguas; pero entonces viene a tu recuerdo una de las canciones más maravillosas (y mira que abundan en su trayectoria) escritas por la enorme Mari Trini, una de vuestras trovadoras, una de vuestras favoritas, la mujer a la que, igual que sucede con Rocío Dúrcal, es imposible escuchar sin temblar y sollozar por su pérdida (aunque la grandeza de ambas te sobrepone para volver a embelesarte), aquella balada que se titula sencillamente así, Palabras, esa que no tiene rubor en afirmar que “nos quedan algunas palabras: / palabras de amor, / palabras de honor / en nuestras miradas”. Y por mucho que te guste matizar la frase, para eso eres y serás (estés donde estés, te dediques a lo que te dediques) hombre de radio, en este caso es cierto que una imagen (una mirada, un gesto, un atisbo de sonrisa, un encogimiento de hombros, un abrazo) dice mucho más que cualquier parlamento, por muy sentido y sincero que sea, por muy hondo que sea el lugar desde el que brota, que transmite el mensaje sin posibilidad de malas interpretaciones, sin interferencias, directo, diáfano, llegando al receptor y tocando las fibras a las que querías acceder.

   Y es que, por fortuna, siempre hay alguien que supo utilizar las palabras precisas, que tuvo la inspiración necesaria, el talento que no abunda, que nos regaló a los simples mortales su ingenio, su sensibilidad, su esplendor, para que lo hurtemos cuando lo precisamos, para que recurramos a él cuando nos sintamos incapacitados, para que nos dejemos envolver por su magia; y es entonces cuando emerge otra de vuestras diosas, Nacha Guevara, adaptando uno de los prodigiosos temas de Jacques Brel y gritando a los cuatro vientos aquello de “cuando no hay más que amor / para entregarle a quien / aspira a un solo bien: / soportar su dolor. / Cuando no hay más que amor / para abrir el camino / y forzar el destino / en cualquier ocasión. / Cuando no hay más que amor / para darle al tambor / y una sola canción / para enfrentarse al cañón. / Así habrá que forjar / nuestro mundo y luchar / sin tener nada más / que la fuerza de amar”. Y en ese mirífico instante, a pesar del dolor, a pesar de la tragedia, a pesar de la dificultad o imposibilidad de hablar, sabes que has llegado a destino, porque ambos compartís un mismo idioma en emociones, sentimientos, calidez, compañía y que, aunque los demás no lo perciban, estáis en permanente sintonía y comunicación.

sábado, 19 de octubre de 2013

¿EN POSESIÓN DE QUÉ VERDAD?




   Creo que ya me he lamentado alguna vez de la ausencia de verdaderos maestros, personas que se convierten en tus referentes, que te aportan conocimientos pero, sobre todo, inquietudes, preguntas, afán por saber, que transmiten el constante aprendizaje que es la vida, que no dan nada por sabido, que no quieren que cacarees datos y más datos memorizados, que te enseñan a aplicar, a recurrir, a enriquecer constantemente el único equipaje que deberíamos preocupar de llenar; me sobran dedos de las manos (y, por fortuna, debo recurrir a los de las dos –algo es algo: han sido unos cuantos) para recordar a aquellos que me ha ayudado a ser quien soy, que me han cimentado, que me han consentido caminar bajo sus auspicios, que despejaron muchas incógnitas (y algo aún mejor: me dieron herramientas para hacerlo yo solo). En esa nómina tan especial no puede olvidárseme Bernardino M. Hernando, el gran periodista, el cultísimo profesional, entrañable e inquieto, un profesor que citaba a sus alumnos en su casa en alguna mañana de un fin de semana (en grupos de ocho o diez, no más) para conocerlos fuera de las aulas, para saber algo más sobre ellos, para que no fueran meros nombres en los ejercicios a corregir o en las actas que reflejaban las calificaciones; tuve (tuvimos, sé que no soy el único que lo piensa) la inmensa fortuna de que fuese uno de los encargados de impartir una de las asignaturas del primer año de Facultad, en concreto Redacción Periodística, una de las básicas, de las necesarias, de las pocas lógicas en medio de ese marasmo llamado programa que siempre se ha padecido en una carrera hecha a parches. Cuando apenas empezábamos a estar ubicados, cuando aún andábamos convenciéndonos de que éramos universitarios, cuando todavía teníamos muchos estereotipos en la cabeza a los que considerábamos reales (con el tiempo se demostraría que algunos lo eran y que incluso la ficción se quedaba corta), Bernardino soltó en clase lo que todos recibimos como una bomba: “Por mucho que os digan, la objetividad no existe: es una utopía”; ante el lógico estupor (que él esperaba e incluso deseaba provocar), ante el murmullo incesante de los que veíamos desmoronarse el castillo de naipes mental con el que llegábamos, empezó a explicar cómo resulta imposible alcanzar ese estado, y aunque pueda sonar ridículo, citó un episodio de una de las series televisivas de Hitchcock –precisamente uno dirigido por el mago del suspense- en el que ninguno de los testigos de un accidente miente conscientemente, pero ninguno cuenta la verdad total, ya que cada uno ha visto el suceso desde un ángulo y han interpretado –y de algún modo manipulado- sus percepciones (si la memoria no me falla, en España fue titulado como Yo lo vi todo). Ése fue el momento en que nos dio unas cuantas pautas que he intentado no olvidar jamás, bien sea escribiendo, delante de una cámara o sentado frente al micrófono en la radio: hay que ser honesto, ecuánime, olvidar nuestras pasiones, basarnos en los datos que tenemos, reconocer lo que ignoramos, en definitiva, informar, que es lo que se supone que debemos hacer, lo que se espera que hagamos, aquello por lo que nos pagan, no personalizar, no arengar, no catequizar, no calificar, no ideologizar (ya vendrían géneros en los que uno debe involucrarse más, pero sin perder de vista estos parámetros) –puedo imaginarme a Bernardino llevándose las manos en la cabeza ante el desolador panorama actual en el que, precisamente, prima y se potencia todo lo contrario-.

