lunes, 29 de julio de 2013

¿A QUIÉN TEME LOVECRAFT?





   Jorge Luis Borges (¡Nada menos!) gustaba de presentarse como lector, presumía más de lo que conocía a través de los libros escritos por otros que de los textos salidos de su imaginación, no paró de rastrear bibliotecas, librerías, cualquier volumen que le pillase a mano en cualquier país del mundo, buscando nuevas emociones, ya fuesen títulos descatalogados, desconocidos, autores que le maravillaban u otros de los que apenas tenía referencias (o las tenía inmejorables pero por esas cosas de la vida no había podido acceder antes a ellos); en la actualidad, podríamos considerar que su testigo lo ha recogido Benjamín Prado, un buen escritor, pero que es infinitamente mejor como crítico literario, como analista, como transmisor de placeres, porque sabe hacer eso tan difícil y que tanto escasea que es hablar como lector pero con conocimiento, adorando el objeto de estudio, huyendo de academicismos, abriendo las ganas de leer, conquistando nuevos adeptos (he podido comprobar su poder de convicción sólo por lo que decía, por lo que se percibía que él había disfrutado con las páginas que recomendaba –hipnotismo similar al que desplegaba Luis Landero en sus clases de Literatura, inyectando el gusanillo de la lectura en personas que sólo abrían un libro por obligación, teniendo que bregar, las cosas como son, con esos planes de estudio diseñados por alguien que sabe muy poco o nada de cómo ganar lectores-). Sin duda, es muy interesante y revelador conocer cuáles son las lecturas de los autores que nos gustan porque, de alguna manera, ahí está el germen de su obra, bien por admiración, bien por imitación (sea más o menos consciente), bien por rechazo a la hora de escribir en el sentido de buscar otro camino, tirar por otros derroteros o preferir un género diferente; del mismo modo, estoy convencido de que habrá muchos llamados, considerados, tildados de escritores (algunos lo serán en el sentido de juntar letras y de tener la fortuna de que les publiquen –aunque hablo de personas que de verdad lo hacen, no de todos esos a los que les reúnen sus recuerdos, pensamientos, catarata de conversaciones (acepción delirante con la que presentan el libro en el que Julián Muñoz intenta disculparse y escurrir el bulto)-), gentes a tener en cuenta mucho más por su gusto lector que por su supuesto talento literario.

   La editorial Siruela, que cuida mucho a sus adeptos, que sabe combinar lo exquisito con lo legible, que no restringe, que abre el abanico de posibilidades, que tiene un gran olfato para detectar esos nombres que con el tiempo se transformarán en clásicos, que defiende la buena literatura incluso en los géneros más denostados (no hay más que asomarse a su modélica y espléndida colección de novela policiaca, demostrando que Simenon, Chandler, Hammett, tantos otros tienen continuadores, autores que saben trenzar una trama absorbente y escribir con gusto y cuidado –en contra de lo que suelen afirmar los que menosprecian todo aquello que les resulta “comercial”, olvidando el éxito popular de que gozaron en su momento Dickens, Galdós, Dumas y tantos nombres imprescindibles del XIX-), el sello que nos descubrió a Herta Müller antes del Nobel, el que siempre ha apostado por Amos Oz, el que rescató una novela magistral como Caballo de oros de Víctor F. Freixanes, ese que es sinónimo de calidad (aunque no todo su catálogo nos convenza, claro –ese tipo de coincidencia total es casi imposible-, pero al menos su nombre nos invita a querer conocer sus nuevos títulos) presenta ahora un volumen que se diría imprescindible para los admiradores (y son legión –dicho sin ninguna doble intención, jejeje-) de H. P. Lovecraft, uno de los nombres que han engrandecido el género fantástico, el de terror, por extensión la buena literatura. Tal vez muchos desconozcan que el autor de Providence fue un erudito, un investigador, un teórico que dedicó gran parte de su vida al estudio y la defensa argumentada y cimentada de lo que él consideraba  “una deslumbrante victoria del espíritu frente a la materia, una restitución de la facultad de soñar, de crear mundos propios, de expresar sus mismos fantasmas para exorcizarlos”; de este modo explica el antólogo Juan Antonio Molina Foix cómo afrontaba y entendía Lovecraft su literatura y cuáles consideraba que eran las bases pertinentes para desarrollar, ampliar y enriquecer el género preternatural, el que explora, indaga, saca a la luz nuestros miedos más ancestrales y enquistados, ese que en ocasiones nos obliga a levantar la vista del libro y mirar a nuestro alrededor, por encima del hombro, a sospechar del mínimo crujido, el que nos acelera el pulso y congela el sudor en nuestra espalda, el que proporciona una ambigua y placentera sensación que combina el gozo con el rechazo, el que nos atrae al mismo tiempo que nos repele pero nos vemos incapaces de resistirnos a su atracción.

   EL horror según Lovecraft es un paseo por algunos de los autores que el creador de Los mitos de Cthulhu consideraba capitales para tener una visión lo más global posible de la historia del “cuento de horror”, su acepción favorita para referirse al género. Por razones de extensión, con el objeto de que el libro fuese una muestra variada (lo que obligaba a que cada relato no fuese demasiado largo), Molina Foix se ha visto obligado a dejar fuera a algunos de los escritores más venerados por Lovecraft (Ann Radcliffe, el reverendo Maturin, M. G. Lewis, William Hope Hodgson) y, del mismo modo, para ampliar horizontes, ha evitado a otros que son sobradamente conocidos y, con derecho propio, han generado su propio culto (Poe por supuesto, Stoker, Shelley o H. G. Wells), recuperando nombres un tanto olvidados (Arthur Machen, Lord Dunsany, Walter de la Mare), reivindicando a otros capitales para el género pero tal vez no suficientemente reconocidos (Guy de Maupassant –versátil como pocos y grande en cualquier historia que abordase-, Ambrose Bierce), como a aquellos que sólo se acercaron al mismo ocasionalmente (Crawford, Gilman), conformando una pléyade necesaria, un acercamiento bastante completo a lo que fue la eclosión vivida por las historias de horror entre los años finales del XIX y los años treinta del siglo XX, fecha en que se cierra la antología por coincidir con el fallecimiento de Lovecraft (ocurrido en 1937).

