domingo, 22 de noviembre de 2015

COLECCIONARSE A UNO MISMO






   No seré yo el que disculpe a Carlos Herrera por su espantoso selfie parisino, todo lo contrario, especialmente teniendo en cuenta lo mucho que le admiré durante aquellos años en que daba muestras de una versatilidad envidiable y tanto podía ser un magnífico presentador de informativos como adquirir un tono lúdico y divertido en sus entrevistas, sabiendo tomar el pulso al personaje en apenas unos minutos, pasando a lo más profundo o complejo con sencillez (dependía de quién fuese el interlocutor), dando a la copla la atención debida sin incurrir en tópicos irritantes, en reducciones ridículas y falsas, en lo folclórico mal entendido y dirigido a turistas, dignificando el género y tratando el asunto con pasión, mimo y profesionalidad. Pero desde hace ya demasiado tiempo, aquel al que consideraba un referente me resulta alguien muy ajeno, que me indigna como ciudadano y como periodista, alguien que, en todo caso, es un modelo en el extremo contrario al de antes, porque ahora intento no parecerme en nada, ser lo más posible, opuesto, es como un catálogo de todo aquello que no me gustaría ser jamás: un vendido, un pasota (que era más bien vago y dejado me lo había dicho hace bastantes años gente que trabajó con él o le había tenido cerca, pero los límites de desidia a los que ha llegado frente al micrófono han superado con creces lo que reflejaban aquellos testimonios), un tipo que hace mofa y befa (a veces, como en el que nos ocupa, tremendamente cruel, despiadada, sañuda) del dolor o las quejas de los demás, un sectario sin oídos ni ojos (ni argumentos sólidos). Más allá de la lógica repulsa experimentada al verle hacer un gestito como de anuncio de colonia o de seductor barato frente a un lugar en que las lágrimas, los gritos, la locura y el horror se palpaban, se veían, tenían una presencia lacerante, más allá de esa enorme (y reiterada: recuérdese la fotito con su colega Rajoy mientras en el ordenador se veía esa instantánea cuyo solo recuerdo estremece y que prefiero no nombrar) falta de empatía, de esa nueva muestra de su soberbia moral, de su culto a sí mismo, de su falta de humanidad, quedándome simplemente en lo anecdótico, en la foto en sí misma, aún encontré una nueva razón para aumentar la distancia meramente profesional con Herrera puesto que incurría en un error básico, en algo que uno supera (o debe hacerlo) el tercer día: poner el foco en su presencia, que la noticia sea esa, que el nombre popular ahogue lo verdaderamente importante (patético que aquel que en parte te inoculó el gusto por una profesión se comporte al modo de Ana Rosa Quintana, por poner un ejemplo cercano –de Ferreras no digo nada, porque nunca ha sido santo de mi devoción y ahora habrá quedado claro por qué-), que lo que se quería subrayar era “Herrera (yo) estuvo aquí”.