   Hay palabras que se llevan mal con el artículo determinado, términos que conviene matizar las veces que sean necesarias, que no pueden ser absolutas, que algunos esgrimen como armas arrojadizas contra otros y en realidad todos ellos la arrastran, la emponzoñan, la pervierten, la humillan, la ignoran, tan sólo quieren apoderarse de su contenido, ser considerados los abanderados de la misma; no puedo evitar sentir un escalofrío paralizador, cómo el miedo se asienta en mi estómago, cómo el vértigo me vence cuando escucho a tanto vocinglero a sueldo de templo y cuchillo que se hace llamar periodista, a tanto estómago agradecido, a tanta marioneta, a tanto impune, alardear, exigir, anunciar, hablar de LA verdad (la suya, que en ocasiones se sustenta en un cúmulo de argumentos torticeros que los hechos se encargan de negar). Inscribiéndose en una corriente necesaria de revisionismo, de autocrítica, de desmitificación, de análisis, de aprender de los errores, Neil Gordon ha trenzado un absorbente thriller llamado Los que te rodean, que en España presenta el sello Alevosía, novela que ha servido como base para la muy esperada nueva película de Robert Redford como director (en la que también se ha reservado el personaje principal), la cual, recién estrenada en EEUU, llegará en breve a nuestras pantallas con el anodino título Pacto de silencio; ahora mismo está en cartel en Madrid la errónea versión que José María Pou ha dirigido de un texto capital para comprender un poco mejor cómo se desencanta una nación, cómo se ve sin salidas, cómo se siente morir, cómo se abandona a su suerte: Los hijos de Kennedy, obra que merecía mejor suerte, otro ejemplo de la manera en que en EEUU (aunque no parezcan aprender de los errores) pasan la lupa sobre acontecimientos que en algunos casos aún son heridas supurantes, llagas que no se han cerrado por demasiado recientes, catástrofes políticas que desencadenaron dramas sociales, convulsiones, dolor y muerte. Aunque hay asuntos de los que prefieren no hablar y sobre los que no les gusta que nadie venga a enmendarles la plana, aunque vendan su cualidad de demócratas más allá de la etiqueta política como si fuese la razón de ser de todos y cada uno de los estadounidenses (y llegue a hablarse de “la” democracia –de nuevo-, como si no hubiese otra –y es tan imperfecta como las demás, aunque sea envidiable en muchos aspectos-), Neil Gordon ha cosechado un gran éxito en su país ya que, al margen de hablar directamente a los que vivieron determinados sucesos (o a los herederos de los mismos), acierta al recubrir su acerada, despiadada e inmisericorde crítica (sea dicho porque no se casa con nadie ni ahorra epítetos, no por exagerada) con las trazas de una novela de espionaje, al situar en el epicentro la eterna pregunta de “¿conocemos realmente a los que consideramos íntimos?”, poniendo especial hincapié en el matiz “¿sabemos quiénes son (fueron) nuestros padres?”.

   Si la adaptación está a la altura del original, podemos anticipar uno de esos filmes con sabor clásico (por el que tanta querencia tiene Redford como cineasta, acierte más o menos, ese toque que le sirvió para convertir su ópera prima, Gente corriente (1980), en una obra maestra que no hace sino crecer con el paso del tiempo), aunque tras la campaña de desprestigio sufrida con Leones por corderos (2007), en la que descargaba toda la artillería contra aquellos que se consideran salvadores y garantes de palabras cuya enormidad resalta aún más su enanez moral, su carácter miserable, su abyección sin límites, tal vez se lo haya pensado mejor, aunque uno quiere pensar que no y por eso ha elegido la obra de Neill Gordon. Manejando gran cantidad de información que enriquece los personajes y el escenario trazado (tal vez sólo en el colofón, a la hora de colocar todas las piezas, se ponga un tanto didáctico o, al menos, demasiado prolijo y, sin embargo, no narre algunas escenas que el lector esperaba), Gordon sabe alternar las diferentes voces narrativas (al modo de Wilkie Collins, la historia es polifónica, explicando cada uno lo que sabe, dinamitando una y mil veces la historia oficial, aportando reinterpretaciones) e introducir con mano firme los bandazos, los giros, las sorpresas, como si el lector fuese el receptor primigenio de los emails que estructuran la historia; y en el camino hay tiempo para revisar muchas cosas, para sacar las vergüenzas de la CIA, del FBI, de las diferentes administraciones que no evitaron, promovieron, no supieron qué hacer con Vietnam, para preguntarse por qué protestar contra ciertos crímenes cometiendo otros es visto con buenos ojos por los que alientan o llevan a cabo su comisión en nombre de quien no tienen el gusto de conocer (robo la frase al gran Serrat), por los que defienden una causa a base de desmanes parejos a los que se enfrentan, cómo es posible abusar del idealismo, de las buenas intenciones, del deseo de cambio de muchos para que unos cuantos se mantengan en el machito pisoteando y vulnerando aquello por lo que afirman luchar, la perversión de términos que, según el contexto o hacia (o contra) quién se dirijan, tienen un sentido o el diametralmente opuesto, la nula reflexión a la que invitan los dirigentes de cualquier corriente, el fanatismo reduccionista que continúa alimentando el caos. Sin duda, una lectura muy estimulante, que hace reflexionar, que no da nada por sentado, que no comulga con ruedas de molino.   

lunes, 14 de octubre de 2013

DANDO LA CAMPANADA


 