   Sorprende la vigencia de estas narraciones, cómo consiguen hacernos temblar, la mayoría de las veces haciendo irrumpir lo sobrenatural en lo cotidiano, provocando dudas sobre lo que ven nuestros ojos, imposibilitando cualquier respuesta racional, inoculándonos pavor, temor, oscuridad sólo con unas cuantas palabras, con la creación de la atmósfera idónea (opresiva, ominosa, infernal), desatando nuestra imaginación (el mayor peligro a la hora de generar, experimentar, vivir el miedo: no hace falta ver nada concreto). Pocos volúmenes hay más apetecibles para este verano tórrido; los más reticentes pueden tomárselo como un aparato de aire acondicionado portátil, seguro que les refrigera el alma y el recoveco más recóndito, los amantes del género no tienen excusa para perdérselo y los que buscan nuevas emociones, otros autores, los lectores con amplitud de miras, aún menos.

martes, 23 de julio de 2013

HAY COSAS EN LA NOCHE QUE ES MEJOR NO VER







   La línea argumental es de lo más básico y recurrente: dos personas (en este caso, hombre y mujer) solas en la ciudad (da igual el escenario, aunque se especifica que es Edimburgo) al encuentro de algo/alguien que destierre la soledad (él en realidad no parece tenerlo claro, pero cualquier cosa –sobre todo si es una chica guapa- mejor que seguir leyendo en un pub; ella, despechada porque su amante tiene que atender a la familia y desconvoca una cita apenas unos minutos antes de que tuviera lugar); con estos mimbres clásicos, David Greig y Gordon McIntyre han montado un vodevil (porque lo es aunque sólo haya dos personajes en escena, todo un trabajo físico el de los actores que les dan vida: no paran ni un segundo) en el que, de una forma u otra, podemos vernos representados todos aquellos que consideramos que la noche es nuestra aliada, nuestro hábitat, todos los que la tratamos con mimo y respeto porque sabemos que, si no se anda con cuidado, si le pierde la cara, si nos pensamos que somos más listos que ella, termina por pasar factura (y muy elevada en ocasiones). Iñaki Font e Itizar Atienza interpretan A medianoche en el escenario del teatro Maravillas con unos cuantos volúmenes en los que sentarse, tumbarse, arrojarse, un par de guitarras, un fondo luminoso muy bien utilizado para crear atmósfera e ir señalando el paso del tiempo… ¡y un teltubbie!; gracias a su entrega y bien medida vis cómica, la obra se sigue con interés y guasa, aunque poco a poco alguna de las carcajadas no suena y muchas de las sonrisas se congelan puesto que, dentro del disparate y acumulación de sucesos estrambóticos, más de uno asiente desde su butaca al reconocer errores propios cuando dejamos que la noche se adueñe de nosotros pensando que la luz del sol paliará sus efectos y nada de lo que hagamos tendrá consecuencias.

   Prácticamente cualquiera que se dedique a la creación, sea de la manera que sea, declara que prefiere la noche para inspirarse, para trabajar, para ponerse manos a la obra (aunque, por bien de los vecinos, esperemos que todo escultor armado de cincel –imagino que aún quedan, ¿no?- se limite a recoger lo que las musas le dictan y ejecutarlo a horas menos intempestivas); claro que está muy mitificada (incluso diría mixtificada) porque ya lo decía Picasso bien claro: se trata sobre todo de estar predispuesto, de querer, de no hurtarle horas a la tarea, y para que se produzca ese clic, ese momento mágico en que vislumbramos el resultado antes de llevarlo a cabo, da igual lo que estén señalando las manecillas del reloj. Pero es bien cierto (ahora mismo estoy dando ejemplo de ello: es la 1.03 de la madrugada) que en este momento en que todo parece haberse detenido (excepto que tengas vecinos que, da igual qué horario quieras mantener, siempre van a estar entrando y saliendo, subiendo o bajando, moviendo muebles o lo que se les ponga –ahora que, al seguir desempleado, voy variando la hora del desayuno, todas las mañanas están activos cuando me levanto, sean las nueve o las once-), cuando el silencio te envuelve (de nuevo, con las excepciones antes citadas; lo bueno de vivir en un interior –muy luminoso porque da al patio del edificio- y en una zona con muchas calles peatonales es que los ruidos más habituales –tráfico, gritos, botellones- sólo en ocasiones llegan como un eco muy lejano), cuando no estás pendiente de nada más que de la escritura (como es mi caso), como diría aquel el alma se serena y puedes, más que nunca, explorar dentro de ti mismo para ir desenredando la maraña de palabras que se ha ido acumulando y a la que conviene dar forma.

   La noche es el momento de las confidencias, de la intimidad, de la cercanía, de uno mismo (o de los dos si tiene la enorme fortuna de compartir hogar con la persona amada), pero, como deja patente A medianoche, puede ser devastadora cuando damos rienda suelta a nuestras frustraciones, a nuestros temores, al desenfreno que vamos reprimiendo hasta que somos incapaces de parar el torrente e impedir la explosión; por muy alegre que lo cante Raphael (aunque sea original de Adamo, nadie como el niño de Linares para dotarla de energía y convertirla en un himno) hay que tener cuidado con esas grandes noches en las que, aunque sea bueno olvidar la tristeza, el mal y la pena del mundo, conviene ser como Ulises y no prestar demasiada atención a esos violines que cuales pérfidas sirenas cantan sin rumbo pero teniendo muy clara su víctima: nosotros. Porque, como también dice Mi gran noche, luego despertaremos y seremos conscientes de que sabemos algo que no conocíamos… pero puede no gustarnos. Sergio y Estíbaliz, con su aire ñoño habitual, con la moralina a flor de piel (y por eso cuando se desatan son de lo peor), advertían que convenía tener cuidado con la noche pero acertaban de pleno al decir que “es maga y hagas lo que hagas siempre lo sabrá”; y es que uno no puede evitar rendirse a su embrujo, a sus efluvios, a sus tinieblas, a sus mieles, olvidando a veces la precaución, la mesura, el tiento porque, al final, para los que gustamos de ella, “la noche es más fiel que oscura” (como cantaba, tan maravillosamente como de costumbre, María Dolores Pradera –tema compuesto por Rosana-) y supone el reencuentro con lo que nos enriquece (ver alguna película o serie juntos en el sofá y como hasta septiembre no será posible, últimamente la noche y yo vivimos desencuentros –aunque al final me sale el Raphael que llevo dentro y… “la noche calma mi ansiedad, porque te espero y creo en ti”-).    

domingo, 21 de julio de 2013

ME VALGA LA MAGDALENA


 
 
 