   Y sobre esta enfermedad que algunos pueden creer viene desde Oriente (esos grupos que, armados con cámaras –y ahora móviles, iPads y demás dispositivos-, se llevan por delante a cualquiera con tal de ponerse frente al objeto que se quiere inmortalizar) pero que siempre ha estado en la base de la sociedad occidental y que las redes sociales han convertido en auténtica pandemia (el exhibicionismo en grado superlativo, lo que importa es la instantánea que dé cuenta de tu paso por un lugar, la persecución infatigable de nuevas fotos con las que presumir y destacar) conversamos Oriol Nolis y un servidor, puesto que su primera novela, La extraña historia de Maurice Lyon publicada a principios de septiembre por Suma de Letras, toca ese tema o, al menos, es una de las reflexiones que el lector puede hacerse mientras se deja absorber por lo que es un thriller muy bien medido, que transcurre al ritmo adecuado (el de la vorágine que genera y en la que se deja atrapar el protagonista), mientras va desperdigando otros estímulos, historias secundarias que enriquecen la principal, breves notas que pueden servir como impulso para que cada uno se quede con lo que le resulte más interesante: “He intentado que el libro tenga varios niveles de lectura: uno, de acción pura, de thriller, la historia en sí misma, luego he procurado que haya reflexiones como ésta que señalas. Ahora la obsesión es hacerse la foto, tener el selfie, exhibirlo, cuando la gracia de, por ejemplo, estar en el British Museum es recordarlo, qué has sentido, lo que te queda dentro, pero si te lo pierdes por hacerte la foto… Es uno de los problemas más graves que tenemos porque nos olvidamos de vivir y todo lo hacemos para acumular fotografías y poder colgarlas en las redes sociales, donde hay que estar ahí, nadie se opone, pero en su justa medida”. Lo cierto es que uno se ha topado con algunos (“some people”, como se canta en Gypsy), tal vez demasiados, cuyo único objetivo es estar en aquel teatro, asistir a tal espectáculo, saludar a tal actor para poder decir que lo hicieron, para sentirse alguien, resbalándoles la verdadera experiencia, la de ser espectador de algo inolvidable que te enriquece, la de vivir emociones indelebles; claro que a veces te da rabia no tener un recuerdo físico de aquello, pero nadie te quita lo que has vivido hasta el fondo (lo otro, como es superficial, precisa de la fotografía para recordar dónde estuviste –aunque esos que agotan tarjetas de memoria para sentir que se apoderan de todo, al final no distinguen un edificio de otro similar ni recuerdan por qué inmortalizaron aquello-), excepto para aquellos que, como señala el autor acerca de su personaje, “no quieren conmoverse ante la obra: tan sólo poseerla” (e incluso sustituirla, me atrevería a añadir).
   La ópera prima de Oriol Nolis es, por encima de todo, la historia de un coleccionista muy particular, que ha heredado la enfermedad de su familia, y que busca la manera de destacar por encima del resto, ahondando en sus traumas personales en lugar de superarlos, condenándose a repetir los errores ajenos (y los propios), obsesionado hasta el extremo por poseer lo que nadie más puede conseguir. Maurice Lyon es un personaje que evoca a aquel El coleccionista de John Fowles que dio pie a la espléndida película de William Wyler: “No conocía el contenido de ese libro ni de la película, pero varias personas me lo citaron cuando fueron leyendo la novela. Me documenté leyendo fundamentalmente sobre coleccionismo, y sin inspirarme en nada en concreto sí he intentado que el personaje tenga el magnetismo y la fuerza de algunos malos que me han entusiasmado como American Psycho o el Jean-Baptiste de El perfume; aunque Maurice es otra cosa quería que estuviese emparentado con aquellos. Una de las cosas buenas de escribir un libro es seguir aprendiendo, no sólo de mi investigación, sino de lo que me dicen las personas que leen el libro”. Y esas posibles influencias (algunas están en el aire, sólo somos conscientes de ellas cuando terminamos el texto o cuando alguien –un lector- las saca a la luz) no lastran la historia ni la convierten en un ejercicio mimético ni nada por el estilo, puesto que el autor es sumamente honesto y pudoroso, no olvida las muchas veces que él ha estado al otro lado (y las que le quedan, como acota con una sonrisa) y tiene muy en cuenta la paciencia y el disfrute del lector: “La tentación de escribir un libro de 600 páginas la tuve, y tal vez el libro hubiese estado mejor, no lo sé, pero soy un gran lector, tengo mucho respeto por la literatura, y tal vez por trabajar en televisión y tener muy presente la economía de la palabra, pienso que cuando algo se puede contar en x páginas no conviene excederse: siento una gran responsabilidad porque alguien dedique parte de su tiempo a leer mi libro como para hacerle sentir que lo pierde. Y agradezco infinito que alguien me diga que hubiera querido que el libro fuese más largo: