lunes, 30 de diciembre de 2013

MIRAR CON OJOS DE NIÑO





   Resulta imposible olvidar el primer día como universitario, el primer día que te diriges hasta el aula, el primer día que realmente pisas tu Facultad (ya no es un mero edificio: por muy feo, mastodóntico, prisión que parezca –los planos de una fueron reciclados para construirla (hablo de la de Ciencias de la Información en la Complutense)-, tienes que acostumbrarte a él, a formar parte de lo que allí dentro sucede, a incorporarlo a tu cotidianidad), el primer día de clase: era octubre de 1988 (yo diría que día 2, 3 a lo sumo) y subí hasta el quinto piso (fui muy derechito porque ya había hecho una visita de reconocimiento poco antes aprovechando los trámites de matriculación y demás burocracia) para entrar en el aula 525 y encontrarla abarrotada (qué madrugadores somos todos al principio) o al menos dando la sensación de estar casi llena, pero pronto localicé un asiento en las primeras filas y al preguntar a alguien que, a pesar de la distancia, aún continúa en mi vida (Merche –“de Burgos”, añade siempre nuestro Mairena, al que conocimos un par de días después, para que no haya equívocos-) y saber que no estaba reservado, pensé que mejor me quedaba por allí que ir a la parte de atrás, que se me antojaba selva procelosa (acostumbrado a los grupos del Instituto –el año que más alumnos se juntaron por aula debimos ser unos 40-, aquello daba vértigo: cabezas, cuerpos, carpetas, yo qué sé todo lo que veía como si se amontonase frente a mí –cuando salió un listado con las primeras calificaciones del curso descubrimos que sólo en la 525 estábamos matriculados bastantes más de 200 alumnos-). Según el horario que nos habían proporcionado, debutábamos con una clase de Historia del Pensamiento Político, y a los pocos minutos apareció por allí José Carlos García Fajardo, quien pronto se revelaría como un déspota misógino con tendencia a lo dictatorial, organizador de unos a modo de ejercicios espirituales para los que intentaba captar a los chicos (dicho en masculino con todas las de la ley, no por el genérico) más altos, deportistas, fuertes (también a los mejores estudiantes, pero ese requisito era secundario), un señor que utilizaba el estrado para lanzar sus soflamas, pero, las cosas como son, cuando se ceñía al programa, al margen de alguna interpretación personal (que no escondía ni hacía pasar por materia de examen, eso hay que reconocerlo), era uno de los más brillantes y preparados de los que podías toparte, un verdadero estudioso de su asignatura, alguien que sabía estimular el conocimiento; dejó claro ya en esa primera toma de contacto que ese curso no iba a ser un repetir lo que venía en el libro de texto o un blablablá del que copiar hasta las comas, sino que en clase se dedicaría tiempo a analizar la actualidad, a veces partiendo de los filósofos que componían el plan de estudios, otras muchas porque así lo requería el momento (y en gran parte porque él tuviese ganas de lanzar una de sus diatribas). El caso es que ese día lanzó un discurso de bienvenida, sacudió algunas telarañas que el Bachillerato nos había dejado, hizo llamadas de atención, citó Juan Salvador Gaviota, nos animó a atrevernos con El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell y nos exigió (al menos hizo mucho hincapié, lo dijo muy vehementemente) que releyésemos (dio por hecho que todos lo habíamos hecho al menos una vez) El Principito.

   ¡Menuda sorpresa! ¡Llegar a la Universidad para que te manden leer algo que conoces hace muchos años, que has estudiado en el Instituto, que consideras tienes superado! Y cuando buscas el libro en casa, ese que no has vuelto a abrir desde hace unos años, y te pones a leerlo como si fuesen los primeros deberes resulta que parece un texto diferente, que con el bagaje que tienes y esa nueva mirada de adulto (dieciocho años, ya me dirás, pero en ese momento te resulta una cima porque, por fin, ya eres mayor de edad), descubres matices que antes te pasaron por alto, símbolos poliédricos, un prodigio de sencillez y síntesis que tomaste por un libro infantil cuando, en realidad, debería ser mejor comprendido por los mayores; ese es el mayor acierto, esa es la magia que lo ha hecho universal, esa es su verdadera entidad: Saint-Exupéry supo combinar los dos niveles de lectura, no excluyendo a nadie, apelando a la mirada limpia, imaginativa, sin límites, sin constricciones de los niños, buscando a los adultos que no han olvidado esa capacidad, a los que no la menosprecian, a los que se toman en serio sólo cuando es conveniente, algo que deja muy claro ya en la dedicatoria en la que, tras escribir “A LEON WERTH”, pide “perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede comprenderlo todo; hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona mayor fue en otro tiempo. Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: A LEON WERTH CUANDO ERA NIÑO”.

   Yo creo que El Principito nunca pasa de moda y siempre funciona porque trata a los niños como iguales y, en el caso de los mayores, acepta mil relecturas”, cuenta Alberto Arcos, actor que da vida en escena al mítico personaje en un montaje dirigido por Sergio Sáldez, quien también firma la adaptación (puede verse hasta el próximo día 5 de enero en el teatro Marquina, pero no conviene perderle la pista porque sale de gira en breve). Alberto es un intérprete muy versátil que toca con solvencia diferentes aspectos del oficio (es bailarín y cantante, además de actor), que alterna los espectáculos musicales con el teatro de texto (“y de sensaciones”, rubrica recordando su reciente experiencia junto a Teatro en el Aire en la obra La cama), pero que se siente pletórico cuando interviene en una función dirigida a los más pequeños: “Una compañera me dijo que tengo un imán para los críos, que ellos lo perciben; creo que incluso se estudia en Pedagogía, lo cierto es que a veces noto en la calle, en el metro, en algún lado, que hay un niño mirándome muy atento o que me sonríe… No sé bien por qué, pero me viene de perlas para mi trabajo, sin duda”. Nadie puede negarle el carisma que transmite cuando irrumpe en escena pidiendo que le dibujen un cordero: es como si el personaje del libro se hubiese escapado de las ilustraciones del propio creador y cobrase vida frente a nuestros ojos; precisamente, “el hecho de tener dar corporeidad al Principito era lo que más miedo me dio cuando me hicieron la propuesta; bueno, también me alegré mucho, claro, y al mismo tiempo sentí un respeto casi paralizante”. No en vano, le digo, Saint-Exupéry dejó muy claro cómo era el habitante del asteroide B 612 y sobre las tablas del teatro se respeta el vestuario, los planetas que visita (“Y eso que aquí, al compartir escenario, hemos tenido que suprimir algunas cosas para que el montaje y desmontaje pueda hacerse con rapidez”), la manera de narrar efectiva y comprensible, dirigida en realidad a los pequeños, a los que pueden entender la historia, haciendo burla de los mayores que no saben diferenciar un sombrero de una boa que se ha comido un elefante; “una de las cosas que más me ha sorprendido es que los chavales de ahora están muy acostumbrados a la sobre estimulación y con nuestro montaje, que es austero en las formas tal y como marca el original, se quedan pegados en la butaca y si hablan es para comentar algo, para demostrar que están atentos” y puedo dar fe que el día que vi la función había incluso un bebé de meses (obviamente, demasiado pequeño para comprender nada) que parecía contagiado por la música, por los cambios de luces, por los diferentes personajes que interactúan con el Principito, porque apenas se le oía más que balbucear y reír.

   Se percibe el orgullo en la voz de Alberto Arcos y no es para menos “ya que la familia, los poseedores de los derechos vigilan mucho todo lo que se hace a partir de "El Principito", no la ceden para cualquier cosa, y contar con su aprobación es el mejor estímulo”; además, el propio actor pulsa cada día las reacciones del público muy directamente, ya que le espera en el vestíbulo para ser saludado y hacerse fotos “y es una gozada ver a los abuelos más emocionados que los nietos; ellos salen tocados en otro sentido, mientras que los chavales siguen imaginando, participando, ¡me hablan con toda la naturalidad!”. Aunque el mayor elogio no vino de ningún espectador, ni siquiera de alguien que le haya visto actuar en el Marquina: “No hace mucho entré a una tienda y cuando la dependienta me estaba cobrando, se me quedó mirando fijamente y me soltó: “Perdona que te lo diga así, pero me recuerdas un montón al Principito”. ¡No sabe el regalo que me hizo, la tranquilidad que me aportó! ¿Quién me lo iba a decir?”. En estos días he vuelto a ver (en realidad, a pesar de tener más reciente el texto original, ha sido como la primera, tantos años hacía de aquella) la maravillosa adaptación que TVE hizo de Los gozos y las sombras y en los extras de los DVDs hay un par de entrevistas con su autor, Gonzalo Torrente Ballester (para Autorretrato con Pablo Lizcano y Más estrellas que en el cielo con Terenci Moix -¡Cuántas veces nos lamentaremos de haber perdido programas de ese tipo!-), y en ambas comenta que lo más difícil de su oficio, aquello a lo que sólo se llega (y no siempre) después de muchos años de esfuerzo y aprendizaje, es alcanzar la sencillez expositiva, despojarse del artificio o de las tentaciones barrocas (que en el caso de Torrente no son sino esplendorosas); ese, como ya decíamos, sigue siendo el máximo acierto de Saint-Exupéry: “Es un texto que habla desde la humanidad, desde la sencillez, tomando como protagonista a un niño que, eso sí, es muy inteligente emocionalmente y que no tiene reparo en preguntar una y mil veces sobre lo que no sabe, no tiene miedo a lo desconocido porque carece de prejuicios y espera a las respuestas, a la experiencia, para sacar conclusiones”. Es un regocijo que una obra que todos consideramos nuestra, que se queda en nuestra vida y pasa de generación en generación (de hecho, tengo sobre la mesa el muy manoseado y leído ejemplar de mi hermana que años después tuvo que leer mi sobrino –por eso hay una etiqueta que así lo señala: “Alberto Ruozzi – 4º C”), cobre vida con esa dignidad, con ese cariño, con un montaje que tiene aromas del teatro de siempre, del que aprendimos amar cuando nos perdíamos en la butaca, del que jamás podremos prescindir.  