   Hay autores para los que uno está predestinado: no importa el tiempo (y nada mejor que hablar de él para lo que ahora nos ocupa) que tardes en llegar a ellos -da igual porque el momento siempre va ser el idóneo-, el caso es que de repente vuelves a sentir esa conmoción, esa epifanía, esa confirmación de que has encontrado un compañero de viaje para siempre, de que vas a regresar a sus páginas las veces que sea necesario, sabes que empezarás a buscar incluso compulsivamente cualquier volumen que lleve su nombre impreso, que vas a permanecer mucho tiempo enredado en la maraña (¡Bendita sea!) de los pensamientos que su lectura te ha provocado, es como si hubiese escrito cada renglón pensando en ti, anticipándote, conociendo tu personalidad e intimidad muchos años antes de que nacieras; reconozco que siempre me había sentido tentado por él, para un lector como yo resulta un plato muy apetitoso que una obra tenga no sé cuántos miles de páginas y siete volúmenes, pero la cosa es que iba quedando ahí (como tantos), en el furgón de cola, esperando (era uno de los autores factibles de estudio en la Facultad cuando tuvimos la inmensa fortuna de que nos hiciera amar la Literatura –aún más a algunos, descubrírsela a otros- aquella excelente profesora llamada Mercedes Gómez del Manzano, pero como cada uno escogía con quien se veía las caras, de entre los posibles para esa parte del programa me quedé con Thomas Mann y William Faulkner –tampoco es mala elección, creo yo-), fue uno de mis primeros seleccionados cuando pensé que mi sección sobre libros en un programa de la radio podría ser de otra manera, algo más personal, con tiempo para el desarrollo, no un mero trámite, unos minutos que no robasen demasiado protagonismo a la voz principal que, al menos, aproveché para entrevistar a gente que me resultaba interesante. Y, de repente, una vez Pablo trenza el argumento del que ya está empezando a ser nuestro nuevo libro, vuelve a sonar su nombre, la necesidad de que protagonice un capítulo, y por fin abro el primer volumen de En busca del tiempo perdido… ¡y Marcel Proust ha llegado a mi vida!

   Si huelo o pruebo un choricito frito me recorre un escalofrío porque me veo en la cocina de la tía Andrea, aún con el cuerpo molido por el viaje en autocar, con los párpados cerrándose porque ha habido que madrugar mucho, contento y emocionado porque pasaremos el día en el pueblo, viviéndolo todo como una aventura, buscando el escaso y a veces ni eso frío sol del invierno mientras corro por la plaza camino a la puerta de la casa, la cual está abierta porque desde la ventana la tía ha visto que ya nos aproximamos, sintiendo antes de cruzar el umbral su abrazo cálido y olfateando el desayuno, el contundente refrigerio que se está cocinando, “porque habéis salido casi de noche y con apenas un café en el estómago”; y, sí, el tío Antonio está cortando grandes rebanadas de un pan casi recién hecho, esponjoso, cuya sola visión dispara los jugos gástricos, y allí está la tía entre los fogones, friendo huevos, panceta… ¡y ese chorizo tan rico, tan jugoso, tan especial!

   Cuando los días empiezan a ser más largos, cuando la oscuridad tarda en aparecer, me parece que hay un aroma distinto en el aire porque me llegan los efluvios de mis años de estudiante, aquellos en los que el verano suponía una total liberación, horas y horas para hacer lo que me gustase, tiempo libre a raudales (aunque luego nunca daba margen para hacer ni la mitad de los planes que uno iba pergeñando entre examen y examen); con esto del cambio climático ya no se pueden hacer afirmaciones categóricas, pero en mis recuerdos los inviernos de antes lo eran de verdad y los veranos se evocan mucho más calurosos (aunque el julio que estamos teniendo ahora mismo es infernal), por eso sentir ese escaso frescor que aparece cuando el sol ya se está ocultando, cuando aún hay luz natural pero los rayos no hieren, me hace pensar en Últimas tardes con Teresa, una de las mejores novelas de Juan Marsé, tal vez porque empieza en una verbena de San Juan, tal vez porque la leí en uno de esos largos estíos llenos de libros, tal vez porque es como el pórtico perfecto para seguir deseando que sea verano todo el año (y eso que el calor es mi enemigo mortal), en el sentido de dejarme arrastrar por mi vocación, por mis gustos, por mis pasiones (y esos anhelos me siguen motivando y emocionando cuando entro en esa espiral, a pesar de que los últimos veranos no son motivo de dicha –aunque en éste, como dije, estamos iniciando nuestro tercer proyecto literario y eso al menos lo convierte en digno de recuerdo-).

   Podría seguir así no sé cuánto, no desde luego para llenar tantas páginas como Proust (ni con la mitad de su talento, por supuesto), pero creo que es fácil comprobar cómo su magdalena se ha hecho realidad en mi ánimo (y no sólo ese momento tan comentado –y tan poco leído en realidad-: cuando Swann se encadena a cierta melodía me recuerda a mí mismo –y a cualquiera, seguro- poniendo banda sonora a cada momento y viajando en el tiempo en cuanto unas cuantas notas nos transportan al lugar en que las convertimos en nuestras), cómo esa prosa evocadora, torrencial, morosa, detallista, medida con diapasón, plena de frases subordinadas que a su vez también tienen meandros y digresiones, me ha envenenado, obnubilado, transformado, tocado, cautivado y convertido en cofrade proustiano (y encima tengo la suerte de contar con los cómodos y cuidados volúmenes de la edición de Alianza, que facilitan la lectura y el deleite); justo ahora ha remitido la segunda tormenta de verano que cae en pocas horas y en el ambiente queda ese olor a tierra mojada que, dentro de poco, topará con el fuego que subirá desde el asfalto, y yo pienso en las veces que tuvimos que recoger a toda prisa la cena que tomábamos en el patio “para estar fresquitos” porque, de un momento al siguiente, como diría Abraracúrcix, el cielo se desplomaba sobre nuestras cabezas. Y dejándome mecer por esos recuerdos, añoro a Pablo, es inevitable (y Proust no lo atenúa, al contrario).     

sábado, 20 de julio de 2013

TRATAR A LOS NIÑOS COMO ADULTOS (Y VICEVERSA)


   
 