prefiero quedarme corto a abusar de la paciencia del lector”. Oriol sólo pretende trenzar una intriga anímica e íntima, el misterio de una personalidad atormentada y llevada a límites que imposibilitan la marcha atrás, los interrogantes son los que el propio Maurice Lyon se plantea mientras narra su extraña y trágica historia, intenta explicarse y comprenderse (no justificarse) y hacer partícipe de ello a los receptores de su discurso, el escritor novel no quiere andarse por las ramas y va a la médula, a la columna vertebral, sin rechazar las posible ramificaciones pero dejándolas al albur de cada lector, que cada uno escoja dónde prefiere poner su atención, qué elemento le preocupa/inquieta más: “Puesto que el personaje hace cosas que se supone nadie haría, conseguir que el lector empatice con él es difícil y el recurso de la primera persona intenta acercar a ambos, que sea la mente del protagonista la que se exprese, que tenga la fuerza suficiente para conectar con el lector a pesar de hacer cosas que no se comparten ni terminan de comprender. Hay a quien le despierta cierta ternura porque es un personaje tremendamente desdichado, absolutamente infeliz cuando tiene todas las papeletas para ser lo opuesto: atractivo físico, dinero, buena educación, posición, es terrible que alguien no saque provecho a estas posibilidades. No intento ni redimirlo ni decirle a nadie lo que debe pensar sobre él: es trabajo y potestad del lector; yo puedo decir que a ratos me provocaba mucha lástima, no me quedo sólo con la parte oscura o malvada”.
   Hablar sobre el anhelo de posesión a través de un personaje como Maurice Lyon puede interpretarse como una crítica que el autor rechaza de plano: “Si pensamos en que la vida empieza para terminar, sólo le veo sentido al hecho de coleccionar experiencias, que te ocurran cosas, conocer gente, leer libros, viajar, pero, ¿acumular objetos? El arte me atrae mucho, pero sólo como experiencia; por supuesto que en algún momento puedo sentir el deseo de posesión que siente un coleccionista, no pretendo hacer una crítica al coleccionismo, pero la llevo al extremo y eso es un pasaporte a la infelicidad, como le sucede a Maurice y al resto de su familia. Gracias a algunos grandes coleccionistas hemos tenido acceso al arte, a culturas pasadas, su labor fundamental preservarlo y ponerlo al servicio de los demás; pero ese no es el motor de mi personaje, por eso termina siendo tan desdichado”. Y puede que, a estas alturas, alguien se pregunte qué colecciona Maurice, porque se percibe claramente que busca distinguirse, ir más allá que el resto, y ese es, precisamente, uno de los hallazgos de la novela: “Sabía la historia que quería contar y la reflexión final que quería hacer poniendo en valor las experiencias por encima de los objetos, pero al ir concretando me encontré con el problema: ¿Qué colecciona Maurice? Qué piezas escogía y cómo fue un proceso largo, sobre todo argumentar por qué esa elección; lo fundamental fue ir algo más allá para dejar clara su obsesión por la belleza, había que dejar a un lado lo más convencional por bello que fuese”. Y así se va forjando una colección que excede lo convencional, que busca lo sublime en lo cotidiano, en la moda, en lo religioso, en las personas: “Cada vez que incorpora una pieza a la colección la pregunta es ¿y ahora qué viene: cuál es la siguiente?, yo mismo fui haciéndomela según escribía. Algunas las tenía claras desde el principio y otras quedaron por el camino, la música por ejemplo, pero quería imprimir un ritmo ágil a la novela, tenía terror a que la gente pudiera dejarla a medias tal y como me sucede a veces como lector, no quise excederme y preferí concretar”. Y, sin duda, La extraña historia de Maurice Lyon gana en agilidad al desarrollarse en breves episodios interconectados entre sí, en cada nueva búsqueda (auténticas cacerías), en cada nueva pieza, en el progresivo descenso del protagonista al infierno cuyas llamas no sabe dejar de avivar, con el respiro que supone un capítulo que se mueve con suma elegancia entre lo grotesco y lo provocador, un momento en el que el lector no sabe si terminará a carcajadas o con los ojos fuera de las órbitas, la intervención estelar de la mismísima Moreneta: “El libro tiene un punto gamberro, un tanto canalla, por mucho que Maurice sea altivo, arrogante, elitista; así surge el capítulo relacionado con La Moreneta, no sólo por lo religioso sino por lo que significa en Cataluña como seña de identidad, y me apetecía dar al menos una pincelada provocativa. Por eso, la última frase de las cuatro que presentan el texto, por la que nadie me ha preguntado pero es la que más ilusión me hizo poner como introducción, es la que dice Joker en Batman cuando destroza todos los cuadros y sólo deja intacto uno de Bacon” (“¡Caballeros, vamos a ampliar nuestras mentes!” –o algo así, no recuerdo exactamente el doblaje, es una traducción literal de “Gentlemen! Let´s broaden our minds!”).