jueves, 26 de diciembre de 2013

SIN EVA, AL DESNUDO





   Por un lado, cuando eres pequeño aceptas las cosas tal y como te las cuentan, no queda otra, se supone que no estás autorizado para llevar la contraria, para pensar por ti mismo, para rebatir los argumentos de los mayores, sus incoherencias, su nula capacidad para hacer comprensible y/o creíble lo que puede desbaratarse con un simple manotazo (no digamos nada si es con la palabra precisa, con la pregunta que les deja fuera de juego), tampoco te importa demasiado con tal de que no te afecte demasiado, digamos que lo dejas para mañana y sigues tan tranquilo; por otro, no dejas de percibir que aquello es una historieta, una rueda de molino de dimensiones cósmicas, un continuo escudarse en sentencias tan adultas, tan educativas, tan certeras como “haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga” o “cuando seas padre, comerás huevos” (perdón si con el tiempo le he ido incorporando un sentido lúbrico, pero es que me recuerdo comiéndolos pasados por agua o en tortilla casi desde siempre y, claro, o me voy por esos derroteros o sigo sin pillarle el punto a la dichosa sentencia). En realidad, tiempo habrá de regresar a este particular estadio en que uno es muy lúcido a pesar de su inocencia, o precisamente gracias a ella, ya que está en cartel una meritoria adaptación teatral de El principito, pero no he podido evitar regresar a ese momento en que, ratoncito de biblioteca desde siempre, empiezas a aplicar la lógica a cualquier relato que se te presenta y planteas preguntas que nadie quiere (o sabe) responder, que incluso indignan a algunos (quienes, por cierto, parecen estar fatigados porque esa cantinela aparezca cada dos por tres pero no se preocupan lo más mínimo por trenzar un argumento satisfactorio que acalle la sempiterna duda), que son recibidas con indiferencia y liquidadas de un plumazo con las frases tópicas anteriormente glosadas (e ironizadas) o con un contundente “así son las cosas y así hay que creerlas”; y es que, claro, me estoy refiriendo a los asuntos religiosos, a lo que te cuentan como Palabra de Dios y no hay vuelta de hoja, por mucho que cada evangelista lo cuente a su modo, por muchas contradicciones que encuentres, por muchas inexactitudes que haya, por muchos detalles incomprensibles, por muchos flecos que queden, por muchos huecos que no se rellenen. Y es que, a pesar de comprender el poder, función y existencia de las elipsis, pasamos de Adán y Eva expulsados del Paraíso, a sus hijos Caín y Abel, muerto el segundo a manos del primero, pero resulta que la historia continúa porque hay descendientes, y uno empieza a pensar que con quién demonios (¡Ahí lo dejo!) se habrá puesto de acuerdo Caín para ello, y que entonces eso significa que ese estigma perseguirá a cualquier ser humano hasta el fin del mundo porque, obligatoriamente, todos somos ramas del mismo tronco; pero puede que alguien comente que en el Génesis se señala que Adán y Eva tuvieron más hijos e hijas aunque no se mencionan los nombres y que ya vale con la monserga, sin ser consciente de que ha sembrado una nueva semilla de estupor, un escalofrío que el niño casi ni se atreve a concretar, es decir, que para que la humanidad continuase formándose fue necesario que los hermanos tuviesen relaciones sexuales (no sé si conocimos primero la palabra “incesto” o el hecho concreto, pero sí que tuvimos este debate en el patio del colegio).

   Estos viejos fantasmas arrinconados hace una eternidad –nunca mejor dicho- no han vuelto a inquietarme pero sí han reaparecido como episodios superados en mi proceso de maduración (o sea, justo cuando comprendí que prefería creerme otro tipo de ficciones), se han materializado intelectualmente, me han motivado para seguir reflexionando, para no dar nada por sabido (justo lo que pretenden aquellos que quieren catequizarte, convertirte, anularte), al asistir a una representación de la muy interesante Eva ha muerto que Teatro Fierabrás ofrece todos los domingos (aún queda uno: el próximo 29) en la Sala Tarambana de Madrid y que a partir de febrero podrá disfrutarse los viernes en Espacio Labruc. El texto que César Augusto Cair firma y dirige nos presenta a un Adán condenado a vivir eternamente sobre el lecho de hojas que cubre el cadáver de Eva (cómo y por qué se ha llegado a esa situación hay que descubrirlo viendo el montaje), martirizado por un Dios inmisericorde que le castiga con su ira en forma de rayo y le obliga a despertar cada hora para que cargue con su culpa, con su incompetencia, con su inutilidad para ceñirse al guión pactado, es decir, para ser incapaz de ejecutar los planes divinos, de aceptar la predestinación, el destino o, en realidad, de impedir que Eva actuase a su libre albedrío. El espectáculo es muy vibrante, electrizante, cargado de pasión, sin querer dar respuestas pero motivando su búsqueda: Adán se encara con Dios pero, sobre todo, se encara con los hombres, con los demás, con los que han seguido poblando ese mundo del que él ha quedado al margen, apela al raciocinio de cada uno, no quiere oyentes sino cómplices, mentes activas, colocarse frente a los otros como espejo, como víctima, como catalizador; lo que Mikel Arostegui consigue con su interpretación es simplemente extraordinario: su entrega, su fuerza, su furia, su trabajo corporal va más allá de lo meramente humano (casi como propia metáfora de un texto que escarba tan hondo), en un segundo o dos convierte su desnudez (esa que, vista tan de cerca, podría resultar incómoda o condicionar la mirada –no sólo sobre el actor, sino sobre el montaje-) en algo lógico y necesario que se integra a la perfección con sus movimientos, con sus gestos, con su rostro (esas miradas de estupor, de miedo, de desconocimiento que hipnotizan al espectador), con sus manos (tanteando, descubriendo, brújulas sin norte, lanzadas hacia el vacío).

   Y uno no puede dejar de pensar en lo paradójico que resulta que Dios se comporte así cuando en realidad es suyo el fallo: si se supone que nos creó a su imagen y semejanza, no fue capaz de corregir los errores y por lo tanto no es tan omnipotente como quiere hacernos ver; si quería jugar con Adán y Eva como si fuesen los personajes de cartón de un teatrito para niños, ¿por qué les habló del árbol de la ciencia del bien y del mal?, ¿por qué lo hizo existir? ¿no formaba todo parte de un plan divino? Y viene a la cabeza una de las canciones que más me gusta de Mari Trini, una poco conocida llamada Tú y tu Dios en la que se dice que se refiere a “Aquel que siempre va perdonando si con Él tienes un fallo”, algo que entra en colisión con el Dios terrible del Antiguo Testamento, ese que envía plagas (y se dirá que lo hace para liberar a los suyos, claro, pero dejando claro que sólo le importan los que le tributen pleitesía –véase poco después cómo castiga a Moisés cuando son los demás los que adoran a un becerro de oro-), que consiente en que Job sea castigado sólo para probar que le ama sobre todas las cosas, ese que, convertido en protagonista de la hilarante La tournée de Dios por Jardiel Poncela, llega a decir a los que le piden que evite los tumultos, los aplastamientos, la violencia que a ver si leen un poco mejor la Biblia puesto que el misericordioso es su hijo y no Él. Y es a ese Dios que se impone a sangre y fuego, que no se apiada del que considera pecador, que maneja a su antojo los destinos de propios y extraños (que en realidad no consiente que los haya), que aniquila si le viene en gana, ese es el interlocutor al que Adán planta cara, al que pone en solfa haciendo patentes sus equivocaciones, sus errores, sus incumplimientos, ese Adán que reivindica la vida en lo que tiene de inconcreta, de insegura, de irrepetible, de carecer de libro de instrucciones, ese Adán que sólo quiere que le dejen vivir en paz, amar, disfrutar y que exige que le lean la letra pequeña del contrato, no que ésta varíe a conveniencia del empresario, a su capricho, que las reglas del juego cambien de un día para otro, que todo esté organizado sobre cimientos muy endebles. Y puede que alguno de ustedes vea la obra y no esté de acuerdo con nada de lo que yo afirmo: eso es precisamente lo que la engrandece, lo que da dimensión de su acierto, lo que posibilita la interpretación de Mikel, es decir, que cada uno aportemos nuestra visión pero, sin duda, no permanezcamos indiferentes.  

