domingo, 19 de abril de 2015

"SI EL PADECER CON AMOR / PUEDE DAR TAN GRAN DELEITE..."




 

 No me gustan esas celebraciones que conmemoran el día de esto o de aquello, y es cierto que los hay necesarios para que, al menos, se preste atención en un momento concreto a determinados problemas, a lacras que debemos extirpar, a actividades que deberíamos frecuentar; pero, por un lado, hay quien se posiciona sólo como parte del ritual, incluso del espectáculo, de la repercusión mediática, para no quedar mal, una vez al año hay que forzar el gesto, obligarse a hacer y/o decir algo que en realidad el resto sabemos no se siente más que de boquilla (cuando no somos nosotros mismos los que actuamos con ese cinismo palmario), seguir los dictados de los centros comerciales, imbuirnos de creaciones absurdas a las que se intenta convertir en tradiciones (y que no pierden su carácter absurdo por mucho que el tiempo las consolide), por otro, son jornadas con las que se intenta limpiar un poco la conciencia para, durante el resto del año, no preocuparse lo más mínimo sobre una enfermedad, una injusticia, una desigualdad o una persona. Sin embargo, me ha parecido estupenda la iniciativa de recordar que en 2015 se cumplen 500 años del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, por lo que tiene de reivindicación de una figura que no siempre se ha explicado con la precisión debida, a la que se ha manipulado y utilizado a conveniencia del que dictaba las lecciones, a la que se ha reducido a un puñado de versos que convenía a los mandamases del momento para glorificar el espíritu místico que debía regir nuestras vidas (la mística, en general, no era explicada más que en su sentido religioso, adoctrinando, obviando y minimizando su enorme valor literario), una persona y personaje que empezamos a conocer y apreciar mejor gracias a la maravillosa serie de TVE dirigida por Josefina Molina, con esos esplendorosos guiones de la añorada Carmen Martín Gaite, con el cuidado, el respeto y la veracidad con que se acometió la tarea de trasladar la vida de esa monja, de esa mujer (magníficamente tratados los dos aspectos) que removió, conmovió e incluso dinamitó tantos tópicos, tantas mentes estrechas, tantos ortodoxos de aquello que sancionan como tal, tantos sepulcros blanqueados, tantos inquisidores de y en lo cotidiano (los herederos de aquellos que en su día la vigilaban, amonestaban, repudiaban, acusaban, amenazaban, sojuzgaban, consideraban herética eran los que parecían a punto de levitar –realidad mucho más profunda que la mera anécdota en que la transformaban a fuerza de recordarla y describirla, convirtiéndola en epicentro de su disertación, aspecto que dota a su obra de un músculo y una potencia que arrebatan a cualquier lector sin necesidad de hacer profesión de fe ni de creer una cosa o la contraria-, esos maestrillos que se limitaban a leer el libro de texto eran los que más movían los brazos para glorificar a la que no lo necesitaba porque la llevaba impresa, otorgada, regalada). Pero tiempo habrá para centrarnos no dentro de mucho en esa joya audiovisual que, como tantas de aquella época, debería ser de visión obligatoria porque ayuda, estimula, explica, abre las ganas de leer, de conocer, es el mejor prólogo, el aperitivo más sabroso, un punto de partida imprescindible que allana el camino (¿Cómo se pone a unos chavales de diez u once años a leer poesía y/o prosa del XVI sin anestesia ni preparación? ¡Así se consigue que cada vez se lea menos, incluso lo que ni se ha intentado! Pero, por mucho que haya por ahí alguna escritora que perteneciendo a esta generación la menosprecie diciendo que nos quedamos en Willy Fog sin leer a Julio Verne, resulta que con nueve años nos entusiasmaban las aventuras de un tal Quijote y su escudero Sancho, que aunque habíamos visto adaptaciones cinematográficas previas quisimos ser mosqueteros (o mosqueperros) con sólo doce años –y nos lanzamos a por las voluminosas novelas de Dumas- o que muy pronto nos enteramos de que Marco, Heidi y Tom Sawyer estaban inspirados en narraciones, en libros, en historias publicadas); por ahora, quedémonos en lo estrictamente literario.