   Uno de los privilegios del espectador es poder tomárselo todo como un juego: desgarrarse si toca, dolerse si le llega, morir un poco (o un mucho) si el tono es el adecuado y así lo consigue lo que tiene ante sus ojos, pero por encima de todo hacer un viaje emocional, experimentar, sentir, transformarse y guardarlo todo en su equipaje vital, recordarlo cuando le apetezca, compartirlo con los que estuvieron con él o con los que fueron otro día o con los que se lo perdieron, compararlo con lo que cuentan otros que también han ocupado una butaca, pero sin perder de vista que ha vivido una mascarada, una simulación, una mentira, que por mucha verdad que haya transpirado el espectáculo, por toda la que él haya percibido, sentido e incorporado, la vida le seguía esperando en la puerta del recinto; pero, ¿qué sería de esa vida sin las carcajadas, los escalofríos, las lágrimas, los sobresaltos, lo que hemos vibrado frente al escenario? (ahora hablo en concreto de teatro, primero porque de eso toca hoy y segundo porque siempre es más vívido lo que viene provocado por el actor en directo, viéndole sudar, bailar, revolverse, asustarse allí mismo, sin filtro, sin retoques, sin segundas oportunidades, sin red) Y, volviendo a lo del juego, desde chaval he tenido querencia por esas personas capaces de envolverte, de hacerte partícipe, de saber manejarte para que asumas tu rol en la representación, de inyectarte alegría, energía para mucho tiempo, no el subidón de un momento, el jajaja que olvidas a los diez minutos o que no deja verdadera huella y termina perdido en la bruma del recuerdo a medias, y que además demuestran ser artistas honestos, consecuentes, entregados, estudiosos, que no lo dejan todo al albur de un nombre, de una supuesta gracia, de una ocurrencia, de la improvisación (la buena, la de verdad, como tantas veces se ha dicho, es la que está ensayada, preparada, interiorizada –abundan demasiado de un tiempo a esta parte grupos que la ponen como el único valor posible, que la tergiversan, que pretenden ponerla en valor quitándole su verdadera esencia, que la fingen, que la despojan de su autenticidad (para conocerla, para saber lo que es bueno, nada como esperar que Santiago Sánchez se anime a –de poder ser, junto a Carles Castillo y Carles Montoliu- a volver a girar con el brillante espectáculo que sirvió para dar nombre a la compañía L´Om Imprebis, demostrando por qué esa función se entrena y no se ensaya)-); hablamos de animales de escena que no olvidan su función más básica: la de demostrarlo, la de dejarlo claro, con naturalidad, con sencillez, porque son grandes y punto.

   Ir al teatro cuando eres joven, cuando vas reuniendo dinero aquí y allá para darte un capricho, cuando sientes el anhelo apremiante de verlo todo, cuando el delicioso veneno se ha inoculado en tus venas, y que te den un bocadillo de mortadela para que no pases hambre, asistir a cómo se desmonta un escenario, empezar por el final, llegar tarde aunque aún falten bastantes minutos para que sea la hora indicada en taquilla, es decir, formar parte de Cómeme el coco, negro, sólo puede provocar que te conviertes en incondicional de La Cubana y que estés pendiente de cualquiera de sus movimientos. Gracias a ellos, comprendí cómo hacer partícipe al público sin que éste se sienta agredido o sea el que salve la función (porque hay muchos por ahí que, llamándose maestros de ceremonias, showmans o vaya usted a saber qué, realmente viven de encontrar el espectador gracioso, carota o lanzado que se convierte en la estrella –en ocasiones, para regocijo de la sala, ya que de no ser así se aburrirían más que las ostras (que son las que más fama de ello tienen)-), propiciando la ocasión, con un sentido del tempo que nunca se rompe, encontrando el momento oportuno, integrando perfectamente cualquier perturbación o salida de tono en el libreto, midiendo con tiento hasta donde pueden estirar la cuerda, reconociendo al segundo y de un solo vistazo quién podrá desempeñar el papel requerido a pesar de esa reticencia natural que nos paraliza cuando somos los elegidos, de esa vergüenza lógica a no estar a la altura, de ese miedo escénico al tener a todo el teatro pendiente de ti. Y, sin embargo, todo lo hacen fácil, esplendoroso, para que vivas tu momento como si fueras uno más del clan: son irresistibles, brillantes, versátiles, completos, son La Cubana y punto. Aunque uno de mis mejores recuerdos vinculados a ellos no fue como espectador y sí como periodista: cuando terminó Cegada de amor (que venía para unos meses, creo que no demasiados, y estuvo un año en el Lope de Vega), como son muy bien nacidos, quisieron agradecer el apoyo de los medios (innecesario para un espectáculo que hipnotizaba por sí mismo, tal vez el más completo que han hecho, el más abracadabrante) reglándonos un festín, un almuerzo servido por Estrellita Verdiales y todo el elenco; el caso es que al llegar al teatro, dos señoras catalanas de las de toda la vida iban comunicando que las puertas no se podían abrir, que fallaba no sé qué, y que fuéramos por la puerta de artistas, donde nos colocaban en grupos de diez o así y nos llevaban por la parte de atrás del escenario, veíamos el camerino de la niña prodigio (“no me lo miren mucho, que es un poquito desordenada”, rogaba su asistente), hasta llegar al escenario y situarnos detrás de la pantalla esperando la indicación para cruzarla (¡Qué maravilla! ¡Qué momentazo!) que coincidía con el momento en que el grupo que allí podía verse, que miraba hacia atrás, giraba a tu paso mientras empezaba a sonar una atronadora ovación y contemplabas el patio de butacas lleno de caretas de Estrellita, la cual esperaba a los periodistas de pie, con el resto, para saludarnos uno por uno… ¡Gracias, Jordi Milán! ¡Me estoy emocionando como aquel día! ¡Qué mejor para un loco amante del teatro que poder sentirlo en propia carne!