lunes, 23 de diciembre de 2013

FELICIDAD POR DECRETO


 


   Esta tarde pensaba salir pero, al final, como no iba a hacer nada importante ni necesario, he optado por quedarme en casita; de este modo, Dobby, que acaba de regresar, se va habilitando a la rutina –que, además, volverá a romperse mañana al ser Nochebuena y tener que quedarse solo mientras ceno con la familia- y, por otro lado, me evito el frío, lo desapacible de un invierno que aunque se supone empezó el otro día lleva bastante tiempo instalado (y, sobre todo, muy dentro de los cuerpos, haciendo complicado lo de entrar en calor). Pero, además, al no moverme de aquí, evito seguir tropezando con las luces, los puestos callejeros, las pistas de hielo, las familias, Cortilandia y todo lo que conllevan estas fechas (que, por cierto, cada año parecen comenzar antes en lo que a escaparates y demás parafernalia se refiere); sí, ya sé que mañana van a seguir ahí, como el dinosaurio de Monterroso, pero al menos los esquivo durante unas horas e intento evadirme un poco de ese falso ambiente festivo, de la imposición de sonreír, de la obligatoriedad de dar y recibir felicitaciones de personas que el resto del año ni se preocupan de cómo te encuentras, evito las ganas de llorar que me asaltan cada vez que uno de esos hirientes villancicos entonados por supuestas voces angelicales (impostadas más allá de cualquier límite, aflautadas hasta un extremo que ni Farinelli fue capaz de alcanzar, sempiterna cantinela que poseía una pátina de antigualla cuando yo era pequeño –lo que te hace pensar que es un coro de muertos el que dice lo de “beben y beben y vuelven a beber los peces en el río por ver a Dios nacer”-), procuro no dejarme vencer por todo lo que esas melodías remueven en lo más profundo de mi ser hasta provocarme temblores y lágrimas abrasadoras, resucitando el dolor por lo que nunca volverá.

   Como cualquier niño que tiene sus mínimas necesidades cubiertas, la Navidad era mi época favorita del año: regalos, muchos días de fiestas, tradiciones (montar el Belén, ayudar al tío Miguel con las participaciones de lotería, copiar los números premiados del día 22 –aunque eso llegó algo después, ya que tradicionalmente ese era el pistoletazo de salida que marcaba el inicio de las vacaciones y había que ir al colegio-), la ciudad variaba su fisonomía, la programación de televisión cambiaba, en definitiva, era un momento para soñar, divertirse, alegrarse. Y debo decir que esta sensación seguí sintiéndola y espoleándola bastante tiempo hasta que precisamente al final del sorteo de diciembre de 1989, cuando ya tenía todos los premios gordos ordenados para que mi padre y el tío pudiesen consultarlos, cuando aún quedaban números por cantar, sonó el teléfono y me tocó recibir la inesperada, triste y dolorosa noticia de que Toñi, una buenísima amiga de la tía Carmen, alguien a quien considerábamos familia, había fallecido (la semana anterior había venido a comer para intercambiar lotería como todos los años); en este momento vuelvo a sentir el vacío, la incomprensión, el shock, la impotencia, la amargura, la incapacidad de reacción, pensar cómo contárselo a la tía (por fortuna, fue mi abuela la encargada porque yo era incapaz de articular palabra y sólo sabía, como ahora, llorar y lamentarme), y todo mientras los niños de San Ildefonso seguían con el sonsonete que Raphael ha convertido en ridículo (tal vez siempre tuvo algo de ello, pero lo de la manita en plan “cinco lobitos tiene la loba” es sonrojante y sangrante), el runrún monótono que consideraba preludio de la fiesta y que desde ese momento me pareció premonitorio de algo nefasto y al que jamás he podido prestar atención del modo en lo que hacía antes. Después, empezaron las ausencias en la mesa de las celebraciones (la del tío Miguel, lacerante; la de la abuela, lógica y esperada –falleció con 91 años-, portadora de conmoción y pérdida del centro en torno al cual se articulaba todo) y al jolgorio empezó a notársele el truco, la impostura, la conveniencia comercial, el aprovecharse de las ilusiones (creándolas en gran medida) para hacer caja, el recubrir de oropel la miseria de cada día, el utilizar mensajes de paz, amor y felicidad para ocultar bajo la alfombra lo que se hace mal, lo que no cambia, lo que se agudiza, lo que impide sentirse gozoso en cualquier día del año.

   No me importa que me comparen con Mr. Scrooge (es un honor formar parte de la imaginación de Dickens), tampoco me afecta cuando alguien me llama Grinch (siempre que se refiera al original y no al que encarnó el irritante Jim Carrey en aquel espantajo que se marcó Ron Howard), sobre todo porque los que suelen recurrir a las frases hechas de “al menos una alegría al año”, “son fechas para esto”, “hay que olvidar lo malo” en realidad se están engañando a sí mismos, reflejan un entusiasmo forzado, una felicidad sin contenido, una necesidad de estímulos que revela su poca predisposición, su nulo disfrute de lo que tienen a mano a partir del 7 de enero y hasta el digamos 22 de diciembre siguiente. Un servidor no necesita más que una mantita, un sofá, una película, un libro, a Pablo cerca para, por así decirlo, celebrar la Navidad; aunque cumplía con alguno de los ritos que nos imponíamos (siempre se cae en la trampa por mucho que se procure evitarla), nunca me han gustado las aglomeraciones, los empujones, ese no poder hacer ni ver lo que deseabas (de hecho, puesto que el Bachillerato lo estudié en la calle Santa Brígida, siempre me escapaba alguna mañana al final de las clases para, aunque fuese con luz de día, sin iluminar, ver de verdad Cortilandia y no en medio de la marabunta). Amo esta ciudad, vivimos en el centro por elección propia, porque somos urbanitas, todo lo que nos apetece y motiva está a mano, aceptamos lo que eso conlleva, pero es horrible tener que aguantar las continuas riadas de gente, familias enteras con cochecitos de niño, sobreabundancia de adolescentes que sólo se divierten si pillan la mayor cogorza de su vida, adultos que viven bajo un síndrome de Peter Pan que en realidad no llega a serlo (es una auto imposición, pero zahieren a los demás si les dicen la verdad o no se prestan a seguir el juego), personas que no cesan de decir (no hay más que salir a hacer algo para escuchar, más o menos, las mismas palabras) “no hay quien pare ningún año”, “no se puede venir al centro”, “no hay quien suba (o baje) a Madrid”, pero aquí los tienes, inamovibles, queriendo pasear sin apreturas, sentando sus reales, haciendo cosas absurdas como tomar un chocolate (o un refresco o una cerveza) en una terraza muertos de frío pero con la satisfacción de haberlo logrado después de una cola de media hora o más, exigiendo que todo el mundo les baile el agua y demuestre su felicidad de la manera más estentórea posible. Pues, como todo en esta vida, yo me río cuando quiero y con quien quiero, expreso mis sentimientos cuando me apetecen, cuando me nacen, cuando estoy proclive, no porque lo marque el calendario: Pablo y yo nos hacemos regalos en muchas ocasiones, sin esperar a un día en concreto, aunque no nos resistimos a la Noche de Reyes pero, en realidad, como celebración propia y muy particular, ya que ese día marca el final de una época que no nos gusta y supone el reencuentro para empezar un nuevo año, lleno de incógnitas, de dudas, de miedos, de inseguridades, pero en el que seguimos juntos y, por lo tanto, siempre habrá un motivo de celebración.

viernes, 20 de diciembre de 2013

AVATARES DE LA VIDA


 