   La editorial Lumen ha tenido la feliz idea de reeditar Libro de la vida, una de las obras cumbre de Santa Teresa, un texto que le ocasionó muchos problemas pero que consideró perentorio sacar adelante, una creación que, como prácticamente toda su obra, escribió dejándose llevar por la pasión, por la inspiración divina (nunca, por otro lado, tan vívida y tan tangible, tan humana y si se quiere mundana), un documento en el que se volcó con su desbordante humildad, casi como si fuese una penitencia (no en vano lo inició por encargo de su confesor), en el que habló con enorme naturalidad y sencillez de aspectos que se suponían vedados a las mujeres, transformando sin ser consciente del todo de ello el sentir religioso, el modo de acercarse y experimentar a Dios, cometiendo el sacrilegio de ser honesta, la apostasía de querer cambiar lo que le resultaba erróneo y poco o nada católico (en el sentido de universal), el cisma de querer desarrollar su propia espiritualidad no la que se imponía y ocultaba, la que se recubría de oscurantismo y se hacía inaccesible para el pueblo llano (la propia Santa de Ávila no sabía latín y, por ello, no pudo tener acceso a muchos libros doctrinales); pero, como se ha indicado antes, ya nos detendremos en este volumen (anotado y explicado por Elisenda Lobato con minuciosidad y pedagogía, con admiración y gran capacidad de análisis, como lectora entusiasta antes que como investigadora cuidadosa y documentada), podremos trazar paralelismos con la manera en que Víctor García de la Concha, Carmen Martín Gaite y Josefina Molina lo vertieron en imágenes, porque ahora es el momento de centrarnos en un título que Lumen ha publicado en paralelo (de hecho, sus portadas se continúan, se complementan, se lanzan guiños), una novela que recoge la voz de la Santa y la actualiza sin retorcerla ni adulterarla, hablando desde el presente pero respetando su tono, su cadencia, su realidad, dejando patente que el verbo de la Santa precisa de pocas explicaciones, que conserva e incluso ha aumentado su pertinencia, su frescura, su integridad, su fuerza, su arrojo, su entrega, lo que Cristina Morales ha conseguido en Malas palabras es que lleguemos a creer que, tal y como plantea, estamos ante páginas que la propia Santa Teresa dejó fuera del Libro de la vida, sabiendo que aún sería más polémica, más perseguida, más vilipendiada, más castigada de lo que ya era.
   “(…) Dios y yo estamos de acuerdo: que debo escribir lo que el dominico espera de mí porque otra cosa no admitiría y porque le debo obediencia. Que he de escribirlo porque quiero que los buenos letrados se me arrimen, que eso me hará mejor escritora y por tanto mejor servidora de Dios, y porque no quiero que la Inquisición me procese, aunque ahí me engaño. La Inquisición, si quiere, me procesará por el hecho de ser una mujer y escribir sobre Dios, y ni eso: por ser una mujer y escribir, por ser una mujer y leer. Por ser una mujer y hablar”. Si antes, durante o después de la lectura de la sugerente novela de Cristina Morales nos adentramos en el texto de Santa Teresa será difícil en ocasiones distinguir quién ha escrito una cosa u otra, sólo podremos diferenciarlo porque la edición de Libro de la vida, con magnífico criterio, ha mantenido la construcción teresiana original, la que la convierte en esplendorosa escritora, un modo de decir muy de la época, aunque la joven autora granadina ha sabido imbuirse del mismo, haciéndonos olvidar que estamos ante algo escrito en el siglo XXI, logrando con facilidad (expositiva, imagino que la tarea ha sido ardua pero uno de los mayores elogios que se me ocurren es que toda esa carpintería no se percibe, el escrito se presenta ante los ojos del lector con limpieza y despojamiento, fluye con precisión y sencillez), logrando, como decía, que resulte verosímil que estamos ante unas hojas sueltas que la religiosa abulense comprendió iban a ser aún más problemáticas que el resto de sus compañeras y que no convenía cayesen ante los ojos indebidos, esos que sólo esperaban la más mínima provocación (lo que ellos consideraban tal) para denunciarla y conducirla ante el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, el mismo que juzgaría y condenaría a Fray Luis de León (primer editor del Libro de la vida en 1565) y a San Juan de la Cruz (cofundador de los Carmelitas Descalzos junto a Santa Teresa). Y, haciendo una relectura muy idónea e inteligente, muy medida y nada forzada (Carmen Martín Gaite, por ejemplo, no quería que la de Ávila fuese considerada feminista porque en aquella época ni se sabía lo que era eso ni era factible que pudiese desarrollar ese sentir, mientras que Josefina Molina no dudaba en considerarla como tal a partir de sus escritos y hechos), Cristina Morales juega a imaginar cómo Teresa, la mujer, la escritora, la imbuida de