 
   Me he referido en más de una ocasión al hecho de que, de una manera u otra, la mía fue una generación ciertamente privilegiada porque a pesar de las muchas carencias y de las rémoras que arrastraríamos durante gran parte de la infancia e incluso adolescencia (como señaló acertadamente Vázquez Montalbán en su novela Los mares del Sur, “el franquismo nos ha maleducado a todos” y hubo que ajustar, pulir, cambiar demasiadas cosas), teníamos muy a mano los estímulos necesarios para soñar, para desear conocer otras realidades (sobre todo las inventadas), para desarrollar nuestro gusto por el cine, el teatro, la lectura; sí, había sólo dos canales de televisión, ¡pero qué bien cuidados estábamos! Centrándonos sólo en los programas específicos para los niños tuvimos Un globo, dos globos, tres globos, El monstruo de Sancheztein, La mansión de los Plaff, El libro gordo de Petete, La cometa blanca, El recreo, La guagua, Sabadabada (que con el tiempo se transformaría en Dabadabada) o aquellos con los que nos fuimos haciendo adultos (la estupenda selección cinematográfica de Pista Libre o, por supuesto, la imprescindible La Bola de Cristal) y en todos ellos se hablaba de manera sencilla y amena, de forma natural y atractiva, sobre libros, música, teatro (ese del que tanto sabíamos gracias a Estudio 1), todos tenían una base cultural sin perder de vista la diversión y los juegos. Y no olvidemos que la mayor parte de las series de dibujos animados (y ahí las españolas echaron el resto) se basaban en títulos señeros de la literatura universal que se convertían en conocidos, apetecibles, compañeros gracias a La vuelta al mundo de Willy Fog, Tom Sawyer, D´Artacán y los tres mosqueperros, Ulises 31, Heidi, Marco y ese absoluto hito que debería ser de visión obligada en todas las escuelas y que haría mucho más por la gran creación cervantina que los espantosos programas oficiales de lectura que durante tantos años han tenido el efecto contrario al que deberían propiciar (es decir, crear lectores no provocar deserciones en masa): Don Quijote de La Mancha, la serie que convirtió en populares al caballero y su escudero (con las voces de Fernando Fernán Gómez y Antonio Ferrandis), que nos trasladó a las páginas creadas por Miguel de Cervantes (al que prestaba su voz Rafael de Penagos), cuyo éxito se hizo extensivo a cromos, juegos de mesa, canciones, mil y un estímulos.

   Otra de las fortunas que nos trajeron aquellos programas que estamos evocando (y otros muchos) fue que convirtió en familiares y queridos no sólo a los responsables directos de horas de merienda, sábados por la mañana, jornadas felices (María Luisa Seco, Torrebruno, Mayra Gómez Kemp, la llorada Sonia Martínez, Alaska antes de Mario Vaquerizo, Mari Carmen Goñi, Pepe Carabias), sino a los grandes actores españoles que aparecían en muchos programas, estuvieran o no dirigidos a los más pequeños de la casa (Valeriano Andrés, Irene Gutiérrez Caba, José Bódalo, Amparo Rivelles, María Luisa Ponte, Ismael Merlo, Lola Herrera, Fernando Delgado,… ¡tantos y tantas!). Uno de los privilegios del oficio periodístico es que te pone en contacto con personas a las que admiras, a las que quieres, a las que necesitas y de esta forma he tenido ocasión de ir desarrollando una amistad esporádica (estas cosas de la vida: ella prefiere Valencia para pasear, estar, vivir, sólo acepta determinados personajes, no se prodiga lo que debería o lo que anhelamos sus seguidores) pero muy firme con una de las actrices más completas y señoriales que puedan encontrarse en el panorama mundial: María Fernanda D´Ocón. Ella era la bibliotecaria (¡Cómo para no llamarme la atención!) en La Mansión de los Plaff, Leocricia, y recuerdo mi sorpresa y conmoción cuando supe de su magnificencia interpretativa gracias a la reposición de uno de los Estudio 1 más inolvidables (traslación de un histórico montaje que años después, ¡quién me lo iba a decir!, podría ovacionar de nuevo con ella como protagonista): Misericordia de Benito Pérez Galdós. En una de las muchas conversaciones que he podido compartir con la D´Ocón (así le gusta ser llamada, con ese artículo determinado que la individualiza y hace especial y que denota respeto –es patrimonio sólo de las artistas que amamos-), ella me dijo que cuando la llamaron para un programa infantil (o sea, para convertirse en parte de los Plaff) sólo hizo una pregunta: “No tendré que tratar a los niños como tontos que no saben nada, ¿verdad? ¿Podré hablarles como personas?”.

   Y por eso, aunque ahora nos sonroje un poco su ingenuidad, su carácter prístino, la transformación de ciertos códigos en unidades de lectura y comprensión asumibles por los críos, si uno consigue asomarse a estos programas o series, a aquellas primeras lecturas, no queda decepcionado porque sabían equilibrar la narración para que pudiese ser seguida por todas las edades (los buenos dibujos animados han conseguido congregar a todos los públicos, sin necesidad de engolamientos ni pretenciosidades ni etiquetas “para adultos” que a la larga lastran el disfrute y terminan por quedarse en tierra de nadie –ciertos productos Pixar como Los increíbles o Up, en cuyas proyecciones se oía el rebullir y las quejas de los niños… y de muchos mayores-); de hecho, por ejemplo, sorprende revisado hoy en día que Julio Verne nos apasionase de esa manera cuando en la mayoría de sus novelas hay unas descripciones científicas que podrían llegar a perturbar a un estudiante de Física o un gusto por el detalle al hablar de junglas, polos, ríos, cordilleras, tradiciones de las tribus, que nos bebíamos con fruición y sin darnos cuenta para que la aventura continuase. Y también pensé en ello cuando hace poco (aunque se me antoja un mundo el tiempo transcurrido) vimos en Londres los musicales basados en sendas obras del genial Roald Dahl, un autor que rompió las fronteras de la literatura para una edad específica, sabiendo llegar a los chavales sin puerilidades ni ñoñerías, haciendo guiños a los mayores en sus retratos de lo que un crío vive como amenaza, peligro o enemigo y por eso ver Matilda y Charlie y la fábrica de chocolate en el West End es un regalo (al margen, como es habitual, de la calidad del espectáculo, de lo vibrante de la dirección, de que auténticos micos –dicho con todo el cariño y admiración posibles- canten, bailen, se contorsionen, interpreten), toda una experiencia con la que reavivar ese alma infantil que no podemos permitirnos perder (en eso conviene ser como Peter Pan) y sin moralejas reduccionistas o mensajitos adoctrinadores o moralina torpe: Charlie es buena persona porque le nace, Matilda encuentra refugio en los libros porque lo de alrededor le es hostil y ambos pisan con firmeza el suelo sin dejar de soñar (y eso debe ser algo que no podemos consentir que nos cercenen).   