   Hubo hace bastantes años en TVE un programa para la tarde del domingo (de esos al estilo de aquellos fantásticos –nunca mejor dicho- presentados por José María Íñigo, aunque sin llegar a tanto) en el que todo tenía cabida y todo era posible, un verdadero magacín que rompía continuamente las costuras del género (que es lo que debe ser un espacio de este tipo, por mucho que se atenga a un esquema, a colaboraciones fijas, a unos planteamientos: imprevisible, inclasificable, sorprendente); por más que he navegado por Internet no he podido dar con su título ni con el nombre de su presentadora quien, si no recuerdo mal, era la esposa de aquel que compartía con ella esa tarea, es decir, el estupendo Rafael Turia. Y, sin embargo, como tantas cosas que permanecen indelebles sin que haya que esforzarse para lograrlo, recuerdo como si fuera hoy que, en una ocasión, hablando sobre no sé qué, dando paso a adivina cuál, entre esto y aquello, Rafael dijo (palabra más, palabra menos): “Es que eso hay que hacerlo con mucha parafernalia… ¡Mira que me gusta esa palabra! Pa-ra-fer-na-lia. ¡Cómo suena!”; sí, es cierto que todos tenemos alguna expresión, alguna palabra que repetimos miles de veces y a la que recurrimos como muletilla, que puede que nos guste por lo que decía el señor Turia, por el sonido, o por su polisemia, o por su indeterminación, o por ninguna razón en concreto, sencillamente porque le cogemos gusto y ya no podemos parar. Un servidor siempre ha gustado de decir “eso son los avatares de la vida” o “¡Madre mía, qué avatares!” e incluso “¡Cuánto avatar, no hay quien pare!”, muchísimo antes de que Internet y muy especialmente James Cameron pusiesen de moda la palabra, la convirtiesen en un vocablo habitual, provocasen que se hable de “avatares” como algo cotidiano; yo, obviamente, me quedo en la primera acepción del DRAE, la que lo identifica como “fase, cambio, vicisitud”, pero de esa polisemia habla Ramón Buenaventura en su última novela NWTY, que debe leerse “nuty”, acrónimo de la expresión No Working Title Yet (todavía sin título de trabajo) que sirve para identificar aquellos documentos que abrimos pero a los que no titulamos (por ejemplo, lo ha sido éste que ahora escribo hasta que lo identifiqué como Arpa 58 –ese es el lugar que ocupa en las entradas del blog-).

   En la novela que publica Alianza Literaria, el autor tangerino se transforma en protagonista (al menos identifica al personaje central con sus iniciales, dejando claro que son las de un tal Ramón Buenaventura, y le atribuye la autoría de títulos ya publicados por él y de Tal vez vivir, calificada como “inédita e impublicable”) para romper de una vez y para siempre las fronteras entre realidad y ficción, puesto que navegando por la red será interpelado, acosado, reinventado, manejado por sus personajes, esos que tantas veces acusan los novelistas de escapárseles de las manos, de salirse de la historia pensada, de cobrar vida, de traicionar las intenciones de su creador. Incluso, rizando el rizo, éstos le han creado un avatar, un “otro yo”, un remedo de sí mismo, una situación que le enfrenta a lo que escribió, a lo que soñó, a lo que vivió, a lo que imaginó: es una novela difícilmente clasificable, que nos lleva de un lado para otro a la misma velocidad a la que vamos pasando de un link al siguiente, a veces sin ser conscientes, otras sin quererlo, por mera inercia, como paso previo hasta alcanzar el objetivo deseado, lo que buscamos, que pide una lectura activa porque hay que estar con los cinco sentidos muy alerta, porque podemos convertirnos en nuestro propio avatar, porque lo que consideramos virtual puede ser o resultarnos o trascender como real, mientras que lo que nos sucede se nos antoja ajeno, extraño, ficticio en muchas ocasiones. Buenaventura la presenta como deslicia, vocablo inexistente en el antes citado DRAE (lo cual tan sólo significa eso: que no aparece), definido por el escritor como “placer recíproco que ocasionan los órganos sexuales al deslizarse juntos” y aporta una segunda acepción, “aquello que causa deslicia” (además, añade el adjetivo deslicioso, o sea, “capaz de causar deslicia, muy agradable o ameno”).Y sin duda podemos utilizar estos términos para hablar de la lectura que propone NWTY, puesto que a pesar de recorrer parte de la obra pasada de Buenaventura, sus fantasmas, sus miedos, sus rarezas, ser juez y parte (aunque él mismo se deja arrastrar y permite que los avatares, las ficciones, “el desorden bellísimo de la memoria y el presente”, lo metaliterario -¿tal vez lo metapersonal?- tome el timón de la narración, dando todos los bandazos posibles y muy especialmente los imposibles), aunque a priori pueda parecer que se entra en un territorio excesivamente personal con un código restringido, el buen oficio de Buenaventura, la imprudencia y desvarío que imprime al texto (al que, por otro lado, sabe atar en corto cuando conviene), nos empuja a dialogar de tú a tú con esa virtualidad en la que tanto habitamos y nos desarrollamos en estos tiempos.

   Y, sin perder el oremus, puede afirmarse que es en la red donde uno puede ser más uno mismo, sin filtros, sin medida, sin corrección política, sin falsedades, lo malo es que algunos lo son para delinquir, zaherir, defenestrar, boicotear, aprovechando la impunidad del anonimato para alardear de una valentía que brilla por su ausencia en el cara a cara, lo terrible es que muchos se ocultan tras un avatar para demostrar su miseria de alma, su odio visceral contra todo, su falsa, escasa y nula progresía (y que muchos más les jalean, aplauden, veneran, idolatran y cacarean su discurso –por llamarlo de alguna manera-). Pero es fantástico que, aún transformados en avatares, a través de la virtualidad, podamos estrechar lazos de amistad con personas que están lejos y que, de no haber sido por esta vía, no habríamos conocido (así conocí a Pablo y, ya lo ven, en contra de la mala prensa que tiene contactar con otros por Internet, estamos a punto de celebrar once años juntos); es cierto que en ocasiones podemos tender a magnificar los sentimientos (eso que, se supone, siempre pasa en los realities), que los emoticonos son mal sustitutos de los matices, las intenciones, lo que resulta difícil de transmitir (y sobre todo de captar) en la escritura, que conviene seguir llamando a las cosas por su nombre por mucho que la vida virtual (¿Un oxímoron?) tenga reglas particulares, que un amigo se hace, se forja, se consigue tras mucho tiempo, mucho compartido, sufrido, experimentado juntos (y cerca), pero no es nada malo matizar que alguien es “un amigo de Internet”, porque los hay, existen, están cuando se les precisa (e incluso antes, como los de al lado, presienten que son necesarios y no lo dudan), del mismo modo que los llamados trolls pueden llegar a destrozarte la existencia, cuando menos a amargártela, a ser temidos, a inmovilizarte, y ese es el mejor momento para pensar que todo eso es virtual (aunque sepas que andan por ahí fuera), que puedes mantenerlos a raya con apagar el ordenador, que puedes crearte un nuevo avatar y dar la vuelta a la tortilla, que puedes seguir siendo tú mientras ellos no saben/sabes quiénes son, se camuflan, igual son virus o, sencillamente, invenciones de Ramón Buenaventura que se han quedado dando vueltas, se han enquistado en la red, se han creído que son de verdad.    

miércoles, 18 de diciembre de 2013

LEER CON EL NOBEL SOBRE LA CABEZA





      Sólo tuve ocasión de compartir unos minutos profesionales con Iñaki Gabilondo (años después le entrevistaría en uno de los momentos más gozosos que me ha permitido vivir este oficio) durante un curso para redactores de informativos que celebró la cadena SER allá por febrero-marzo de 1990 (peripecia, por cierto, que da para mucho: tal vez algún día me ponga a la tarea de narrarla), pero me dejó una enseñanza que siempre he llevado a cabo: una de las personas de su equipo, una de las de máxima confianza del periodista, nos contó que a veces éste había preferido retrasar una entrevista, perder una primicia, con tal de poder leer toda la documentación o echar cuando menos un vistazo lo más exhaustivo posible al libro que el personaje viniese a presentar, si se trataba de un escritor. Y lo cierto es que, de alguna manera, ya que prácticamente siempre he podido ejercer el periodismo manejando asuntos culturales, ese lema ha sido el eje en torno al cual he articulado mi manera de preparar una entrevista, lo que me ha llevado a tragarme mamotretos imposibles, noveluchas de calidad ínfima, clones de éxitos pretéritos, mil y un títulos que jamás hubiese elegido como lector, textos que he olvidado después de cumplir con mi obligación (casi según los iba leyendo), engendros como aquel Tania con i de Enrique Rubio, que lamentablemente llegaba con premio bajo el brazo –al no ser alguien conocido, hay que colegir que el jurado lo encontró digno de ser galardonado- (fue el propio autor quien se puso en contacto conmigo ya que conocía el programa en que participaba, quejándose del poco caso que le hacía su editorial –esa es otra batalla, pero por una vez hacían bien en querer ocultar el libro, a cuya publicación estaban obligados por las bases del concurso-). Con este exordio, largo como es habitual en servidor, sólo quiero decir que tener que atender tantas lecturas obligatorias (o, al menos, yo las sentía de ese modo –luego están los autores que no merecen el esfuerzo, que no lo aprecian, que no lo valoran-; también en ese camino he descubierto autores que se han convertido en imprescindibles, deslumbramientos, goces inesperados o con los que no hubiera topado de otro modo) ha ido provocando que aquellas que me apetecían, las deseadas, las atractivas, las auténticas se hayan ido retrasando, aún siguen así, nunca voy a recuperarlas (se edita demasiado incluso para un lector de amplio paladar, pero en medio de ese marasmo, de esa acumulación, de esa saturación, de tanto volumen innecesario, el ratón de biblioteca siempre encuentra algo a lo que querer hincar el diente); y aunque ahora esté desempleado, considerar mis blogs como la manera de seguir en contacto con mi profesión, de seguir siendo periodista (así me animó Pablo a entregarme a ellos y, es cierto, así es como debe ser: ya hay demasiados que trivializan el oficio de escribir, ese al que he vuelto con tantas ganas –en gran parte gracias a que Pablo lo siente, vive y ejercita del mismo modo: como una pasión, como una forma de vida-), provoca que siga asomándome a ciertos libros como una tarea, ciertamente muy gozosa porque ahora (desde esta humilde posición de bloguero) puedo elegir sobre qué escribo, qué leo, en qué me fijo y, como siempre he procurado, recomendar lo que verdaderamente creo interesante, lo que me motiva, lo que me llena.