amor divino que da primacía a la experiencia sensorial que, a fuerza de devenir en lo inefable, se transforma en palabras, por lo tanto en algo comprensible y tangible, en algo experimentado, la que habla en primera persona y siempre de su relación con Cristo porque es el Dios hecho carne, cómo, a pesar de su halo de santidad ya en vida, es una persona plenamente terrenal que, aun sintiendo que otras manos le conducen la pluma, se toma muy en serio su tarea y por eso no quiere renunciar a lo escrito: “Yo no tiro nada al fuego salvo que me lo manden. Esta cuenta de mi conciencia tan particular no arderá, padre, pero tampoco vos la leeréis, ni vos ni nadie, ni el maestro Juan de Ávila. Más ¿vale algo lo que a nadie se da a leer? A mí me parece que no, y esa es mi miseria: que no puedo hacerme ver al mundo ni puedo haceros ver el mundo a vos como mi entender querría, que lo escriba, si quiero que se lea, debe estar al gusto del lector y no de su autora. Si he de escribir para edificar, ¿cómo voy a levantar ningún edificio sobre el suelo del lector sin antes echar abajo el edificio que ya está ruinoso? Escribir para dar gusto, ¿no es echar más escombros sobre las ruinas, o es quizá limpiarlas y recolocarlas, haciendo como que se construye, cuando en realidad no hay edificio sino una ordenada montaña de basura? ¿Eso me queréis, padre, animándome a escribir: basurera?”.
   Cristina Morales se toma ciertas libertades muy cimentadas y extraídas de las propias palabras de Teresa de Ávila, de documentos reconocidos, de biografías bien documentadas, construyendo su personaje, insuflándole nueva vida, añadiendo las palabras justas y, así, no duda en cuestionar al padre, en añorar y bendecir a la madre perdida muy pronto y de cuyos padecimientos y muerte por un mal parto culpa al progenitor (en realidad, no fabula tanto), en revolverse contra una fama sobrevenida que no desea, no anhela, no la colma (que sólo utilizará si conviene a sus propósitos religiosos, a su vocación de fundadora en el sentido de poder transmitir lo que recibe de su Amado): ““Qué queréis, (…) ¿que me ufane de ser famosa?, ¿de ser la monja que todos quieren conocer porque está poniendo Ávila patas arriba?, ¿porque las señoras linajudas la convocan?, ¿porque habla con Dios?, ¿porque levita? Maldita la fama, padre, y maldita la hora en que vuestra paternidad vio en mí una atracción de la eclesiástica feria, como si esta que en vos ha confiado fuese una iluminada más, una analfabeta cualquiera, una moza vieja adinerada que se entretiene con cosas del alma y que entretiene a los doctos de la Iglesia como una meretriz espiritual. (…) ¿Esa es la fama a la que vuestra paternidad quiere contribuir? ¿Sabéis para lo que me sirve? Para que caiga sobre mí la cruz más pesada de todas las que el Señor me ha mandado, para que se me corone con las espinas más afiladas de la zarza: para que en el monasterio de la Encarnación me hayan propuesto como candidata a priora en las próximas elecciones”. Y es que sabe que, en realidad, esa dignidad esconde el deseo de tenerla controlada, a buen recaudo, llamada a capítulo para exigirle ortodoxia, cuando ella sólo aspira a “construir un monasterio sin permiso e irme a una celda sin colchones y con goteras, es vencer. Tomar las decisiones entre cinco y no entre doscientas monjas, será vencer. En San José no habrá repique de campana llamando a capítulo para votar un endeudamiento, porque nunca nos endeudaremos; ni para votar quién será ropera, porque cada una se coserá su hábito; ni para votar los turnos de limpieza, pues en la tabla del barrer la priora será la primera. Juana Suárez le quitaría horas a la oración para dárselas al capítulo. Las descalzas, en cambio, le quitaremos horas a la agreste retórica del capítulo para dárselas a la diáfana verdad de la oración. Las descalzas nos reuniremos en capítulos, sí, pero no llamadas por priora o campana, por provincial u obispo, sino por el deseo de encontrarnos y compartir con las demás nuestras dichas y desdichas y nuestro amor a Dios. El capítulo de hermanas se reunirá pero no para decidir cuánta harina poner en cada bollo, cuándo hacer una procesión o cómo valorar la gravedad de las faltas. En el libro de elecciones del convento de San José de Ávila podrá leerse que tal día a tal hora, siendo priora Fulana y supriora Mengana, el capítulo de hermanas decidió que al día siguiente haría sol y buen tiempo”. Ese es el que ahora disfrutamos al poder leer a Santa Teresa sin mordazas ni estereotipos, sin relecturas o subrayados, dejándola vivir en ella misma y en su deseo de estar con su Querido, comprendiéndola en su complejidad, acompañándola hasta su castillo interior, ese que Cristina Morales ha sabido morar para encontrar las buenas palabras que sólo pueden parecer malas por honestas, por vivaces, por inspiradoras.