domingo, 14 de julio de 2013

SE ESCANDILIZA EL QUE QUIERE





   Ya que hablé el otro día sobre mi amigo Mairena, hoy puedo ir directamente al grano; primero, porque me gustaría resaltar que si llegué a los micrófonos, que si me enamoré de la radio (y lo seguiré estando por y para siempre por muchos poetas güeros que se crucen), fue gracias a él. Lo cierto es que fui oyente desde pequeño (me despertaban a los compases de Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España” las voces de Carlos Sáinz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausán y cuando terminaba “el cuento corto de hoy” era el momento de salir camino del colegio, merendaba muchas veces en casa de la abuela mientras sonaba Peticiones del oyente en Radio Intercontinental -¡Quién me iba a decir que allí mismo empezaría a forjar mi destino radiofónico y pasaría algunos de los mejores años profesionales de mi vida junto al necesario, al maestro, al amigo Miguel Ángel Yáñez!-, fui a conocer los estudios de Radio Cristal en Velázquez 54 –donde empezaría su andadura Onda Cero- porque la tía y yo éramos fans de un programa presentado por José Antonio Rojo –hijo del mítico montador del mismo nombre- y Mercedes Revuelta –con los años, mujer de Jorge Verstrynge-, también los de Radiocadena Española, cuando ya tenía claro que iba a estudiar Periodismo, para compartir un Apueste por una con María Teresa Campos y Patricia Ballestero, mi programa favorito durante mucho tiempo), la radio siempre me ha acompañado, pero no la contemplaba como una posibilidad profesional hasta que Juan me pidió que colaborase con él en un programa dominical durante el primer verano que compartimos y el veneno de la palabra, del micrófono, de ese medio imaginativo, directo, inmediato, mágico, me hizo arrinconar mis pretensiones literarias (era mi ilusión: escribir –y ahora la he recuperado, la ejerzo, la vivo, gracias al continuo impulso de Pablo-) para centrar mis aspiraciones, mi realidad, en las ondas. En segundo lugar, porque hoy quiero hablar de un autor que me sorprende, me alucina, me provoca, me estimula, me remueve, me divierte, me admira, me atrapa y, de alguna manera, debo a Mairena su conocimiento.

   Lo cierto es que Salman Rushdie saltó a las primeras páginas de todos los medios a su pesar cuando el ayatolá Jomeini le condenó a muerte por el contenido blasfemo de su novela Los versos satánicos, y tras conocer las primeras informaciones recordé que un libro muy recomendado era uno de aquellas ediciones de Alfaguara con todas las cubiertas iguales (en morado la literatura para adultos, en amarillo con algún mínimo dibujo en portada la infantil) que se titulaba Hijos de la medianoche y cuyo autor era también Rushdie. Juan, que nunca ha negado dejarse por el morbo cuando éste se le pone ahí mismo (organizó en dos minutos una auténtica excursión para que viésemos La última tentación de Cristo la misma semana de su estreno –y salió muy decepcionado porque no estoy muy seguro de qué esperaba encontrarse-), estuvo muy pendiente de la publicación en España del polémico y a su pesar maldito libro (o viceversa, en este caso ambas escrituras son válidas) y logró un ejemplar, uno de esa edición histórica en que 18 editoriales se hicieron responsables de la misma y en cuya portada aparecía expresado el apoyo del Ministerio de Cultura en virtud de la aplicación del artículo 20 de la Constitución. El caso es que, una vez calmado el frenesí por el libro, Mairena me lo pasó antes de leerlo y después de las primeras páginas no pude soltarlo hasta haber dado buena cuenta de su contenido: reconozco que no debí captar ni la mitad de las referencias a la religión ni gran parte de sus ironías y críticas, pero por encima de todo ello estaba la riqueza de su prosa, la naturalidad para mezclar estilos, para variar de tono en la misma frase, metáforas imaginativas que te invitaban a soñar, su apabullante capacidad fabuladora, su hipnótica narración, su facilidad para hacer reconocible un universo muy particular, para convertir lo personal en universal; su inventiva parecía no tener límites y su torrente expresivo tampoco. Como suele ser habitual, los que se escandalizaron y condenaron pusieron por delante su interpretación, su irritación, su susceptibilidad, su manía persecutoria, aplicaron unas leyes que deberían estar derogadas hace siglos (una blasfemia a algo que no existe, a una creencia, a lo íntimo de cada cual, está claro que ofende a la persona que así la recibe pero no puede ser motivo de condena a un castigo, mucho menos a la pena de muerte), pero dieron mayor publicidad y trascendencia a una novela que, tal vez, hubiera pasado muy inadvertida pero consiguió con esa indeseada publicada (igual habría que decir propaganda, de eso se trataba) que los lectores de Rushdie se multiplicaran por una cifra casi imposible de cuantificar (aunque a buen seguro, y en contra de lo que parece afirmar el que fue gran amigo suyo Christopher Hitchens en su espléndido libro de memorias, Hitch 22, el autor hubiese preferido menos repercusión y no convertir su vida en una permanente huida, escondido y protegido en todo momento).

   Pero cuando gracias a la editorial Mondadori que publica en nuestro país las novedades literarias de Rushdie uno puede recuperar ahora Los versos satánicos o la monumental Hijos de la medianoche (llevaba un tiempo descatalogada), superada la dosis de escándalo (aunque la condena siga en pie y el escritor cancele ciertos compromisos porque se teme por su integridad), sigue encontrándose con un autor que concibe sus obras como un auténtico viaje emocional, sentimental, íntimo, una verdadera catarata de sensaciones, entroncando siempre la trama principal con su país de origen, con su realidad, con sus raíces, con la religión en la que fue educado, haciéndose preguntas, diseccionando realidades, metiendo el dedo en la llaga y escarbando y eso es algo que sigue molestando y mucho (precisamente hace unas horas tuve oportunidad de visionar la estupenda película Hannah Arendt, que retrata muy bien cómo se lapida, aniquila, insulta, menosprecia y desacredita al que se atreve a decir en alto lo que muchos callan, al que piensa por sí mismo y saca los colores al maniqueísmo reduccionista de los pagados de sus creencias –políticas, religiosas, morales-, las cuales tienen cimientos muy débiles que, en lugar de reforzar, se mantienen contra viento y marea como las únicas posibles, adecuadas o “verdaderas”); no hay más que volver a recordar cómo se han comportado tantos del gremio con 24 horas de un periodista desesperado, en la que Pablo lanza un grito de socorro para que alguien sea autocrítico, tome nota y cambie el rumbo, pero ya vemos que es mejor censurarla mientras algunos siguen escalando puestos y llegando más arriba en la cadena de mando.