   Y ahora llega Campanadas de boda para confirmar que siguen plenos de creatividad, de ingenio, de recursos, un espectáculo del que conviene no contar demasiado, tal vez sólo advertir que en el inicio puede resultar demasiado convencional (en el sentido de que todo transcurre en escena y respetando la cuarta pared, que es una comedia muy divertida pero que parece poco Cubana, que le falta su toque más definitorio), pero ese es sólo otro de los múltiples aciertos porque el ritmo está muy pensado, se trabaja por acumulación hasta llegar al increíble tramo final en que tiran la casa por la ventana y en que premian al público con un despliegue en cualquier sentido. Es asombroso cómo captan la forma de moverse, de hablar, de ser, de cualquiera de las tipologías humanas y cómo las hacen reconocibles desde lo esperpéntico, desde la farsa, desde la reproducción literal de comportamientos; deja ojiplático su capacidad camaleónica, cómo se transforman, cómo encarnan personajes en las antípodas los unos de los otros (y lo difícil que resulta reconocerles cuando se los ve de civiles), cómo en cuestión de segundos ganan o pierden años, kilos, razas e incluso sexo, pero siempre entregan más del cien por cien de su excelencia interpretativa; integran con suma facilidad temas populares que parecen escritos para ellos (¡Esa tuna con el Me gusta mi novio! ¡Eso es recrear un clásico como De tu novio qué!) con los temas propios (entre los que destaca De teja y mantilla, desde este momento en la antología de mis momentos hilarantes, con ripios tan gloriosos como “De teja y mantilla / se viste Sevilla / y está toda España con un nudo en la garganta. / Hay gente que llora, / hay gente que canta, / hay gente que reza por su Alteza, nuestra Infanta.”); cuando crees que lo has visto todo, extraen un nuevo conejo de la chistera; como ya sucediese en Cegada de amor, parece que lo que sucede en la pantalla es en directo porque jamás dan una réplica a destiempo, ni una respiración ni un titubeo ni un trastabillo fuera de lugar (algo comprensible en un directo) descoloca ninguna pieza, todo se integra a la perfección. Y punto, porque si me dejo llevar destripo lo mejor y eso, sencillamente, tienen que verlo todos ustedes; eso sí, como me gusta que la compañía reciba la ovación que merece, que salgan a saludar todos y cada uno: Jordi Milán, Xavi Tena, Toni Torres, María Garrido, Meritxell Duró, Annabel Totusaus, Alexandra Gonzàlez, Babeth Ripoll, Bernat Cot, Montse Amat, Oriol Burés, Àlex Esteve, Ramón Rey, Adrià Ferré, Daniel Seoane y Pere Pau Hervàs y cualquiera que haya hecho posible el regalo de felicidad que ha desembarcado en el Nuevo Teatro Alcalá.

domingo, 6 de octubre de 2013

DISTINTAS VERSIONES DE NUESTRAS VIDAS





   Cuando mi admirado Juan Cobos Wilkins presentó su colección de cuentos Siete parejas y un solitario, recuerdo que le pregunté si la narración así diferenciada (las otras, como indica el título, se agrupaban de dos en dos, mientras que la última se presentaba sin acompañante) había quedado como número non por una decisión tomada desde el principio o porque no le había encontrado complemento perfecto y él, con su proverbial agudeza, con su sencillez para desnudar sentimientos, respondió que hay personas que nacen solitarias, que pueden ser muy sociables, muy divertidas, pero que a la hora de la verdad rehúyen cualquier tipo de compañía y se bastan ellas mismas (como tuve la fortuna de que, en sus últimos años de vida, la añorada y amorosa Gloria Fuertes nos regalase a Miguel Ángel Yáñez y a un servidor su amistad –un día llamó a la redacción reconociéndose oyente de Cita a las dos y muy feliz por lo mucho que hablábamos sobre libros-, inmediatamente me vino su imagen a la cabeza: nadie más volcado en los demás, charlatana, afable, gustosa del trato con gente, de la conversación, de los chistes y, a pesar de todo ello, sin ningún tipo de trauma o rencor, había optado por vivir sola y conservar su autonomía). He recordado esta anécdota (una de las muchas que me asocian a la desbordante humanidad de Juan, escritor al que adoré antes de conocer personalmente y cuando tuve la oportunidad aún lo hice más y llevo a gala, a pesar de los kilómetros que nos separan, mantener con él una relación plena de sensibilidad y gusto por esos pequeños placeres que nos engrandecen el alma –la poesía, la música, la palabra en cualquiera de sus expresiones) al caer en mis manos el volumen Un día es un día con el que la editorial Lumen ha querido trazar una especie de biografía literaria de la maravillosa y versátil Margaret Atwood, reuniendo narraciones suyas que aparecieron en épocas diferentes, que se presentaron a los lectores por sí mismas, independientes como son, pero que al estar ordenadas (con la supervisión de la propia autora) por las edades de sus protagonistas (en tres grandes bloques: Infancia, Madurez y Vejez) adquieren una unidad muy sutil, como si su destino desde que nacieron hubiera sido el de integrarse en este conjunto, como si fuesen, a pesar de las notorias diferencias entre los diferentes personajes, episodios de una misma y única vida.