viernes, 17 de abril de 2015

AUDIENCIA REAL



   




 Ya la habíamos disfrutado interpretando Fedra (junto a un estupendo Dominic Cooper, todo hay que decirlo) en una versión exquisitamente dirigida por Nicholas Hynter, con una escenografía esplendorosa concebida y manejada en favor del texto, de los intérpretes, del propio espectáculo (y no al revés, como por desgracia sucede más de lo debido), experiencia que vivimos en la misma sala del National Theatre en que habíamos gozado y nos habíamos rendido más allá de toda medida al magisterio permanente y constantemente rejuvenecido y revalorizado de la inmensa Vanessa Redgrave (con un texto asombroso, lacerante en su asepsia, terrorífica profecía que la actriz protagonizaría en la vida real no mucho después con la sorpresiva y trágica muerte de su hija Natasha, un prodigio de Joan Didion titulado El año del pensamiento mágico que dentro de muy poco podrá verse en el Teatro Español –por desgracia, en lugar de haber caído en las manos de Mercedes Sampietro o Vicky Peña lo ha hecho en las de Jeannine Mestre-); precisamente por eso nos habían quedado ganas de repetirla (también a la Redgrave, pero ahora recupero la frase principal y vuelvo a Fedra), nos preguntábamos si sería posible, si los hados nos serían propicios, cuando la noticia se hizo oficial y Pablo buscó entradas como regalo de Reyes: Helen Mirren regresaba a las tablas para transformarse de nuevo en Isabel II –la de allí, no me hagan chistes fáciles-, el rol que le hizo acumular casi todos los premios posibles que pueden ganarse en el ámbito cinematográfico, la interpretación que la encumbró en la manera que llevaba tanto tiempo demandando por su desbordante talento y su impagable personalidad plasmada en una trayectoria ecléctica, tal vez errática, muy variopinta, con la que había conquistado el corazón de muchos cinéfilos (y de amantes del teatro, pero este arte está más restringido a que, como en el caso que ahora reseño, se dé la oportunidad, los elementos se combinen y los sueños puedan cumplirse), un prestigio bien cimentado que necesitaba una cima de ese calibre para afianzarse con firmeza incontestable, un trabajo que la hizo inmensamente popular, un portento que todavía nos deja ojipláticos, una joya como La reina, un prodigio que no debe quedar eclipsado por su monumental actuación, un triunfo al que no son ajenos el abracadabrante guión de Peter Morgan, la elegancia de Stephen Frears a la hora de sortear todos los escollos posibles que se encaran de frente y sin miedo (sin rebajar ni un ápice la mordacidad ni la malicia) y el impecable y plausible trabajo desarrollado por el resto del reparto, en el que conviene destacar a los inigualables Michael Sheen y James Cromwell.