   Un primer tratamiento de la novela estuvo años guardado hasta que su familia animó a Oriol para que sacase a la luz el novelista que lleva dentro, aunque es una denominación que todavía le cuesta aceptar: “Me parece enorme que alguien pueda llamarme escritor, ¡tampoco me atrevía a llamarme periodista al inicio de mi carrera, jajaja!. Siempre me ha gustado escribir, hice cursos, un posgrado en el que trabajamos diferentes géneros, pero como he tenido muchos desengaños como lector me daba pavor pasar al otro lado. Di el paso al frente cuando tuve esta historia suficientemente madurada, ha estado mucho tiempo en la cabeza, la he ido puliendo, que el primer texto que escribí reposara, retomarlo tiempo después, todo eso me ayudó mucho. No tengo prisa por escribir más, depende de que lleguen las historias, el gusanillo lo he tenido siempre, pero sólo me pondré a la tarea si me siento seguro”. Puede estar satisfecho porque su primera novela esquiva con pericia algunos de los obstáculos con que tropieza un recién llegado y porque prima, por encima de otras consideraciones, el gusto por contar historias, sabiendo sembrar las miguitas de pan precisas para que uno vaya detrás buscando la siguiente. Sin destripar nada, antes de la despedida, le pido que, al modo del cura y el barbero frente a la hoguera en El Quijote, elija una de las obras de la colección de su personaje para salvarla de su destino y no tiene ninguna duda: “Maurice no respeta nada, no concedería perdón, pero yo, que no soy fetichista de casi nada, salvaría sin duda la primera pieza, el inicio de todo, es decir, el libro, por eso empecé por ella” y lo cierto es que ese inicio, terrorífico para el ratón de biblioteca (que sólo devora con la mirada), es irresistible e invita a conocer el resto de La extraña historia de Maurice Lyon.

sábado, 21 de noviembre de 2015

...Y ESA OPINIÓN OS LA VOY A DAR







  Guardé hace unos meses un artículo de Javier Marías pensando en escribir un estado de Facebook, pero empecé a dar vueltas al asunto, lo dejé reposar mientras atendía otras obligaciones y placeres, volvía a él porque alguna noticia me lo recordaba o reavivaba mis reacciones cuando lo leí por primera vez, fui dándome cuenta de que iba a salirme un texto demasiado largo (no es que sea sintético en aquella red social, por mucho que pretenda ser breve siempre se me escapan demasiadas palabras, pero tampoco se trata de publicar parrafadas inacabables sin ton ni son –para eso, precisamente, tengo este rincón en que el arpa no acumula demasiado polvo porque suena cada poco, agradeciendo las veces que haga falta el estímulo recibido de los lectores fieles y pacientes, que haberlos haylos-), esperé, como tantas veces, el momento que sintiese como propicio para ponerme al asunto y, al final, ha sido cuando hoy cuando no he podido contenerme más. Debo explicar que Javier Marías me resulta uno de los escritores más aburridos que puedo recordar, sus novelas (aquellas que me he atrevido a abrir, creo que después de terminar al menos cuatro –no sin agotamiento y a punto de tirar la toalla, obligándome para poder juzgar cada título en su totalidad- me he ganado la libertad como lector de no dejarme enredar nunca más por su prosa fatua y hueca), lo que él llama novelas (y ahí, en realidad, no le censuro puesto que el género tiene que estar necesariamente vivo y cada cual lo acomete como mejor le parece) aparecen ante mis ojos como un mamotreto en que una trama mínima y que en realidad es una mera excusa va hilvanando tres o cuatro asuntos a