   No cabe duda de que las intenciones de Salman Rushdie al abordar Los versos satánicos eran remover alguna conciencia, poner la lupa en determinados aspectos, criticar o hacer burla de ciertas actitudes, pero, para empezar, nos olvidamos de que si una obra se presenta como “novela” entendemos que, por muy inspirada en hechos reales que esté, la imaginación, la pericia para hilar la trama, ciertos retoques habrá hecho el autor para que todo tenga sentido (la vida real, contada tal cual, da para poca literatura por mucho talento que se tenga) y, por otro lado, no hay más que sumergirse en las páginas de Hijos de la medianoche, sin duda la obra maestra más absoluta salida hasta el momento de la pluma de Rushdie, título publicado ocho años antes, para encontrar esa ironía, esa irreverencia, esa manera de pasar por su tamiz incrédulo muchos de los discursos oficiales, las proclamas, los rezos dirigidos, los discursos únicos, los que llaman “disidente”, “contrarrevolucionario” o “traidor” al que cuestiona al líder y se cuestiona aquello en lo que le dicen debe creer a pies juntillas. Por fortuna, a pesar de que lo sufrido podría haberle doblegado, anulado, amedrentado, Salman Rushdie sigue dejando claro que es quien es en cada nueva obra que presenta y su prosa no desfallece: enérgica, desbordante, imposible de ignorar, cautivadora, bifurcándose hasta la extenuación para regresar al caudal principal sin rupturas ni trampas, ayudando al lector en todo momento, un deleite para los sentidos (la oímos, la olemos, la paladeamos, la tocamos, nada queda fuera).     

viernes, 12 de julio de 2013

MI AMIGO, EL MAIRENA





   Sé que no le va a gustar, él es muy de conservar el anonimato, de mantenerse en la retaguardia, sé que me dirá que debería hablar más de la obra, de los actores, de mis carcajadas, pero es que no puedo contar todo eso sin ponerle donde merece, es decir, en un lugar preferente para que los focos le iluminen, para que el público le conozca y pueda agradecerle el buen rato; además, se da la circunstancia de que es uno de mis mejores amigos, tal vez el único que merece esa distinción, ese pedestal que le eleva un poco por encima de gentes a las que quiero y necesito: el próximo octubre se cumplirán veinticinco años de la primera vez que cruzamos una palabra y desde ese momento siempre me ha regalado su apoyo, su lealtad, su bonhomía, su inteligencia, sus silencios (es de pocas palabras –hasta que se pone-), sus críticas, sus consejos, su oposición cuando es menester (la verdadera amistad se cimienta con los errores, las contradicciones, los defectos, los desencuentros, lo que importa es que al final los lazos se han estrechado más y las personas continúan juntas). Pero resulta que ha empezado una carrera como director y autor teatral, la cual vivimos sus íntimos y cercanos con más intensidad y emoción que él: le cuesta expresar lo que siente, se lo guarda todo, se acoraza, pero a pesar de ello es la persona que más se entrega a los demás, que aparece casi sin que le llames, que si es tu incondicional lo es de verdad y lo demuestra con hechos. En fin, él es mi amigo Juan Mairena y pocas veces puede decirse esa palabra con la boca más grande y el corazón más ensanchado.

   Lo cierto es que le conocí como Juan Antonio -ese es el nombre que aparece en su partida de nacimiento-, pero con el tiempo ha querido firmar sus obras sólo como Juan, y respeto su decisión aunque comprenderán que después de tanto tiempo me cueste llamarle así, pero como casi desde el principio me gustó dirigirme a él usando su apellido (ese “Mairena” tan sonoro y de ecos machadianos y flamencos), digamos que he hecho la transición a mi modo y ahora le llamo casi exclusivamente así, como a los grandes que reconocemos a la primera por el apellido. Nos encontramos en los primeros días de Universidad, creo que era el tercero o el cuarto no más, cuando al salir del aula un torbellino llamado Carmen Mayordomo –una estupenda actriz, perdida un tanto en las brumas del teatro que se pretende “de calidad”, ese que menosprecia al público si éste no le sigue- me paró para preguntarme por el título de un libro que había exigido un profesor como primera lectura obligatoria de su asignatura y, mientras buscaba en mi carpeta el dato exacto, señaló hacia un lado diciendo: “Éstos son Marisol y Juan Antonio”. Y puesto que conformamos un grupo fijo en que éramos los únicos varones (aunque jamás hubo guerra de sexos ni nada parecido), las circunstancias propiciaron que desde muy pronto compartiésemos intimidad, cercanía, complicidad y muy pronto una verdadera y profunda amistad; como tantos compañeros (en aquel tiempo -1988- no había muchos lugares en los que pudiera hacerse), Mairena estaba solo en Madrid para estudiar Periodismo, su familia vivía en otro lugar, pero muy pronto entró en mi casa como un miembro más (y así me sentí siempre que fui a pasar unos días con sus padres y hermanos), participaba en las celebraciones y se le tenía en cuenta a la hora de hacer cualquier plan. Como además era un apasionado de la literatura, de la música, del teatro, del cine, dimos rienda suelta a nuestras aficiones durante los cinco años de carrera (aunque él terminó un año antes porque decidió hacer dos cursos en uno, esperó a nuestra orla para aparecer junto a todos y seguíamos viéndonos con la misma asiduidad) y me arrastró (aunque yo me dejé encantado porque también era seguidor) a todo lo que tuviera que ver con Mecano, su grupo favorito, por el que sentía una idolatría rayana en la obsesión y vivimos emocionantes y divertidísimas noches de los Oscar, apoyando a nuestros favoritos como si nos fuera la vida en ello y nos enfrentamos a profesores estúpidos, despóticos, acomplejados, inmisericordes, enfermos, tiranos, benevolentes, divertidos, humildes, cercanos, verdaderos maestros, inspiradores (por desgracia, abundan más todos los primeros) y protagonizamos mil batallitas que aún recordamos muertos de la risa.

   Juan fue la primera persona a la que consentí que me abrazara cuando la noticia de la muerte del tío Miguel me sumió en un pozo de amargura y dolor del que no sé salir cuando rememoro esos espantosos momentos (acaban de cumplirse catorce años de tan fatídico día) en que la tía, mi hermana y mi sobrino se encontraban a muchos kilómetros, solos ante la tragedia de que el tío se desplomase en la playa sin posibilidad de reanimación; en realidad, yo me eché en los suyos en cuanto apareció en casa, uno de los primeros, queriendo ayudar, llorando con todos, siempre cerca, siempre presente. Y en ocasiones han pasado meses sin vernos, por esto, por aquello, por la rutina, por el trabajo, porque sí, pero a la primera llamada el amigo acude y en un minuto te pones al día y parece que sólo haga horas que no te ves, y sabes que está y que no te fallará si le necesitas, que te sacará los colores si lo cree conveniente, que te dirá que te equivocaste en esto o en aquello, que no va a negarte su hombro si lo necesitas, que se pondrá de tu lado a pesar de los pesares, que vino para quedarse.