   Y, como digo, nos plantamos en Londres (en un día ciertamente desapacible con rachas de viento que espolvoreaban con furia las gotas de lluvia que caían sin parar) para acudir a la audiencia, The Audience, con texto de Peter Morgan (sólo él podía rizar el rizo y mejorar su anterior libreto) y dirección de Stephen Daldry (una de las pocas opciones posibles para recoger el testigo de Frears y, sin imitar ni trivializar ni dormirse en los laureles, conducir el espectáculo con mano maestra y como si no hubiese un precedente –al que, por otro lado, se hacen guiños admirativos y agradecidos-). El Gielgud Theatre, acogedor y confortable, con ese encanto de los recintos de siempre que en Londres conservan la esencia del teatro ante el que tantos fruncen el ceño y condenan con un gesto displicente de su mano –esos que se consideran amantes del arte de Talía y salvadores del mismo, esos que enferman de modernidad y se burlan de lo que denuestan como “arqueología”, esos que van salpicando (en realidad, anegando) Twitter y demás redes sociales con la ocurrencia del momento con la que dejan muy a las claras los auténticos agujeros negros que tienen con respecto a conocimiento, respeto y criterio, ese que cacarean para sentirse gozosos y en la pomada, minoritarios que insultan al resto del público, los que absurdamente reclaman una cuantiosa taquilla para lo que consideran para paladares exquisitos, se supone que algo es “bueno” (mira que recurren a este adjetivo que no expresa nada) porque sólo ellos acuden, pero al final ovacionan lo que vende todo el papel durante un porrón de funciones-, el Gielgud es, como digo, uno de esos locales en que se respira teatro ya en el vestíbulo, en las taquillas, en los pasillos, un espacio en el que el espectador se siente a gusto y a salvo de las inclemencias meteorológicas (y de los tuiteros desabridos), un lugar idóneo para ser testigo de un espectáculo que sólo necesita unos cuantos cambios de luces, los aditamentos precisos y una atmósfera muy bien creada para hacernos sentir que estamos en una estancia de Buckingham (excepto en el incio del segundo acto), mirando por el ojo de la cerradura para conocer lo que sucede en la audiencia privada que la reina concede semanalmente a la persona que ocupe el cargo de primer ministro, asunto sobre el que fabula Morgan puesto que es una charla informal y privada en la que no se toman notas ni tras la cual se ofrezcan informes, se hagan comparecencias o declaraciones. Al margen de poder admirar en vivo la manera en que Helen Mirren se transforma en Isabel II (la cadencia de la voz, el modo de pronunciar, las miradas, los movimientos) hasta casi hacerlas indistinguibles, no sabiendo muy bien si estamos ante la actriz o ante la soberana, tal es el ejercicio de mimetismo, la asunción de personaje, la perfección desplegada, la naturalidad con la que se imbuye de la personalidad que se le encarga, es francamente maravilloso cómo, sin abandonar escena, ayudada por un equipo que se mueve ligero y con sutileza, en apenas segundos, Mirren va reflejando diferentes épocas de la reina, siendo la joven, temblorosa y aún no coronada que se enfrenta a Churchill, la mujer madura que tiene enfrente a la poco gobernable Margaret Thatcher, rompiendo la cronología en aras de un texto inteligente, perspicaz, agudo, punzante, dando la época con un mero cambio de peinado y vestido, una de esas experiencias que hay que vivir para creerla (y que, gracias a Pablo, pudimos gozar y vibrar en la quinta fila).
   Y ahora, dos años después de su estreno, ha llegado a Broadway ese mismo montaje mientras que en Londres, en apenas una semana, podrá verse una reposición de The Audience en la que Kristin Scott Thomas asume el rol inmortalizado por la Mirren. Sería curioso poder establecer comparaciones (y más por ver en escena a una intérprete tan refinada y distinguida), teniendo aún tan fresco el recuerdo de lo sentido en el Gielgud, pero la economía no lo consiente y, por un lado, mejor esperar a otra ocasión en que Scott Thomas elija otro texto, teniendo en cuenta por otro que volveremos a Londres antes de lo esperado (nosotros nos quitamos de otras cosas que algunos considerarán más necesarias pero que nos llenan mucho menos para, así, ir ahorrando un poquillo y, de vez en cuando, poder darnos una alegría, una satisfacción, ese “es una vez en la vida” –como dijo Pablo antes de comprar entradas para, ¡sí, sí, sí!, ver a Bette Midler el próximo julio y ya de paso, ¡por fin!, contemplar a Imelda Staunton, ¡nada menos que haciendo Gypsy!