   Llegar a un Premio Nobel después de su concesión provoca la sensación de tener una espada de Damocles a punto de clavarse en cualquier momento: ¿Y si no me gusta? ¿Y si no comparto los criterios de la Academia Sueca? (esos señores que, en realidad, son cada año un folio que un portavoz lee delante de la prensa convocada) ¿Y si empiezo por el título menos adecuado? Como cualquier galardón (a pesar de su repercusión y, muy entrecomillado, prestigio), el Nobel no deja de ser un referente cuando coincide con nuestras querencias y algo para denostar cuando entroniza a autores que no gozan de nuestro beneplácito (no digamos nada cuando la mención responde más a intereses extraliterarios que a las razones lógicas por la que cualquier escritor debería incorporarse a la lista); así, centrándonos en los premios vividos (a Faulkner, O´Neill, Steinbeck, Camus, Hesse y otros tantos llegué cuando pude –por cuestiones de edad, simplemente-), uno recuerda que fue el Nobel lo que le llevó a leer (y a elevar a los altares) a Toni Morrison, Gabriel García Márquez, Naguib Mahfouz, Orhan Pamuk y Herta Müller, que Nadine Gordimer siempre me ha resultado un tanto sobrevalorada (su activismo, su permanente denuncia, su posicionamiento político y social tienen un aliento más vívido que su prosa), que sólo soporto (y las leo en reclinatorio) dos obras de Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte y La colmena), que ya veneraba a José Saramago, Doris Lessing y Mario Vargas Llosa antes de ser elegidos o que supone una pequeña decepción cuando siguen sin ser honrados Joyce Carol Oates, Ana María Matute, Philip Roth y algunos más (o el hecho de que Miguel Delibes haya muerto sin ser Nobel). Y se da el caso de que Alice Munro llevaba un tiempo en el disparadero, en la parrilla de salida, justo desde que Sarah Polley convirtió uno de sus relatos en un filme pleno de sensibilidad, obra maestra sutil y elegante, con una Julie Christie esplendorosa (secundada por unos Gordon Pinsent y Olympia Dukakis sencillamente extraordinarios), esa joyita cinematográfica titulada Lejos de ella (2006); pero, por todo lo que contaba al principio, apenas pude asomarme a alguno de sus relatos (y reconozco que con urgencia, un “aquí te pillo, aquí te mato” como mera pausa entre una entrevista y la siguiente) y mientras iba acumulando sus volúmenes (y desde que pasó a formar parte del catálogo de Lumen aún me resultaba más atractiva, teniendo en cuenta la calidad que suelen poseer sus publicaciones), esperando la ocasión propicia para zambullirme en alguno. Y en estas llegó el Nobel para desbaratarlo todo: tenía que ser ahora o nunca, pero sentí el miedo paralizarme porque podía caer en una lectura muy condicionada, para bien o para mal, no encontrar el punto justo desde el que leerla, quedarme corto o exagerar mis sensaciones.

   Pero, por fortuna, su prosa clara, escueta, meditada, con un ritmo preciso, su capacidad de síntesis (pocas palabras, unas cuantas frases narran vidas completas), su manera de dar un vuelco al relato cuando menos lo esperas y con la mayor sencillez y efectividad (de repente, una insinuación, una mención como de pasada ensombrece la historia, varía su ritmo, revela su auténtico sentido, hace inolvidable y especial lo que parecía trivial o rutinario), su asepsia narrativa, su exposición que incluso podría tildarse de fría que se va aposentando en el ánimo del lector hasta comunicarle la profunda tristeza, la desolación que anega a muchos de sus personajes, su enorme talento hizo el trabajo correcto y ya me cuento, por y para siempre, entre los máximos admiradores de Alice Munro. Su última colección de cuentos publicada, Mi vida querida (que, por cierto, Lumen lanzará dentro de poco en bolsillo) es una continua satisfacción, un deleite sin fin, un regalo absoluto para aquel que guste de paladear, de saborear, de dejarse llevar, de cambiar la mirada, de poner el acento en lo que lo merece, de no conformarse, de no magnificar: “Podría pensarse que fue demasiado. El negocio al traste, la salud de mi madre a peor. En la ficción no funcionaría. Curiosamente, sin embargo, no la recuerdo como una época infeliz”, escribe en un momento dado, siempre basculando entre lo real y lo inventado (como decía al presentar una de las dos únicas novelas que ha publicado –La vida de las mujeres, editada en 1971 y que gracias a Lumen se ha publicado en español recientemente-, su prosa es “autobiográfica en la forma, que no en los contenidos”), difuminando fronteras porque “esto no es un cuento, tan sólo es la vida”, cerrando el volumen con cuatro relatos que “conforman una unidad distinta, que es autobiográfica de sentimiento aunque a veces no llegue a serlo del todo. Creo que es lo primero y lo último –y lo más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”.

   Y, con una simplicidad apabullante, con una escritura pausada, sin aparente esfuerzo, Alice Munro transforma cada detalle, cada decepción, cada dolor, cada descubrimiento, en algo propio, en algo nuestro, en legendario, en indeleble, en parte de nuestra memoria (cuando se trata de emociones uno jamás tiene claro cuáles ha vivido en primera persona y cuáles a través de otros y/o de la ficción –y menos aún puede decir cuáles tiene más vívidas, cuáles le importan más, cuáles le han forjado-): “Así, paralelo a nuestro mundo, estaba el mundo de tío Benny, como un perturbador reflejo distorsionado, que era lo mismo pero sin serlo del todo. En ese mundo la gente podía hundirse en arenas movedizas, ser derrotada por fantasmas o por horribles y vulgares ciudades; la suerte y la maldad eran colosales e impredecibles; nada era merecido, todo parecía suceder; las derrotas eran recibidas con demencial satisfacción. Era su gran logro sin él saberlo, hacérnoslo ver”. “¿Qué era una vida normal? Era la vida de las chicas que trabajaban con ella [su amiga Naomi], las fiestas de homenaje, las sábanas de hilo, las baterías de cocina y la cubertería e plata, ese complicado orden femenino; y, por otro lado, era la vida del salón de baile Gay-la, ir borracha en coche por carreteras negras, escuchar chistes de hombres, soportar y pelearte con hombres y conseguirlos: un lado no podía existir sin el otro, y al asumir y acostumbrarse a ambos, una chica se ponía en camino del matrimonio. No había otra manera. Y yo no iba a ser capaz de hacerlo. No. Me quedaba con Charlotte Brönte”. Y, así, gracias a esta inconformista, a esta rebelde, a esta luchadora que utiliza para ello su pluma, su inteligencia, su capacidad de observación, su pulso narrativo que disecciona con un escalpelo muy afilado que apenas altera la superficie pero cuya acción profundiza hasta lo más hondo, tenemos ante nosotros una de las producciones literarias más honestas e importantes de los últimos tiempos que, por otro lado, dignifica el cuento como género de altura (al modo de Maupassant, James, Chéjov, Cortázar y tantos otros). Y, por fortuna, en esta fiebre del converso, aún tengo por leer Las lunas de Júpiter, recién reeditado por Debolsillo; por lo tanto, volveremos sobre Alice Munro.    

sábado, 7 de diciembre de 2013

"LA SENTENCIA NO ME MANCHA: ME CONDENA POR LEAL"