los que se vuelve obsesivamente, agotando el diccionario, deleitándose con su (envidiable) conocimiento del idioma para barroquizar, exacerbar, erigirse en el protagonista, estirando lo que a buen seguro sería un interesante y bien fundamentado artículo periodístico, llenando páginas con elucubraciones, citas de otros autores, en una mixtura de géneros que le deja mucho más del ensayo, haciéndose presente en cada frase, describiendo a los personajes con frialdad, con distancia, como si se la trajesen al pairo, usándolos tan sólo para derivar la narración (lo que debemos entender como tal, creo que sería incapaz de hacer un resumen de las acciones, de los condicionantes, de lo que se supone que sucede –o deja de suceder, que hay autores expertos en dotar de importancia y presencia a lo que se narra pero se intuye o se deja atisbar-), para regresar cien veces a la misma anécdota, al mismo razonamiento, a la misma tesis, al mensaje que quiere transmitir, es un escritor hosco e incluso brusco con aquel que se permite discrepar, no intenta dialogar, impone su visión del mundo sin paliativos ni miramientos, no deja espacio para que el lector respire y/o matice, pone en marcha la catarata de palabras y no cesa hasta 300 ó 400 páginas después (o las que sean, y es cierto que no todas sus novelas son tan extensas como las últimas, pero en el recuerdo –en el particular- lo parecen). Y, sin embargo, por ese toque altivo, displicente, tremendamente elitista, mordaz con los contrarios, por cómo argumenta y estructura, por el brío que sabe imprimir a unos pocos párrafos, soy fiel seguidor de sus textos para prensa, coincidiendo con la gran mayoría, mostrándose en desacuerdo con algunos, pero siempre encontrando una escritura bien fundamentada e informada que mantiene una línea de pensamiento muy coherente a lo largo del tiempo (hay por ahí tanto elemento suelto que no soporta el enfrentamiento con su propia hemeroteca, con el historial de sus exabruptos en las redes sociales).
   Sin embargo, el 7 de junio apareció en su sección La zona fantasma un artículo titulado Morse, Lewis y Hathaway que me hizo arrugar la nariz ante uno de sus vicios recurrentes, uno demasiado presente en nuestra sociedad, uno que los medios de comunicación hemos potenciado y transformado en virus del oficio, ese que glorifica de un modo artero la libertad de expresión para, en realidad –y ojalá fuese un comportamiento que sólo se practica en Twitter, Facebook y demás, no lo desgraciadamente muy habitual en estudios de radio, platós de televisión, prensa escrita, cualquier tipo de medio de comunicación-, refocilarse en lo mendaz, lo insultante, incluso lo delincuente, justificarlo, alardear de ello en aras de la democracia; Javier Marías se queda sólo en lo primero (en seguida exponemos la segunda parte, esa que tanto abochorna –no diremos algo más grueso- cuando incurren en ella supuestos profesionales, esos que demuestran no serlo por su persistencia en el error (que no es tal cuando se repite en el tiempo –y se les nota su satisfacción al saber que no encontrarán réplica o que la acallarán muy pronto porque tienen la sartén por el mango y los contactos adecuados: ¿No se han dado cuenta de que Alfonso Rojo, Ana Samboal, Curri Valenzuela, Graciano Palomo, Almudena Grandes o Ana Pastor comparten gestos y decires, da igual el sesgo que den a sus parlamentos?