-). Y pensar en la Mirren en Broadway es recordar su anécdota saliendo disparada a la calle durante el entreacto para amonestar a unos músicos que mediante el sonido de sus tambores, desfilando entre cánticos y percusión, anunciaban un festival de tendencia LGTB y perturbaban la paz, el medido silencio, el gusto por la palabra que exige The Audience. ¡Sólo una grande puede salir, ataviada como Isabel II, a exigir que cese la algarabía, dejando sorprendidos a los que tocaban y a los que miraban! Y no crean que evoco ese momento por el gusto de hacerlo, sino porque, como narra Garson Kanin en su impagable libro sobre Tracy y Hepburn (ese que tanto molestó a la actriz, celosa de su intimidad y muy especialmente de la de su amado, por mucho que sea uno de los homenajes más emocionantes que puedan existir, un testimonio directo, sensible y sincero de por qué ambos serán siempre nuestros favoritos), cuando Kate (como gustaba ser llamada) llegó al teatro en que iba a representar Coco se dio cuenta inmediatamente de que la elección de local era muy desafortunada porque justo enfrente estaban construyendo un rascacielos y, al margen de lo que eso iba a dificultar la llegada del público, los ruidos iban a imposibilitar el correcto desarrollo del espectáculo en la sesión de tarde de los miércoles; como el vaticinio se cumplió, la intrépida y atlética actriz no dudó en encaramarse al andamio para negociar con los operarios y consiguió que, durante el momento culminante de la función (el momento en que evoca a su padre y canta la conmovedora canción homónima del personaje al que encarnaba y del espectáculo), hiciesen una pausa (“la hora de Katie”) y todo pudiese fluir y disfrutarse. ¡Que tiemble Broadway si algo así sucede porque la furia real será incontenible! ¡Ay, qué lejos pilla Nueva York! ¡Qué caro es todo! (los hay que sólo van por capricho, por alardear, vacuos en cualquier sentido, siempre tiene pañuelo el que no moquea) Pero no importa, Londres no es un premio de consolación, es un trofeo en sí mismo y, además, lo fundamental para nosotros es experimentarlo, disfrutarlo, incorporarlo a nuestros latidos y, en ese sentido, nada es más o menos que nada por los kilómetros que haya que recorrer, lo hacemos porque lo queremos no por postureo, es imprescindible porque lo vivimos juntos (pero, claro, haber acudido a una audiencia con la majestad de Helen Mirren es un puntazo, indudablemente).

miércoles, 15 de abril de 2015

"¿Y TÚ ME LO PREGUNTAS?"





   Puesto que es la institución que (se supone) limpia, fija y da esplendor a nuestro idioma, tengo una tendencia muy acusada a consultar el diccionario de la Real Academia Española, el DRAE, para intentar resolver las muchas dudas que me surgen a la hora de escribir, para despejar incógnitas, para usar las palabras con la mayor propiedad posible, para conocer significados, para asegurarme, para no abundar en el error, para ser preciso; pero, en ocasiones, en demasiadas, la calle, las gentes, la comunicación, la efectividad, el habla es más rápida, porque si sabemos a qué nos referimos, si nos comprendemos, si nadie pregunta acerca de un término, perdónenme la osadía, incluso el sacrilegio, no hacen falta libros para sancionar lo que el pueblo dice –es como lo de las coplas que apuntó con buen criterio Manuel Machado: “Hasta que el pueblo las canta / las coplas, coplas no son”-, porque la lengua está viva y en constante evolución y no podemos coartarla y/o negarla –y, sí, también sufre una permanente involución en los últimos tiempos, pero es que, por un lado, no se enseña como forma de expresión sino como corsé represivo y ajeno a la realidad, no sabemos inculcar el cariño, respeto e interés debidos, por otro no hablemos ahora de ciertos hábitos y/o prácticas tolerables cuando expresan urgencia o hay un tope de caracteres, vicios que algunos han llegado a publicar como “literatura” (hay editores que deberían asumir sus responsabilidades sobre estos crímenes –si no penales, al menos civiles-)-, porque los académicos se toman su tiempo, tienden al inmovilismo, no son muy amigos de novedades (parece mentira que tantos de ellos creen universos con un lenguaje propio), en cierta manera es inevitable que vayan con retraso, terminan por aceptar vocablos cuando ya han dejado de ser utilizados o cuando ha pasado su momento de gloria y expansión, cuando han perdido vigencia o ha quedado claro su uso coyuntural, envejeciendo con la velocidad pasmosa con que lo hacen las modas. No negaré que a veces voy al DRAE sólo por el morbo de encontrar una definición obsoleta, inexacta, carpetovetónica, a espaldas de lo cotidiano, inmovilista, y que hay oportunidades en que lo hago buscando una brújula que me oriente, comprendiendo la dificultad y casi imposibilidad de resumir en pocas palabras el verdadero significado de un término, la polisemia humana, creativa, profunda de realidades intangibles (sí, ya sé que es un oxímoron, pero sólo en parte, a ver si soy capaz de explicarme), de conceptos inmensos a los que, por más vueltas que les demos, nunca lograremos aprehender en una breve exposición (y hasta en una muy larga), nunca llegaremos a una síntesis, a una convención, a un consenso que satisfaga a todo el mundo porque identificamos a qué nos referimos, pero cada uno lo siente, lo aprecia, lo vive, lo escribe de una manera; ahí está, por ejemplo (bueno, es la palabra que hoy consulté), “poesía”, que en su primera acepción se dice es la “manifestación de la belleza o del sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa” y que, tras otras más o menos técnicas, en la sexta se añade que es también la “idealidad, lirismo, cualidad que suscita un sentimiento hondo de belleza, manifiesta o no por medio del lenguaje”.