   Conocí a José Calvo Poyato con motivo de una entrevista por su novela El ritual de las doncellas hace ya unos cuantos años (tantos como siete: aún trabajaba con Beatriz Pécker, Pablo ya vivía en Madrid, impartía uno de los módulos de un curso de radio junto a Rocío, no conocía a gente con la que luego me tropecé, sin duda era una muy buena época). Lo cierto es que fue de esas ocasiones en que comienzas un libro por obligación, para preparar la conversación, como ejercicio fundamental de documentación, y lo terminas casi de una tacada por lo emocionante, lo interesante, lo regocijante, lo revelador; al revés que en la famosísima saga del capitán Alatriste que Pérez-Reverte utiliza para dar rienda suelta a sus obsesiones, sus querencias, sus aborrecimientos, en la que el escenario y los personajes son una mera excusa para el supuesto lucimiento del autor, al contrario que en los libros de Luis García Jambrina en los que pesa demasiado el afán divulgador (poco tamizado por el tono adecuado para un docente, para alguien que sabe combinar erudición, lo que es objeto de estudio con lo divertido, con lo que abre ganas de aprender), Calvo Poyato apareció ante mis ojos como la mixtura deseada entre una apabullante documentación, un exhaustivo conocimiento acerca de lo que narraba y el gusto por la fabulación, primando la novela sobre los datos innecesarios, las prolijas enumeraciones, los textos que descubrí firmaba como historiador en los que no se permitía ni una licencia literaria (y, por otro lado, qué bien se leen gracias a su facilidad de expresión y a su deseo por comunicar y estimular). Desde ese momento, desde aquella primera vez, tengo el placer de compartir una amistad fraguada a base de unos cuantos encuentros (él vive en Córdoba), siempre en torno a la promoción de un nuevo título, encuentros muy sustanciosos, que dan para mucho, en los que hablamos sobre muchas cosas, fundamentalmente sobre el contenido de la novela que corresponda, pero que con su diálogo ágil, su verbo siempre dispuesto, su gracejo andaluz y mi sempiterna curiosidad nos llevan a entrelazar asuntos dispares, en apariencia muy alejados del tema central.

   Hace poco regresó a Madrid para presentar Mariana, los hilos de la libertad (publicado en Plaza y Janés, al igual que gran parte de su producción) y tuvimos ocasión de compartir charla, ponernos al día, analizar el desolador panorama cultural, social y periodístico en que estamos inmersos, pero también tuvimos tiempo para mantener nuestro ánimo en lo más alto, tomando ejemplo de personas que no dudaban en jugarse en la vida con tal de conseguir que la libertad, el respeto, la convivencia, fuesen palabras llenas de contenido que cobrasen la fuerza y la realidad necesaria. Aunque es cordobés de pura cepa y de corazón, Calvo Poyato reconoce que, de una manera u otra, tenía que llegar a Mariana Pineda y a Granada: “Es un escenario que no me da ningún problema, todo lo contrario: me hace evocar mis años como universitario, lo que recorrí, curioseé, anduve y, por supuesto, era lógico que llegase a una heroína andaluza, no podía ser de otro modo”, puesto que afirma que “aunque los puristas dirán que no puedo llamarla de ese modo” quería concluir una trilogía iniciada con La dama del dragón, sobre Caterina Sforza, continuada con El sueño de Hipatia, en torno a la matemática y astrónoma griega, y rematada ahora con esta novela: “Sé que no es una trilogía al uso, sólo por su tema central, pero me gusta verlas en perspectiva y puestas en común: son tres mujeres que, podemos decirlo así, no aceptaron el corsé que la sociedad de su tiempo quería imponerles y, de una manera u otra, hicieron avanzar el mundo”. Aunque el historiador y novelista está especializado en el tránsito del XVII al XVIII, en el cambio de dinastía reinante que vivió España en ese momento, aunque ese fue el objeto de su tesis, sus inquietudes y su instinto de narrador le han llevado a ampliar horizontes, a buscar la historia que le impulsase a narrar, “esa que tuviese interrogantes que, ya que no resuelve la Historia, con mayúsculas, puedan ser despejados en la novela, sin engañar al lector, apoyándose en documentos, en investigaciones, pero escalando los muros ante los que la objetividad y el rigor se dan de bruces”; “no me canso de decir a mis alumnos lo apasionante que es el siglo XIX, incluso algunos se extrañan de mi insistencia teniendo en cuenta que el periodo en que me especialicé es anterior, pero es inevitable volver a él”.

   Y a ese XIX regresa (su anterior título, Sangre en la calle del Turco, se centraba en el asesinato de Prim -1870-), en concreto a la Granada de los años 1828 a 1831, cuando el absolutismo de Fernando VII se hacía patente con un rigor desmedido, acallando cualquier mínimo conato de protesta con pena de muerte, el caldo de cultivo para las Guerras Carlistas, el momento en que una mujer se erige como icono y referente en la lucha por la libertad, en ejemplo de fidelidad a una causa, en heroína por aceptar su destino y negarse a delatar a sus compañeros. “Desde siempre hubo un empeño, loable sin duda, de convertir a Mariana en un personaje del pueblo, en una de los nuestros, y eso no es malo, pero en ocasiones se ha manipulado o tergiversado un poco quién era ella, incluso restándole elementos que aún la engrandecen más: por eso me empeño en llamarla siempre Mariana de Pineda, haciendo hincapié en la preposición, dejando claro que era aristócrata, aunque menor, y que por eso ella no borda banderas, ya que no le corresponde, lo que no le resta ni un ápice de señorío ni de entrega”; cuenta el autor que, cuando propuso el tema a su editor, David Trías, éste le dijo que ya había muchas novelas sobre el tema y, con su retranca andaluza (siempre elegante, pero notoria), Calvo Poyato le pidió que las buscara: “Se han trazado muchos perfiles, bastante alejados de los hechos reales, pero sorprendentemente los novelistas no se habían fijado en ella. Cuando David me reconoció que la búsqueda había sido infructuosa, me puse a la tarea”. No cabe duda que Mariana nos resulta muy popular, “es el éxito de ese afán por hacerla cercana, que lleva a que la plaza que se le dedicó en Granada se conozca sólo como "la" Mariana”, y que todos tenemos en la cabeza la del drama lorquiano, la de las coplas, el rostro de Pepa Flores en TVE, “y de todo eso quise alejarme para situar al personaje en su época y momento, aunque la fuerza de Lorca es imbatible y la mirada de Pepa Flores irresistible”.

   Con su pericia habitual, Calvo Poyato inventa una trama detectivesca (la propia Mariana descubre uno de los cadáveres) que se integra a la perfección en las intrigas políticas, en los planes para la rebelión, en lo que sucedía en este país, trama en la que los personajes reales se mueven con verosimilitud y desvelando aspectos desconocidos de su personalidad: “Siempre hay que mantener el equilibrio entre el historiador y el novelista, pero teniendo claro cuál es el género en el que uno se está moviendo; por eso siempre incluyo una nota en la que presento el texto como obra de ficción, aunque cuido mucho los detalles para que, más allá de lo obvio, o sea el asesino en serie que siembra el pánico en Granada o los lances amorosos que son la columna vertebral del relato, resulte difícil discernir qué inventé y qué no. Además, hay que tener en cuenta que el final de esta historia es muy conocido y, por lo tanto, hay que utilizar trucos legítimos de novelista para que el volumen no se caiga de las manos”. Y como es norma habitual de la casa, diríase que uno entra en la máquina del tiempo porque el autor cordobés reproduce costumbres, modismos, ambientes del momento con suma facilidad para que comprendamos aún mejor los comportamientos de los personajes, sin detenerse en lo superfluo, haciendo avanzar la acción y al mismo tiempo presentándonos un vívido retrato, un fresco en el que la época reconstruida cobra vida: “Es una de las tareas más complicadas en cada obra: conseguir que la ambientación responda a los movimientos de los personajes y que sea algo natural hablar, como aquí, de los bandoleros o del germen del carlismo y, por otro lado, que los personajes inventados tengan la misma fuerza que los reales. ¿A quién pones al lado de Mariana, de Burel, de Pedrosa? Visto ahora, quedo satisfecho, pero ir trenzando todo me dio bastantes quebraderos de cabeza”.