   La noticia de que Margaret Atwood era la galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2008 coincidió con la época en que me gustaba presentar con un poema el programa que entonces me tocaba conducir (el cual hubiese desaparecido si yo no me hubiese hecho cargo del mismo y tal vez, viendo cómo se desarrollaron los acontecimientos posteriores, debería haber esperado un nuevo destino y dejar que las hordas de fanáticos siguiesen a su líder en su cruzada contra otros, pero ya no hay marcha atrás y, en realidad, no me arrepiento de ello); por supuesto, esa noche, tras la sintonía, di voz a algunos de los versos nacidos de la fértil pluma de la autora canadiense y me detuve lo que, casi desde el mismo anuncio, era una polémica: ¿Por qué no se la habían concedido a un español (lo que no ocurría desde 10 años antes en que lo obtuvo Francisco Ayala) o, al menos, a un autor que escribiese en nuestro idioma (al que no tenía lugar desde que en el 2000 fuese premiado Augusto Monterroso)? Y volvimos al tonto asunto de las cuotas: ¿Buscamos alguien cuya obra merezca tan alta distinción? Entonces, nadie podrá negar (para gustos y preferencias, los colores, pero todos tienen, como diría el Cardenal Cisneros, muchos poderes que presentar) que Doris Lessing, Arthur Miller o Claudio Magris habían sido justos vencedores, igual que lo serían posteriormente Ismail Kadaré o Philip Roth (tal vez mi única queja sea la inclusión en la nómina de galardonados de Leonard Cohen, quien, en todo caso, debería haberlo sido con el de las Artes) hasta que, hace pocos meses, conocimos la celebrada concesión a Antonio Muñoz Molina, hecho que quedaba minusvalorado por aquellos que ponían el acento en el hecho de que fuese español (quedaba la sensación de que “le tocaba”, no de sus méritos para ello). Nunca me han gustado las cuotas; es algo a lo que siempre hemos tenido que responder tanto presentando Finales de cine como Madres de película: ¿Por qué tal número de españolas? ¿Por qué no hay ninguna brasileña? ¿Por qué no está ésta y sí aquella? Sencillamente, porque escribimos sobre las que nos gustan, las que más huella nos han dejado, las que hemos podido revisar (condición imprescindible: no hablamos de memoria), sin parar mientes sobre en cuántas sale Katharine Hepburn o si no hemos incluido ninguna de Antonioni. He vuelto a pensar en este asunto porque Margaret Atwood señala en el prólogo algunos de los autores cuyos cuentos recuerda haber devorado y, entre los siete nombres mencionados (habla de Maupassant, uno de mis favoritos), sólo elige a una mujer: Katherine Mansfield (precisamente, Pablo me regaló hace poco un libro de ella con el que anhelo ponerme en cuanto él lo termine). Y esto colisionó con el prólogo que Laura Freixas ha escrito para Vivir en los cafés, el nuevo libro de Ovidio Parades del que ya nos hicimos merecido eco no hace demasiado, lo único que suprimiría o al menos modificaría de tan estimulante volumen (lo siento, Ovidio, pero creo que mis opiniones son válidas para algunos, precisamente porque no regalo elogios –a veces, un silencio es lo mejor, lo sé, y lo hecho muchas veces, pero creo que no guardándome nada cobran aún más valor y honestidad las palabras que te dediqué-); en él, la escritora recoge algunas de las referencias, magisterios, influencias, mitos que aparecen en los textos de nuestro querido asturiano y se pone a echar cuentas para sentirse feliz porque Ovidio elija tanto hombres como mujeres -cuando en realidad, si le dejan (igual que un servidor), puede ser que citase más señoras fabulosas-, entrando en ese terreno tonto (con perdón, y por no decir algo más fuerte) en que sólo damos importancia al sexo del autor, del intérprete, del artista y no a la obra (como aquella “ministra-cuota”, como tantas, la digna de olvido Ángeles González-Sinde, quien al aplaudir el premio Ojo Crítico de Teatro que fue a manos de María Isasi dijo “me alegro mucho, porque es mujer”. ¿Lo de buena actriz le pilla lejos? ¿Entonces no lo merece?). Por un lado, el hecho de que a la mujer se le haya negado casi (y sin el adverbio) la condición de persona, centrándonos sólo en literatura que es en lo que andamos, ha provocado que sean contadas excepciones las que han pasado a la Historia hasta llegar al siglo XX; por otro, a un verdadero lector le emociona igual Emma Bovary que Heathcliff, tiene pesadillas con las brujas de Macbeth o el monstruo de Frankenstein y no importa quién fue su creador (el de todos, no sólo el de la Criatura).

   Margaret Atwood da voz a hombres y mujeres y a todos los trata con el mismo afán de comprensión y con todos es igual de descarnada si quiere dejar a la luz comportamientos censurables, punibles, injustos, dolorosos para los demás, egoístas o indignos; habla del descubrimiento del sexo, de cómo somos unos completos desconocidos para nuestros íntimos, de cómo éstos son una caja de sorpresas (en ocasiones porque no nos preocupamos por mirar en su interior), y traza un certero panorama sobre nuestras diferencias (que las tenemos) y nuestras similitudes (tantas), no enarbola ninguna bandera ni da un discurso: se limita a narrar y a dejar que el lector incorpore su propio bagaje. Posee una prosa tan elegante, tan sencilla, tan despojada, que en algún momento puede llegarse a pensar “así escribe cualquiera”, y esa es una de sus mayores virtudes: hacer que parezca fácil lo que, sin duda, es fruto de muchas meditaciones, reescrituras, tachones y folios a la papelera (aunque ya escribe en un portátil, lo dice en el prólogo, como la mayoría –pero el cesto de los papeles existe, aunque sea virtual-). Hay tiempo para el llanto, para la evocación, para la ironía, para la carcajada, para el absurdo, son relatos que retratan vidas, pulsiones, fracasos, reproches, dolores, gozos, no hay ni una sola línea en que la autora pretenda lucirse porque lo importante son sus personajes; lo fabuloso de un volumen así es que puede leerse como se prefiera, jugando, buscando, dejándose sorprender (por si a alguien le sirve de algo, diré que mis favoritos son Auténtica basura, La tumba del famoso poeta e Isis en la oscuridad). Como muy decía uno de los grandes maestros de la narración breve, Julio Cortázar, el cuento debe ganar por K.O., y bien lo demostró él con narraciones que nos envuelven, que se nos quedan dentro, que nos permiten seguir pensándolas, continuándolas, reinterpretándolas; del mismo modo, Margaret Atwood disemina aquí y allá puntos suspensivos, sugiere, esconde, da a entender y consiente que sea el lector quien tenga la última palabra, confía en él porque sabe que “todos tenemos guardadas distintas versiones de nuestras vidas, aunque nos las contemos sólo a nosotros mismos. Y las corregimos a medida que avanzamos”. Por eso seguimos leyendo: para saber quiénes somos, quiénes fuimos, quiénes seremos.

miércoles, 2 de octubre de 2013

RAQUEL MELLER CUANDO MIRA...