-)-, esa libertad mal utilizada y pisoteada que se deja en manos de gentes que tienen las oportunidades que se niega a tanto profesional que sigue creyendo en el periodismo a pesar de todo), es decir, el autor de Corazón tan blanco cae en el irresistible defecto de opinar sobre cualquier cosa cuando se tiene una tribuna pública para ello, ser al menos honesto en reconocer que no se conoce un asunto (lo de dominarlo ya es para nota) pero seguir hablando sobre el mismo, con ese atrevimiento que da la ignorancia, sin freno ni filtros, hablando porque hay que llenar espacio, porque nos consideramos superiores y somos incapaces de asumir nuestra incompetencia y ceder la palabra a quien corresponda. Y, así, aunque afirma que no es aficionado al género policíaco, se lanza a teorizar sobre los gustos generales de los lectores y/o espectadores, aupado a su atalaya para pontificar y diferenciarse del común, afirmando cosas que son fácilmente desmontables porque basta con atender a los hechos o con conocer un mínimo aquello sobre que él escribe; lo más gracioso, por cierto, es que habla de unas novelas que su padre (Julián Marías, confeso lector de este tipo de libros, apasionado defensor de los mismos) le recomendó vivamente y lo que él glorifica es la adaptación televisiva de los títulos de Colin Dexter y no el original literario (que aunque esté muy respetado, no será exactamente lo mismo ni, desde luego, aquello que su progenitor ponía “en un altar, a la altura o por encima de Simenon”). Y a partir de estas series (Inspector Morse y Lewis) aprovecha para crecer unos centímetros en su propia consideración (el posible doble sentido –que uno no niega pero camufla- queda al albedrío de aquel que quiera detenerse a pensar por dónde aumenta el ego de Marías) puesto que él las está viendo en formato doméstico adquirido en el extranjero, ya que “como no son estadounidenses (y en España sólo parece haber ojos para lo que viene de más allá del Atlántico, país papanatas y americanizado), nadie las ve, ni habla de ellas, ni las emite, ni existen los DVDs en nuestro mercado”. Pudiendo coincidir en alguna de sus quejas, nada más lejos de la verdad el hecho de que sólo veamos las series hechas en EEUU (por cierto, señor Marías, más allá del Atlántico hay muchos países, ¿eh?, se le entiende pero mejor ser preciso, ¿no?, que no en balde es usted miembro de la RAE –y por mucho que se haya aceptado la acepción para dirigirse a los de aquel país, un americano viene de cualquier lugar de América, son ustedes los que se han dejado colonizar al sancionar ese uso del adjetivo-); sí, son más numerosas, siguen colonizando sin recato ni medida, venden sus productos en bloque, pero, precisamente si el autor de Los enamoramientos fuese seguidor de lo policíaco, podría haber pasado muy buenos momentos con Broadchurch, El comisario Montalbano y su precuela El joven Montalbano, Wallander o esas series que se ha dado en decir vinieron del frío (es decir, las que siguen la estela del auténtico boom experimentado por la novela negra escandinava), infinidad de títulos emitidos en algún canal, que cuentan con muchos seguidores, que pueden adquirirse en cualquier punto de venta, no es necesario que venga él a descubrirnos nada (aunque, por otro lado, se agradece que recomiende lo que, a buen seguro y teniendo la calidad de la producción británica en general y de la televisiva en particular –que conocemos, adoramos y seguimos, más allá del género al que nos hemos circunscrito ahora-, será digna de ser tenida en cuenta como La caza, Happy Valley, Downton Abbey, The Missing, eso por no remontarnos a las clásicas e imprescindibles Elisabeth R, Yo, Claudio, Retorno a Brideshead o Arriba y abajo).