   Puesto que hemos hablado de trilogías, le recuerdo su promesa de un tercer volumen con Pedro Capablanca, el pesquisidor, como protagonista (y con Fray Hortensio, por supuesto), y él afirma que cumplirá con ello, pero resulta que “en Córdoba me echan en cara que, habiendo nacido y residiendo en una ciudad sumamente literaria, siempre me vaya fuera para escribir y reconozco que nos le falta razón, tal vez debo fijarme en los Fernández de Córdoba, en los siglos XV y XVI: ¡Imagina una novela con el Gran Capitán!”; y, además, resulta que al comentarle que me divierte cómo aparece en Mariana, los hilos de la libertad la famosísima madre de Eugenia de Montijo, María Manuela Kirkpatrick (esa que abría y cerraba su abanico malva mientras trazaba el destino de sus hijas, según decía la copla), Pepe (al final tenía que salirme llamarle así) se regocija porque le hace pensar en el duque de Montpensier, al que ya utilizó como secundario en su novela sobre Prim, “y que no ha sido explotado como merece en la ficción”. Por lo tanto, parece que aún habrá que esperar para reencontrarnos con nuestro pesquisidor favorito (nacido, por cierto, en El manuscrito de Calderón), pero al menos tenemos la buena noticia de que proyectos no faltan en la mesa de trabajo de José Calvo Poyato.    

lunes, 2 de diciembre de 2013

TRES MIRADAS DE MUJER



   El buen amigo Ovidio Parades (uno de esos creadores que no tiene reparos, todo lo contrario, en celebrar el talento de los demás, en animar y apoyar a otros que viven circunstancias parecidas a las suyas, que se quita del foco para cedérselo a quien considera merecedor del mismo) me dijo en una ocasión que debería reunir en un volumen mis encuentros, mis conversaciones, mis anécdotas junto a grandes personalidades del mundo del espectáculo, el privilegio que mi profesión me ha proporcionado (y proporciona, porque siempre voy a sentirme periodista y porque todavía hay personas que me otorgan su confianza para que pueda conocer los entresijos del mundo de la cultura y a sus protagonistas –y porque hay mucha gente de bien que te considera y valora como persona, como aficionado, como admirador, más allá de si puedes promocionarles mucho, poco o nada-); el caso es que yo le dije que, tal y como está el mercado, no creía que esas historietas pudieran interesar demasiado, ya que los que lo organizan han acostumbrado al público a lo facilón, a lo trivial, a transformar en asuntos de estado intimidades, ordinarieces y exhibicionismos varios, y lo mío es más sencillito y, en el fondo, sólo puede interesar a un apasionado como yo (como nosotros, Ovidio, que somos para darnos de comer aparte –pero hemos tenido la fortuna de encontrar dos cómplices de corazón, de sensaciones, de vida, dos compañeros que comparten esa forma de enfrentarte al mundo y, al menos, no nos sentimos solos en nuestra cruzada a favor del arte-). Pero también le dije que no iba a renunciar, todo lo contrario, a seguir rememorando hechos de ese tipo cuando me apeteciese y a ponerlos en común con los amigos, con los que tienen la deferencia de interesarse por mis digresiones, por los amigos que gustan de estas batallitas que tanta emoción me provocan, que tanta alegría me suministran, ya que he podido respirar, al menos unos minutos, el mismo aire que personas a las que jamás pude soñar conocer cuando empecé a ser espectador (otro título al que jamás renunciaré).

   Y resulta que en un breve espacio de tiempo he vuelto a admirar en la pantalla a tres actrices fascinantes, impresionantes, a las que seguir rindiendo pleitesía, tres diosas (cada una en su estilo) que me enamoran, me cautivan, me obnubilan con sus interpretaciones, con sus gestos, con su elegancia (no por lo que luzcan, sino por cómo se mueven), con su mirada, esos ojos que me hipnotizaban estuvieron frente a los míos, pude navegar en ellos sin filtros, sin obstáculos, y lo que vi aún me gustó más: en los tres casos, refrendé mi veneración, llegué a la entrevista como admirador y salí rendido, a sus pies, incondicional (bueno, en realidad, una me ganó para la causa, no iba tan convencido –lo explico en seguida-). Estas tres mujeres, átense los machos, son Catherine Deneuve, Fanny Ardant y Cate Blanchett y, aunque con resultados globales muy diferentes (ahora entraremos un poco en pormenores), las tres dan lo mejor de sí (que es mucho y, por lo que puede verse, inagotable) en sus trabajos al frente de, respectivamente, El viaje de Bettie, Mis días felices y Blue Jasmine y podríamos decir que es casi una circunstancia histórica la de que coincidan en la cartelera (aunque seguro que lo han hecho en más de una ocasión, sobre todo teniendo en cuenta que la Ardant ha trabajado con las otras dos, lo que facilita bastante las cosas), ayuna cada vez más de estos grandes nombres que tantos espectadores han ganado, que tantos réditos han dado a productores, que tantas buenas horas nos han proporcionado (y, viéndolas en plena forma, habría que decirlo en presente, incluso en futuro, pero ya sabemos cómo está el patio, por desgracia, y cualquier muchachita de baratillo que haga un par de mohines, un contoneo y una caída de ojos, por más gracia que le falte, por más glamour que ni huela, por más que no sepa interpretar, se lleva las marquesinas y al público de calle).


  
   Por respetar la cronología, debemos detenernos primero en Fanny Ardant, la última musa de Truffaut, ese es el título que tenía en la cabeza (gracias a un ciclo que TVE dedicó al genial cineasta) cuando mi entonces compañero en la agencia Contifoto Carmelo Rubio, genial fotógrafo y mejor persona (al que, por cierto, debo una llamada), me dijo que gracias a uno de sus contactos podíamos pasar un rato con la actriz, en gira promocional de Todos están locas (1996), la película que meses después le haría ganar el César, y distribuir la entrevista y las fotos por los cauces habituales de la agencia (representante de Sigma en España). Tras pasar un rato estupendo durante la proyección del filme, nos fuimos para el hotel en que se hospedaba, uno de los más coquetos y acogedores de Madrid, y puesto que estábamos en el comienzo de julio, Carmelo y ella fueron buscando localizaciones por el jardín y algunos interiores y, desde el principio, fue de lo más cercana y participativa, aunque puso una condición: no quitarse las gafas de sol durante la sesión, afirmaba que su mirada no pasaba por su mejor momento y sólo oírla decirlo (en francés, claro) supuso una conmoción, era como si nos ofreciese un trocito de su alma pero quisiese preservarlo de males mayores. Todo fue como la seda y llegó el momento de la entrevista, y logré sobreponerme al temblor que me acompañaba desde que la saludé, a la turbación que me provocaba su presencia, para ir hablando de esto y de aquello, de su personaje, de muchas cosas (con ayuda de la intérprete, desde luego), hasta que cité a Truffaut, hablé de Vivamente el domingo (1983)… ¡y se obró el milagro!: su rostro aún se relajó más, su sonrisa se ensanchó, su felicidad fue notoria, ¡y se quitó las gafas para mirarme por derecho! Carmelo, cerca de allí, se decepcionó un poco y yo sentí que, como premio por conocerla, por quererla, por haber conjurado el nombre de aquel a quien tanto debía (y al que tanto quiso), consintió que me asomase a ese abismo hondo, a esos ojos que sí estaban en perfecto estado de revista en contra de lo que ella afirmaba, aunque es cierto que nimbados por la melancolía, por la añoranza, aureolados por el permanente recuerdo de lo que no debió truncarse tan precipitadamente. Unas horas después, durante la fiesta que siguió al preestreno, bailoteando y tomando algo (en un ambiente –nunca mejor dicho- muy propicio a la risa, idóneo para la cinta que se presentaba), sentí que una mano se posaba con delicadeza en mi hombro y al girarme me topé de nuevo con esa mirada emotiva, cargada de vida (pasada y por vivir), un poco aguada, trémula pero contundente, con una amplia y franca sonrisa, con su bello rostro y esos labios pródigos en intenciones y sensualidad articularon un “merci” que se me clavó muy hondo mientras la Ardant continuaba su camino hacia la salida y agitaba la mano, sin perder el contacto visual conmigo… ¡estremecedor! Reencontrarla como máxima protagonista de Mis días felices supone volver a disfrutar con su naturalidad, constatar que no ha perdido un ápice de magnetismo, que su madurez sigue siendo esplendorosa, que domina la comedia y el drama sin forzar ninguno, que es un enorme deleite contemplarla, aunque el vehículo elegido no esté a la altura de lo que podría haber sido, de lo que ella merece, y se quede en una decepcionante tierra de nadie, a pesar de su entrega y la química que establece con Laurent Lafitte y de la atmósfera de empatía con el espectador que sabe crear.