   Hay muchas recomendaciones que son la peor carta de presentación para lo que promocionan porque vienen de personas que no te ofrecen ninguna confianza o que te consta tienen otros intereses (llegando incluso a alabar en público lo que desaconsejan en privado) o porque la experiencia ha demostrado que tienen gustos diametralmente opuestos a los suyos (de todos modos, este asunto puede ser abordado más prolijamente otro día); del mismo modo, hay otras que deben tenerse en cuenta sin dudarlo, justo por venir de quien vienen. Así recuerdo, aunque ya teníamos las entradas compradas, que el hecho de que la enorme María Fernanda D´Ocón me dijese que lo que hacía José María Pou en La cabra de Edward Albee era de lo mejor que había visto nunca en escena hizo subir hasta límites estratosféricos las ganas de asistir al espectáculo (y, ciertamente, será de esas funciones que nunca olvidaremos, haciendo hincapié en el espléndido texto que el inteligente Pou no dejó escapar nada más estrenarse en Broadway); del mismo modo, porque es otra que sabe de lo que habla, porque al igual que la valenciana lleva el arte en las venas, cuando Olga María Ramos (nuestra adorada, quien está regresando de México mientras escribo y con algo bajo el brazo de lo que hablaremos dentro de poco) nos dijo que no podíamos perdernos Por los ojos de Raquel Meller en la sala Tribueñe lo pusimos en la lista de asuntos pendientes, justo cuando se daba inicio a esta época un tanto oscura en que salí de la radio y anduve errático y sin ánimo y después fue tarde porque el espectáculo desapareció de la cartelera. Lo cierto es que nos había llamado la atención en alguna ocasión, sobre todo su éxito y permanencia (se estrenó en 2007), pero mi trabajo diario hasta altas horas de la madrugada provocaba que necesitase tiempo para recuperar sueño (no negaré lo dormilón que soy) y que sólo pudiésemos ser público (lo que tanto nos gusta) durante el fin de semana y, claro, nunca podías abarcarlo todo (al margen de hacer otras cosas ya que, por mucho que nos apasionen, no todo es cine o teatro); además, siempre he sentido cierta querencia por Tribueñe, esa sala que es, al mismo tiempo, un tributo al arte de Talía, el empeño de unos locos que aman su profesión, un compromiso de corazón con el público, y la máxima expresión de la bellísima historia entre Juan Ramón Sánchez y Chelo Vivares, historia truncada demasiado pronto (la muerte, inevitable, gusta de actuar cuando menos conviene, se precipita, tiene un espantoso director de escena).

   Y como una de las por desgracia cada vez más escasas sorpresas gratas que da el hecho teatral en Madrid, a principios de verano supimos que Por los ojos de Raquel Meller abandonaba su pequeño feudo para convertirse en una obra musical de más fuste, no porque lo necesitase, sino porque uno de los pocos productores inquietos que nos quedan, Juanjo Seoane, había decidido que el espectáculo debía ganar en majestuosidad y fuste para inaugurar la temporada en el Reina Victoria. “Fue toda una sorpresa, y un auténtico subidón, cuando Juanjo Seoane, en el descanso de la función que vino a ver, sin necesitar verlo completo, me dijo que quería que el montaje diese el salto a un teatro más grande”, me ha contado hace apenas unas horas Hugo Pérez, creador y director de este maravilloso viaje en el tiempo que demuestra la vigencia del cuplé, la fuerza del género y que las cosas bien hechas interesan a público de cualquier edad (así lo dejaba patente el patio de butacas cuando estuvimos nosotros): “No me pongo límites o restricciones, no pienso en a quién debe gustar: busco público que se quiera conmover, que se deje arañar, que no piense en pasado o presente, que huya de los prejuicios”, y lo cierto es que lo logra porque no emplea el recurso de la nostalgia, no se limita a desempolvar un sonido, unos ecos, una voz de principios del siglo XX, sino que demuestra su frescura, su idoneidad en estos tiempos, su grandeza artística; en manos de Hugo Pérez, y gracias al concurso de unos músicos estupendos y de un elenco brillante, el cuplé se quita de encima toda la ranciedad, la caspa, el anquilosamiento que algunos han parecido empeñados en querer hacerlo embarrancar, a pesar de los esfuerzos de Olga María Ramos, una voz que parecía clamar en el desierto y que ahora, entre los parabienes que recibe en México (a ver si no somos tan cicateros por aquí) y el impulso que Por los ojos de Raquel Meller le da, empieza a recoger los frutos de su continuada labor. “Las partituras no se pueden adulterar, no pueden consentirse actualizaciones que son verdaderos destrozos: la música es la que es y tiene que sonar cómo nació, da igual que se trate de "La Traviata" que de "La violetera", no se puede estafar al público”, declara Hugo cuando hablamos de la felicidad que despierta el hecho de que la música, las voces, el tono del espectáculo suene a los años que se reviven y, al mismo tiempo, se note revitalizado, engrandecido.