   Y, tras ese esplendoroso debut que fue Desmontando a Blancanieves, Mairena ha vuelto a estrenar: una obra de más fuste, de más calado, de más hondura, desopilante, irreverente, alocada, esperpéntica y al mismo tiempo profunda, para reflexionar, para paladearla después de la función; y es que él es así, caleidoscópico, depende del momento, de lo que toque, pero eso es algo que sólo algunos tenemos el privilegio de conocer, porque para muchos sólo será (como decía Tere en la Facultad) el andaluz más soso que conocen, el más parado, el menos dado a la juerga, singular por eso huye del tópico. Y el otro día en La Casa de la Portera reconocí a su autor en cada línea de Cerda, en los muchos guiños a su personalidad (y es ecléctico: igual cita Eva al desnudo como canciones italianas “petardas” o la sonrojante disculpa de cierto monarca), incluso hubo un par de gags mínimos (que en realidad no lo son) en los que sólo me reí yo porque son pura y netamente Mairena; pero cualquiera puede disfrutar de la función ya que siempre es un placer ver a la gran Dolly (y encima tan cerca) y al eficaz David Aramburu y, sobre todo, nadie debe perderse a una prodigiosa actriz, heredera de la naturalidad que sólo han tenido y tienen en el decir grandes de la altura de Laly Soldevila, María Luisa Ponte o Marta Fernández Muro (a la que, por cierto, puede verse también en La Casa de la Portera en el brillante monólogo Un pasado en venta): ¡Gracias, Mairena, por traer a mi vida a Inma Cuevas! ¡Pienso seguirle la pista! ¡Pienso hacerle reverencias! ¡Nadie puede decir tu texto como ella!

   Suele decirse que a la gente que quieres tienes que admirarla y, sin duda, en el caso de Mairena es muy fácil combinar ambos sentimientos porque él sólo trabaja, se aplica, se prepara, se involucra, pero nunca con ostentación, afectación o para cobrarse la cuenta, sin perder de vista su gusto por la invisibilidad, por la humildad, por lo sencillo. Pero fíjense si es brillante, que hace poco recordé que cuando le conocí tenía una muletilla que usaba en plan guasón, sin intención de zaherir, y que incluso me hizo un dibujo en un libro que me regaló en que un pariente de Porky lo decía, la misma que ahora se le puede dedicar tras pasar un rato genial viendo su nuevo montaje, tras compartir risas con los amigos y con Pablo (y, además, será la última obra que veamos juntos durante cierto tiempo, mayor motivo para convertirla en especial), sabes que no es para molestar, pero tú lo decías y ahora escribes sobre una porcina, y la gente aplaude, y eres un orgullo… Mairena, ¡qué cerdo!

martes, 9 de julio de 2013

EN LA ABORRECIDA ESCUELA





   Pasear con Dobby es una aventura diaria; como es un asocial, todo le asusta, le perturba, le repele y, aunque se pone a ladrar imperiosamente en cuanto empiezo a preparar los aperos necesarios (bolsitas por si las deposiciones, la correa, mis pequeñas alforjas –una mínima bandolera en la que sólo caben la cartera y el móvil-), pierde toda su energía en cuanto pisa la calle y hemos dado cuatro o cinco pasos, especialmente si planta un pino casi en el portal (yo creo que es por el pánico a lo que viene a continuación). En cuanto cesan los ladridos y su rabito va bajando (encogiéndose, como el de tanto bravucón que a las primeras de cambio se pone a temblar), camina presuroso, olfateando cuál es el camino más corto para regresar a casa; no quiere jugar con otros perros (por cierto, ¡qué manía con llevarlos sueltos para que avasallen a viandantes o se la jueguen con el tráfico o provoquen un accidente!) y de algunos huye tirando de mí como un poseso y a otros se encara sacando los dientes, dejando muy claro que está muerto de miedo; siempre hay algún espontáneo que se abalanza a acariciarle (tiene mucho éxito: es un conquistador)) y tengo que sacar los reflejos que no poseo de no sé qué sitio para hacerme con él antes de que pueda darle un bocado (son animales, no podemos invadir su espacio así como así porque es lógico que reaccionen a la defensiva); aunque gran parte de nuestro recorrido lo hacemos por calles peatonales, hay que sortear miles de obstáculos, sobre todo camiones de reparto que provocan unos atascos que ríete tú del tráfico habitual del centro (no es la primera vez que apenas puedo salir del portal porque me topo con uno de ellos o que no puedo volver a entrar por lo mismo o que no hay espacio por el que caminar porque dos –e incluso tres- se apiñan como pueden en un lugar sin capacidad para albergarlos), ciclistas que se sienten corredores de un rally, turistas despistados (especialmente temibles los orientales, desordenados, maleducados, caminando como si estuviesen solos o el mundo fuera de ellos) o niños que corretean sin freno ni padre que los controle. Como tenemos la fortuna de vivir muy cerca de una de mis zonas favoritas de Madrid (la Plaza de Oriente con ese imponente y fabuloso Palacio Real), gran parte de nuestro recorrido lo hacemos por allí mientras voy tarareando (es inevitable) Almudena al más puro estilo doña Concha Piquer, viendo la cantidad de gente que viene a visitarlo o se acerca para hacerse una foto o es vecino y hace lo que nosotros (con o sin perro).