  
   A Catherine Deneuve llegué más tarde, en todos los aspectos: durante bastante tiempo no le tenía ninguna simpatía ni me interesaban sus interpretaciones, me resultaba excesivamente gélida, distante, intentaba evitar cualquier película con ella a bordo, me instalaba en el prejuicio y no lograba ver al personaje. Todo empezó a cambiar cuando vi Los ladrones (1996) y dejé de verla como un rostro, un icono de estilo, para darme cuenta de su capacidad interpretativa, de cómo sabía despojarse de lo artificioso, despreocuparse por el maquillaje o el vestuario para ofrecerse como actriz (y cuando luego he revisado o animado a descubrir títulos de su juventud he apreciado su sutileza, su adecuación al rol asumido en cada momento, su alejamiento de su imagen más publicitada si la ocasión lo requiere); a pesar de esta alteración de mi perspectiva como público, no podía evitar ir con el estómago encogido a mi entrevista con ella durante su visita a España junto a André Téchiné, el director, para presentar la citada película: su genio, su carácter áspero, su divismo eran (y son) proverbiales y no estaba seguro de saber manejar la conversación. Por fortuna, la apretada agenda obligaba a que entrásemos a la suite unos cuantos cada vez (algo que cada vez ha sido lo más habitual, hasta convertirse en la única opción posible para poder dar cabida al mayor número de medios cuando tiene lugar un junket), lo que reducía la tensión y permitía sentirse apoyado ante cualquier reacción inesperada o que te dejara sin defensas; el caso es que, vista de cerca, con un jersey y un pantalón, muy sobria, con escaso maquillaje, la Deneuve me resultó más humana y cercana de lo que hubiera podido pensar y en cuanto empezó a responder a las preguntas me fue imposible dejar de contemplarla, de empaparme con su voz firme, dura, pero al tiempo con cierta calidez, alejada de las asperezas, fluyendo con sabiduría para comunicar y cautivar, de admirar los movimientos de sus manos, en definitiva, de quedar hechizado y reprocharme lo cegato que había estado antes. Cuando me llegó el momento de hablar, comenté que Téchiné nos había dicho en la entrevista anterior a la suya que el personaje de Marie se suicidaba sólo porque ella lo encarnaba (“de otra manera, le hubiese dado otro final”) y quise saber qué opinión le merecía esta revelación, si él se lo había comentado durante el rodaje, y añadí que me parecía el destino lógico para su rol; ella escuchó atentamente y su réplica no se hizo esperar “¿le parece lógico que alguien se suicide?”, y no lo dijo con altivez, con enfado, sino interesada por lo que yo opinase, titubeé un poco sobre por qué lo veía así y ella pasó a analizar con inteligencia cómo se había acercado a su personaje y cómo lo había preparado en connivencia con Téchiné; en el momento de la despedida, un poco incómodo por si me había malinterpretado y la había molestado, me acerqué a la intérprete para rogarle que le explicase un poco mejor lo que había querido decir y, al oírme, se dio la vuelta (comprende bastante bien el español, me sucede lo mismo con el francés debido a la cantidad de familia que tengo en ese país) y me explicó que me había entendido, que sabía que no estaba justificando un suicidio, pero quería saber mi opinión como espectador, si había acertado como actriz en las emociones desplegadas, y yo alucinando porque alguien que me resultaba tan distante, era capaz de, manteniendo su aura (si no fuese así, no sería la Deneuve), demostrar una cercanía insólita, mirándome directamente a los ojos (si he sobrevivido a esa intensidad, puedo enfrentarme a cualquiera), estableciendo un diálogo de igual a igual, terminando la conversación (casi sin ayuda de la intérprete, repito) con un “encantada” al tiempo que tendía su mano y estrechaba la mía con un verdadero apretón, no con flacidez o precipitación, sólo por cumplir (para rematar esta experiencia a lo camino de Damasco, cuando bajó a posar para los fotógrafos –con al menos media hora de retraso-, ante los murmullos e incluso gritos de algunos por lo que habían aguardado, dijo con tono de fatiga y como suspirando “yo llevo toda la vida esperando” y calmó los ánimos –y, de alguna manera, paró el tiempo-). Tiempo después, con Pablo muy cerca (él siempre ha sido un gran admirador de la diva y me ha ayudado a conocerla mucho mejor y a apreciarla como la gran actriz que es –precisamente la otra noche revisamos El último metro (1980), una de mis películas favoritas de Truffaut, aunque esta categoría varía según el momento, dejando siempre el primer puesto, por razones obvias, a Fahrenheit 451 (1966)-), volví a estar en la misma habitación que la Deneuve cuando regresó a España junto a François Ozon para presentar Potiche (2010), ese magnífico divertimento en el que deja clara su categoría como comediante (de eso hablamos algo con Fanny Ardant: cómo en un momento dado las grandes actrices se transforman en inmensas cómicas) y fue maravilloso verla bregar con preguntas que demostraban la poca preparación o el profundo desconocimiento de la mayoría de los convocados a la rueda de prensa (“ahora canta y baila”, “trabaja de nuevo con Depardieu después de Otros tiempos (2004), como si Demy o Truffaut no existiesen –aunque, por desgracia, no es la única muestra que puede encontrarse de despropósitos similares entre la llamada prensa especializada-) y, sobre todo, encender un cigarrillo como parte de una rutina, no comprender cómo podía aplicarse una ley tan severa (“habéis retrocedido”) y apagarlo sólo porque le dijeron que la posible multa tendría que abonarla el hotel, puesto que al principio afirmó que no le importaba ser sancionada (“prefiero fumar”). Al contrario que el filme protagonizado por Fanny Ardant, El viaje de Bette (mucho más definitorio el título original: Ella se va) se aleja de cualquier envaramiento para insuflar oxígeno y contenido a un argumento mil veces visto, incluso manido, que al tomar realidad en Catherine Deneuve alcanza cotas muy altas de excelencia, sobre todo por su nula afectación a la hora de interpretar comedia, por hacerla en serio, acentuando las posibilidades hilarantes del argumento: es una película que, sin ínfulas ni pretensiones, toca muchos temas, sabe mezclarlos y dosficarlos y transmite una esperanza, ánimos para seguir adelante, posibilidad de nuevos comienzos, sin didactismos ni ñoñerías (y sólo por ver a esa Deneuve esperar que un anciano le líe un cigarrillo, sufrir los embates de un tipo que imita a un jabalí o desayunar un croissant duro ya está bien invertido el dinero de la entrada).


  
   Cate Blanchett es de esas actrices que te enamoran al primer vistazo y que no dejan de cautivarte y sorprenderte a cada nuevo encuentro, por mucho que el conjunto no le acompañe o una película en concreto suponga una decepción; es, también, una de las intérpretes actuales por las que Pablo siente más veneración, una de las pocas que soporta la comparación con las clásicas, con nuestro particular olimpo, versátil, impecable, capaz de proezas sólo al alcance de alguien que se toma su oficio muy en serio, tocada por esa varita mágica que remarca lo excepcional. Tuve el corazón acelerado desde el momento en que me comunicaron que la entrevistaría durante la gira europea de Elizabeth: la edad de oro (2007), reválida de aquella inolvidable Elizabeth (1998) que le valió la inmortalidad con apenas seis películas a la espalda, menos brillante que su predecesora, pero nada desdeñable y, de nuevo, con una Blanchett impresionante; era una época en que alternaba radio y televisión y, por lo tanto, iba a poder estar unos minutos sólo con ella para grabar una pequeña entrevista en el set preparado para el segundo medio. Cuando me dejaron entrar en la habitación sólo tuve ojos para ella porque, literalmente, destilaba luz, tiene esa aureola que se capta en la pantalla, unos ojos inmensos que lo absorben todo (y a todos), una sonrisa franca, hechizante, se me agolpaban las emociones cuando me tendió la mano con un sincero “nice to meet you” que yo secundé tragando saliva y reteniendo tal vez un poco más de lo debido el apretón, fascinado más allá de todo raciocinio; al ocupar la silla destinada para el entrevistador, me dijeron que necesitaban un minuto para reajustar la luz, y aunque me cuesta un triunfo hablar en inglés, al tenerla delante, expectante, mirándome, sin perder el gesto cómplice y amistado, no pude menos que decirle algo y lo que me salió fue “es usted una de mis actrices favoritas”, a lo que ella coqueteó con un “gracias” que se notaba sincero y sentido (mira que no le habrán hecho elogios) y, en seguida, con toda la intención, me dijo “eso se lo dirá usted a todas” y algo me inspiró (ella misma, seguro) porque fui capaz de responderle “sólo a las que son mis favoritas… como usted” y ser testigo de su abierta carcajada, de su alegría, de su sencillez, es uno de esos regalos que esta profesión te pone al alcance de la mano. Ahora, cuando se está llevando los elogios más encomiásticos por Blue Jasmine, deja claro que sus recursos son inagotables, que sabe templar, equilibrar, alejarse de cualquier exageración, que ríe, llora, se emborracha, habla al vacío, se encara con sus fantasmas, es una nueva Blanche DuBois a la altura de la creada por Tennesse Williams, cuya presencia (y, seamos justos, la de Sally Hawkins) convierte en oro un guión que Woody Allen no ha sabido aquilatar, desperdiciando posibilidades, centrándose demasiado en lo accesorio, pero que sube todos los enteros posibles (y más) en cada gesto, cada frase, cada lágrima, cada crispación, en definitiva, con una Cate Blanchett instalada en la excelencia.

   Son tres mujeres con las que he cruzado la mirada, tres viajes que nunca podré olvidar, tres singladuras por océanos maravillosos; no resulta extraño que lo viva así, puesto que este blog se colocó bajo los auspicios de Bécquer, aquel de “por una mirada, un mundo”, pero en estas líneas finales no puedo evitar regresar a uno de mis favoritos, Antonio Machado, porque (como dice, precisamente, la Ardant en un momento de Mis días felices), me sentí mirado, contemplado, considerado, singularizado cuando esas pupilas se detuvieron en mi humilde persona y pude rubricar que eran ojos porque me veían (¡Y qué ojos!).