   Al igual que un servidor, el director parece haber nacido con esta música como banda sonora: “No recuerdo cuándo conocí a Raquel Meller, supongo que desde siempre, son esas cosas que canturrean las abuelas, los mayores; viví una juventud un tanto estúpida, como suelen serlo todas, pero al final regresé a esta música”. Hugo, quien cita a Gene Kelly y Lola Flores como sus máximas influencias, como los dos artistas que más le inspiran, a los que venera sin límites (“Siempre me ha gustado más el musical al estilo Hollywood, o sea el de cine, que el de Broadway o Londres, aunque sean fastuosos”), cuenta que planificó la obra en pequeñas píldoras, breves escenas que se suceden a buen ritmo y van exponiendo una época dando los datos precisos pero sin explayarse en lo que pueda estorbar al desarrollo de la función, para esbozar la apasionante vida de Raquel Meller sin demasiada intervención propia, incluso dejando fuera episodios apasionantes, “pero no quería inventar nada, no es necesario: ahí está ella, su personaje, su trascendencia, lo que cantaba, lo demás queda dentro del público y si tiene curiosidad la saciará” (y me consta que son muchos los que salen del teatro preguntando, buscando, descubriendo, recordando). Los que tuvieron la fortuna de conocer el montaje en Tribueñe dicen que ha perdido algo de su intimidad, de su recogimiento, y es lógico puesto que aquí tiene a su servicio un escenario de amplias dimensiones, pero es un placer disfrutar de la escenografía de Alfonso Barajas y, además, el propio Hugo Pérez señala que “estoy contento con el espacio que me toca en cada momento y lo fundamental es que "Por los ojos de Raquel Meller" sigue siendo la misma, aunque ahora tenga este gran formato y más aforo en cada representación”; yo no puedo comparar y, por lo tanto, aunque es posible que en los solos de Raquel (por cierto, se alternan tres actrices según programa –el director me ha dicho que actualmente son sólo dos-; nosotros vimos a Nené Pérez-Muñoz con una voz portentosa que reproducía la atiplada de la Meller con suma facilidad), decía que tal vez en los momentos en que la cantante está sola en escena sí puede echarse de menos una mayor cercanía del público, el resto, con múltiples entradas y salidas, cambios de decorado y alternancia de personajes, merece un teatro de los de siempre y más el Reina Victoria con ese patio de butacas a la antigua usanza, convertido en parte de la ambientación que, como nos anticipó Seoane antes de entrar, coadyuva a que pensemos que hemos entrado en el túnel del tiempo. Si alguien no sabe ni que existe este espectáculo, incluso si no sabe ni quién fue Raquel Meller, aunque haya vivido al margen del cuplé, si pasa por la Carrera de San Jerónimo y escucha alguna de las canciones que puntean el libreto de la función que no lo dude y compre su entrada porque, como afirma Hugo Pérez, “no se puede huir de este país, de lo que somos; el que quiera irse, que se vaya, pero si está aquí no puede volver la espalda a propuestas como la nuestra”. ¿Quién va a resistirse al candor de una mozuela que le dice “llévelo usted, señorito”? ¿Cómo no dejarse arrastrar por la vorágine pasional de El relicario? ¿No nos ha enseñado Olga María Ramos a tararear el Ven y ven? ¡Pues a demostrar que las lecciones sirvieron para algo!  

martes, 1 de octubre de 2013

RAZONES PARA AMAR EL CINE


 


   Hace pocos días, nos encontramos en el Mamá Inés (nuestro habitual lugar de reunión, nuestro refugio, nuestra puesta al día con los avatares sentimentales de Santi, el simpático y dicharachero encargado –quien tiene loquito a medio barrio, o más, pero sigue enamorado de la persona equivocada y, aunque es consciente de ello, no logra soltar las amarras-, nuestro escenario para tertulias llenas de risas –y para discusiones de altura, que no todo son frivolidades-) con Miguel Losada, mi añorado compañero de radio y televisión, uno de los pocos con los que podía hablar sobre cine de verdad (no importaba el papel que nos tocase representar por imposición de ese infame al que recordaba el otro día), poeta e investigador, cinéfilo desde la cuna, una de esas personas que no ha perdido el entusiasmo ni las ganas por experimentar como espectador, quien a pesar de la mucha morralla a la que teníamos que enfrentarnos en nuestra tarea cotidiana de repasar la cartelera (y de algunos escaqueos gloriosos, todo hay que decirlo) la asumía con interés y oficio, sabiendo argumentar y exponer sus impresiones, con un conocimiento casi enciclopédico de cualquier cosa que en algún lugar hubiese sido proyectada en una pantalla. Y aunque fue una conversación rápida, de apenas unos minutos (en los que tuvo tiempo de alabar la escritura de Pablo en 24 horas de un periodista desesperado –y Miguel no es de los que regala elogios: con permanecer callado resulta elocuente), el cine ocupó gran parte de las palabras que cruzamos, que si ve Madres de película en cualquier librería por la que pasa, que si ya estamos con un nuevo proyecto, que si él también anda envuelto en otros (y retrasando sine die su esperadísimo estudio sobre el musical), que si tal que si cual. Porque, entre otras cosas, Migueliño (como me gusta llamarle) es editor de libros que buscan celebrar y compartir esa bendita afición que es la cinefilia y no hace demasiado pidió nuestro concurso para un volumen que tituló Vivir el cine. 120 películas que no podrás olvidar, en el que un buen número de personas relacionadas con el séptimo arte o amantes del mismo seleccionaba las 25 cintas por las que no puede dejar de consumirlo; por esas cosas que me suceden con la informática, no sé dónde diablos puse mi lista, pero recuerdo que no faltaban Lo que el viento se llevó (1939) –la amé antes de verla por lo que me contaba la tía Carmen, porque Chari, la peluquera de las mujeres de la familia, me prestó el libro, porque la vi en pantalla grande en los Cines Madrid con los tíos y le rendí pleitesía desde el primer fotograma-, Sonrisas y lágrimas (1965) –también la vi a todo tren, en el Palacio del Progreso (hoy Teatro Nuevo Apolo), al que acudimos en plan excursión (mis hermanos, los hijos de una de las señoras a cuya casa iba a limpiar la tía Carmen, mis primos, mi abuela), causa primordial de que adore el musical como lo sigo haciendo- o La vida es bella (1999) –pocas veces he entrado a la sala con una idea preconcebida y he salido pensando lo contrario con tanta contundencia: ¿quién iba a pensar que el pasayesco Roberto Benigni me conmovería de esa manera?-.