   Y a buen seguro, él mismo u otro cualquiera podrá decirme “bueno, es su opinión, él lo ve así” y de este modo llegamos al segundo asunto a tratar, es decir, la sobrevaloración que tiene la opinión en estos tiempos en que con teclear unos cuantos caracteres podemos ser leídos en todo el mundo (en el que se tenga acceso a la red de redes o a cualquiera de esas nubes en las que, en lugar de Heidi, se recuestan contenidos audiovisuales, archivos personales, identidades, rayos y centellas), el fomento de que toda opinión es válida como cimiento de la necesaria democracia, como expresión de libertad, sin atender a que esa opinión puede ser improcedente, invasiva, abusiva, como ya se señaló antes, puede amparar un delito al tildar como tal –“opinión”- lo que es un insulto, una amenaza, una mentira, una calumnia, una injuria, ser parte de una campaña de descrédito, una tergiversación, un relato partidista, una diatriba sectaria, unas palabras cargadas de racismo, homofobia, misoginia o que hacen burla de un defecto físico, de un cuerpo que no responde a los cánones de belleza estandarizados que se imponen a golpe de bisturí, de enfermedades, de adicciones. Hannah Arendt, alguien que sufrió en sus propias carnes la condena de aquellos siempre dispuestos a defender y consentir tan sólo la libertad de expresión que conviene a sus intereses, intentando eliminar cualquier voz disidente por bien documentada que ésta esté (ahí radica el vibrante discurso que Cate Blanchett esgrime en el tramo final de la muy interesante y por momentos apasionante La verdad, la crónica cinematográfica del despido de Mary Mapes y Dan Rather: hay que aceptar que los documentos aportados son falsos, pero las reacciones, los testigos, los hechos confirman que lo que aparece en ellos sucedió y, entonces, como tantas veces, se mata al mensajero aunque no esté mintiendo, se aprovechan un tecnicismo y una circunstancia para ensuciar el conjunto y restar credibilidad a lo básico, a la verdad), la filósofa alemana dijo que “los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí” pero comprendiendo que “los hechos dan origen a las opiniones” y que éstas son “legítimas mientras respeten la verdad factual”, y no creo que, se haga la lectura que se haga de sus escritos, alguien pueda pensar que Arendt es dictatorial o quiere coartar la libertad de opinión: se trata, sencillamente, de investigar, de conocer, de ser precisos, de dar rienda suelta a la pasión con tiento, de intentar ser lo más ecuánimes posibles o radicales sólo cuando los hechos son inapelables. Pero, por desgracia, y los trágicos sucesos de París de hace una semana han servido para que más de uno (y más de mil) hagan el peor alarde posible de inhumanidad, diciendo que es su opinión, cayendo o superando con creces aquello que se suponen condenan, erigiéndose en conciencia crítica que no sabe mirar más allá de sus narices, coincidiendo mucho más de lo que querrían (o no) con los criminales, aprovechando ahora los dramáticos y dolorosos atentados vividos en Mali para, afeando el diferente trato concedido en los medios de comunicación y por lo tanto en el sentir popular, traspasar todas las líneas del decoro (dejémoslo ahí) y utilizando las víctimas para tener presencia y sacar rédito político (o personal), retorciendo los argumentos para acusar a los demás de conductas en las que también incurren, para establecer jerarquías, para ponerse medallas (el 11-S fue terrorífico en este sentido, igualmente el modo torticero en que unos y otros arrimaban/arrimaron el ascua a su sardina en aquellas espantosas horas que se vivieron el 11-M, qué decir de la manera en que mucho “demócrata” justifica cada nueva matanza en algún centro educativo de EEUU –o en el lugar que ocurra- diciendo “eso pasa porque pueden comprar armas en el supermercado” –sí, eso es cierto, pero no podemos quedarnos en el “ellos se lo buscan, tienen lo que se merecen, bueno, esa es mi opinión”, y lo mismo vale cuando Charlie Sheen anuncia que tiene el VIH o ante cualquier suceso al que se quiere quitar importancia-). Sí, no creo que toda opinión tenga validez, al menos no la tiene aquella que se sustenta en el prejuicio, el desconocimiento, la intencionalidad dolosa, el sectarismo, la invención, la que no sabe argumentarse ni desarrollarse, la opinión que se aferra a una reivindicación ombliguista (y, para colmo, ese tipo de “razonamientos” suelen ser expresados sin que nadie los requiera, tan sólo porque “oye, que tengo derecho a expresar mi opinión” –bueno, si quisieses escuchar y dialogar, tal vez-).