   Durante varios meses, (ahora, con el verano, ya no se da ese fenómeno) raro era el día que no topábamos con dos o tres grupos de escolares de diferentes edades que iban en manada a conocer el Madrid de los Austrias y el histórico edificio, más o menos ordenados, con algún profesor que intentaba que no se disgregasen, más o menos nerviosos, más o menos en ebullición, más o menos con las hormonas disparadas (todo dependía, claro, de la edad); y me dio por recordar mi etapa escolar, aquella Educación General Básica que en mi caso se prolongó de 1976 a 1984, prácticamente íntegra en el Colegio Nacional Ignacio Zuloaga (que todavía sigue activo, al menos hasta donde yo sepa –todo sea que hayan decidido cerrarlo y no me haya enterado, ya que no me pilla de paso cuando voy a casa de mis padres y la tía Carmen-). En realidad, este texto lleva un tiempo dándome vueltas pero por diferentes circunstancias lo iba aparcando (otras cosas que comentar, aprovechar el tiempo junto a Pablo, preparar nuestro nuevo proyecto literario –que ya está en marcha-), hasta que se puso en pista de despegue casi como una necesidad tras la sorprendente y regocijante visita de Mari Paz (una de mis compañeras de colegio todos esos años) a la Feria del Libro para llevarse Madres de película y traerme recuerdos y cariños de personas que no podían estar allí (Elena, Teresa) pero con las que, gracias a Facebook, he recuperado el contacto. Fue mágico el momento en que sentí una mirada muy fija y supe que conocía a esa persona que se levantaba las gafas de sol y se acercaba sonriente diciendo “después de tanto tiempo, fíjate. ¿Quién soy?”; no me veía capaz de decir un nombre, pero en cuanto me dijo “fueron aquellos tiempos en los que empezamos a ser artistas”, no lo dudé –“¡Eres Mari Paz!”- porque es cierto que montamos un pequeño grupo de teatro (los fundadores fuimos Teresa, Elena, Marcos, Isabel, David, Mari Paz, Mari Luz y un servidor) con una obra que, por cierto, escribió ella –le chiflaba leer también: recuerdo nuestras charlas sobre Lo que el viento se llevó (la novela) que ambos devoramos en Octavo- y con la que llegamos a hacer gira por todo el colegio, actuando para los diferentes cursos (y comportándonos como una verdadera compañía porque Mari Luz cayó enferma durante los últimos ensayos y tuvimos que buscar sustituta –Conchita, a la que ahora llamamos Terry en la red-, alternando ambas con el tiempo según nuestros compromisos). Y nos dio tiempo a ponernos un poco al día y ella me dijo que a veces se ha acordado de mí (mucho más desde que las chicas le cuentan porque Mari Paz no es de Facebook) porque piensa que no se portó bien en el colegio, que no me ayudó, que tal vez podría haber actuado de otra manera, que era (o parecía) bastante clara mi sexualidad (todo lo clara que podía serlo en un crío de pocos años y en aquel momento) y que o se la tomaban a chiste o la utilizaban para señalarme con el dedo; en realidad, las cosas como son, aunque siempre fui muy amanerado y con gustos que en la época se consideraban afeminados, tuve la suerte de no vivir el infierno por el que otras personas han pasado: más allá de algún comentario insidioso de los más mayores y de algún menosprecio de aquellos que menos me importaban, no viví un drama ni me sentí estigmatizado, no me traumatizaron ni deprimieron (eso lo haría yo solito con el paso del tiempo), tuve la suerte de llevarme bien con algunos de los líderes de la clase, los considerados gamberros y conflictivos por los profesores, en especial con Salas (llamábamos a muchos por el apellido, no despectivamente, en realidad como toque de distinción), un tipo muy noble que, al igual que Manolo López Gay –ironías de la vida: fue mi compañero de pupitre desde Tercero, ¡con ese apellido que tantas burlas motivó!- o Quintín, como también Lunar -nuestro Luni, Alberto de nombre- o Carlos Vázquez, un cerebro matemático, siempre me protegieron y ayudaron. Y con las chicas, Salas y alguno más formé parte de un grupo muy activo, que organizaba las fiestas, que participaba en las actividades y que, por así decirlo, daba vidilla a la mortecina vida escolar.

   Porque por ahí vino mi primer recuerdo al topar día sí y día también, lloviese o hiciese un frío polar, con tantas marabuntas de chavales fuera de las aulas: ¡Qué aburrido era nuestro colegio! Aunque siempre he sacado buenas notas, jamás me ha gustado estudiar, lo he considerado una obligación y una necesidad, y aprobar todas las asignaturas suponía la perspectiva y efervescencia de un largo verano liberador para ver películas, leer, oír música (ya he dicho que era un tanto especial), pero era algo especialmente arduo en aquella escuela que todavía debía tanto al franquismo, con tanto maestro sin ningún conocimiento pedagógico más allá del castigo físico o la humillación, con un crucifijo presidiendo nuestras lecciones (tal y como reflejó La Trinca en una estupenda canción), con don Amancio, el sempiterno director (justo dejó el cargo el curso en que nosotros ya habíamos volado hacia nuestros respectivos Institutos), ese señor amenazante que no sabía ganarse nuestro respeto pero sí nuestro miedo, el que se negaba a conceder ningún día de fiesta más de lo debido (no recuerdo que se nos permitiese ningún puente e incluso intentaba convencernos de las ganas que teníamos por ir a clase), el que no comprendía la necesidad de las actividades extraescolares y por eso apenas hicimos salidas fuera de las aulas, más allá de la típica al Prado y alguna cosa más. Y recordar también a don Antonio González, uno de los pocos a los que puedo considerar maestros por lo que me enseñaron y aportaron; al chiflado del Stanley (le llamábamos así por su enorme parecido con Stan Laurel), el de Sociales y Manualidades, quien por suerte se marchó del colegio tras amargarnos todo un curso; la entrañable Ana, en este caso tuvimos la mala pata de que su paso por el colegio fuese efímero, un solo año en el que al menos fue nuestra tutora y nos regaló su sonrisa y comprensión; su sustituta, Joaquina (hermana de otra profesora, Maruja), una mujer que leía las lecciones porque no era capaz de explicarlas, una de tantas rémoras heredadas de otros tiempos; Antonio Darriba, el de Matemáticas, engolado, estirado, pero ecuánime y muy buen profesor, como también lo era José Olmos, el de Ciencias, aunque daba un poco de miedo; y, sin duda, el garbanzo negro, la que debe haber castrado más vocaciones e ilusiones, la más cruel, la más retorcida, el peor curso por el que pasamos (que sin duda nos curtió y preparó para la dureza de la vida –pero no es necesario pasar ese aprendizaje de esa forma-), fue cuando nos tocó ser Quinto B con Conchita al mando (“La Bruja” era su sobrenombre): una clasista que nos sentaba por orden de notas, menospreciando a los que iban algo retrasados, dejándolos atrás, sometiendo a una presión irrespirable a “los primeros de la clase” –no se cansaba de esa muletilla, echándosela en cara a los demás-, riéndose de los defectos físicos, leyendo en voz alta las respuestas erróneas de los exámenes, con bruscos cambios de humor que solventaba castigando a toda la clase a permanecer de rodillas hasta que se le pasaba la irritación, en fin, ese sí fue mi (nuestro) infierno escolar, pero fue algo malo que pudimos (supimos) dejar atrás y ahora recordamos muchos de los incidentes, de las anécdotas, de lo que pasó en aquellas aulas muertos de la risa y, ¿por qué no?, con cierta agradable nostalgia, con ese regusto agridulce que da la infancia que no podemos volver a vivir.