   Cuando Pablo y yo le hicimos llegar nuestras listas, Miguel dijo que eran muy certeras, muy bien armadas, muy eclécticas, pero se extrañó de que entre mis elegidas estuviese El coloso en llamas (1974), a lo que sólo tuve una pregunta que hacerle: “¿No me has pedido las películas por las que amo el cine?” y, ante su respuesta afirmativa, le dije que posiblemente soy el que soy gracias a que los tíos (como tantas veces, como siempre) me llevaron con ellos al cine Proyecciones cuando se estrenó en España y yo apenas tenía cinco años; por lo tanto, como de bien nacidos es ser agradecidos, no podía obviar un filme que aún ahora me cautiva y al que regreso con aquella mirada escudriñadora y virgen con que lo observé por primera vez. Las películas más votadas merecen su propio capítulo, presentada cada una por alguien que la hubiese seleccionado y contase el porqué de su fascinación por ese título y otras muchas también aparecen esbozadas en unas cuantas líneas; para los textos importantes, Miguel quiso que Pablo presentase Eva al desnudo (1950) –también incluida en mi listado- y, sabiendo mi implicación emocional con ella, me pidió que yo hiciese lo propio con Matar un ruiseñor (1962); y ahora que llegan los fríos y que es tan acogedor quedarse en casita, compartiendo con Pablo la ceremonia de sentarse frente a la pantalla, a salvo de todo, sin necesitar nada ni a nadie más, y disponerse a hacer otro viaje con el que engrandecer nuestra alma, quiero compartir con vosotros ese texto en el que no habla el experto en cine, habla el amante del mismo, el espectador que sabía que entre él y las imágenes se establecía una unión imperecedera, mi siempre vívido recuerdo del día en que conocí a Atticus Finch (para saber a qué otros títulos voté, como para conocer la elección de Pablo, haced como yo, es decir, hojear el libro).

 Hay películas con las que uno vive en un permanente rencuentro, volviendo a sus fotogramas cada cierto tiempo, añorándolas cuando el paréntesis entre un visionado y otro se antoja demasiado largo; y lo más curioso no es que uno reafirme sus impresiones, que éstas se muestren imperecederas o se hagan más sólidas, o que hagamos una nueva lectura condicionada por lo que vamos viviendo y aprendiendo: lo más destacable de ciertos títulos es que nos hacen volver a sentir niños, que los contemplamos con la misma emoción, el mismo temblor, la misma capacidad de sorpresa que teníamos cuando nos dejamos cautivar por ellos aquella ya lejana primera vez.

   Como tantos niños de mi generación, no he podido ser otra cosa más que un cinéfilo (en su primigenia y bellísima acepción de amante del séptimo arte, no como sinónimo de falsa y pretenciosa erudición que menosprecia a los espectadores), aunque en mi caso lo tuve un poco más fácil: al margen de la fantástica programación cinematográfica de TVE (sí, era la única, pero, ¿para qué anhelábamos más?) que facilitaba el acceso a casi cualquier título sin importar año de producción, mis padres y, especialmente, la tía Carmen y el tío Miguel me consintieron y alentaron desde que tuve un mínimo uso de razón para que me sumergiese en el mundo de la ficción, en esas historias que me dejaban literalmente pegado a la pantalla (y también a las páginas de los cuentos, tebeos y libros). Y, un buen día, no recuerdo el mes pero sí el día de la semana (miércoles) y tampoco el año exacto pero sí que cursaba sexto de la EGB (por lo tanto, curso 82-83), emitieron Matar un ruiseñor (1962) y el tiempo se detuvo; aunque suene exagerado, ya no volví a ser el mismo.

   Gregory Peck siempre fue mi héroe, una de las muchas herencias directas que he recibido de la tía Carmen (aunque nunca escondió su preferencia como galán por Stewart Granger): ¡Cómo no admirar al actor que encarnaba al capitán Horatio Hornblower en El hidalgo de los mares (1951) o a Jonathan Clark en El mundo en sus manos (1952)! Pero, de repente, conocí a Atticus Finch, personaje que no tenía aura mítica, de aspecto corriente (incluso anodino), padre de familia (viudo a cargo de sus dos hijos), con debilidades latentes (aunque intente camuflarlas dando la espalda a la cámara), o sea, alguien que podría ser mi vecino, mi profesor, uno de los tenderos del barrio,… ¡el tío Miguel! Sí, alguien justo, ecuánime, que no necesita levantar la voz porque destila autoridad (otros muchos sólo se empeñan en ejercerla), que juega contigo pero sólo si es conveniente, si es el momento, dispuesto a ser cómplice de tus trastadas, que sabe ponerse a tu altura para que comprendas lo que has de aprender sin imponértelo, que sabe escuchar y que, por supuesto, no es perfecto aunque a veces te lo parezca. Y cuando contemplo a Gregory Peck moverse con cierta torpeza como si no fuera capaz de manejar su cuerpo de adulto, (como si el niño que está dentro buscase la salida a golpes), enfrentarse a las adversidades tragándose el miedo (dejándolo traslucir en ocasiones), convirtiéndolo en el acicate para seguir adelante, imponer su presencia protectora y amorosa alejada de carantoñas y muestras estruendosas de cariño que en realidad no significan nada (pero cuando abrías los ojos durante tu enfermedad él estaba cerca de la cama), no puedo evitar añorar al tío, con el que vi esta película por primera vez, al que tantas cosas pregunté después, que me regaló el libro de Harper Lee que dio origen a la cinta de Robert Mulligan para que pudiese saber más sobre Atticus, su alter ego sin que él fuese consciente.

   Es imperdonable matar a un ruiseñor porque sólo nos regala su canto, porque no hace ningún mal, porque no causa daños en las cosechas; del mismo modo, no hay excusa que justifique el olvido de esa belleza, de su presencia, de su paso por el mundo. Por eso, cuando algo gusta hay que decirlo y dar las gracias: sin Atticus Finch, tal vez nunca me hubiese dado cuenta de lo mucho que mi tío Miguel hizo por mí y de todas las cosas que les debo a los dos”.