   Si nos atenemos a esa glorificación de lo bello, parece que estamos dejando fuera a la práctica totalidad de los poetas que podamos evocar, sino a producciones completas al menos buena parte de su obra; ¿dónde queda Hijos de la ira? Hay partes de Poeta en Nueva York que no responden (ni buscan ni pretenden ajustarse) a ese canon podríamos decir bucólico, tampoco Cernuda puede ser leído sólo bajo ese prisma, ni Benedetti, ni un libro que acabo de terminar y que comienza diciendo “Ante todo el grito. Cierta rabia y cierto llanto que se arrojan. Ante todo la náusea, el alma abismándose, ciega”. No hay duda de que provoca, impacta, turba, asombra, inquieta, que lo que se entiende por “belleza” (como tantas otras cosas) es algo que depende de cada uno, pero, así en román paladino, hablando en los términos más convencionales, no parece que sea glorificar, ponderar, cantar la belleza (no al menos en todas sus páginas) lo que pretende Juan Manuel Uría con su libro Las huellas del límite publicado por Baile del Sol, sino, tal y como cierra el volumen tras un viaje por muchos recovecos, dobleces, silencios que no necesitan palabras pero las convocan, las sugieren (sé que puede sonar muy raro, pero para saber de lo que hablo hay que recorrer estas páginas y detenerse en los puntos y aparte, en el interlineado, en esos poemas de apenas dos o tres frases), lo que el poeta de Rentería parece querer es, tan sólo (¡Como si fuese poco!), dejar constancia del “relleno de alma en que consisto; las veintisiete letras que aún me sirven; la razón funámbula que salta, dominando el vértigo, entre mis sienes; y los tiernos huesos, el millón de huesos que brotan de mi lápiz en un desesperado intento de encarnar”. Y si se trata de límites, enlazando con lo un tanto torpemente expuesto en el preámbulo por un servidor, Uría los rompe, los cruza, los aleja para hacer nuevo camino (ya sabemos que no existe: sólo se hace si estamos en él, si nos movemos, si seguimos), comprende que todo suena a tópico, a copia, a manierismo, porque “todo lo que se podía escribir sobre una estación de tren ya se ha escrito. A los poetas sólo nos quedan palabras gastadas”; pero él se desdice de esta afirmación, demuestras que aún hay mucho por escribir al seguir destilando imágenes desoladoras, afirmaciones rotundas, metáforas sutiles, vómitos incontenibles, una amplísima gama de recursos y tonalidades que conforman un poemario que conmueve en su aparente sencillez, que nos atrapa en la viscosidad de la extrañeza de ser humano o, mejor aún, de no saber serlo, de no comprender por qué se es, ya que “a veces me pasa que todo está en pausa”.

   “Se marchitan las flores, inevitablemente, a pesar de todos mis cuidados. Y en los jardines de la memoria parece que no hay espacio para antiguas rosas”, pero tal vez lo haya para otras o para remedos de aquellas, para imitaciones, para la sublimación de esos aromas, para la constatación de que “algunos días el silencio es más evidente que otros” o para la inapelable conclusión de “algunos días las cosas pierden su nombre, el lenguaje se nos aja, y todos los pájaros callan. Sí, tú sabes de lo que hablo. También te pasa a veces”. Claro, es que el que lo probó lo sabe, y tal vez haya que concluir, siguiendo los parámetros del DRAE, que al final todo poeta busca la belleza, añora la perdida, la imagina, la convoca, la tira por tierra, la menosprecia si no le sacia, si le harta, si la desdeña por inalcanzable, pero todo es un ir y venir entre, por, para ella, aceptando que es pasajera (“Y que el instante dure lo que dure la vela”), procurándola y necesitándola aunque sólo sea para posicionarse en su contra (“Y la frente ha dejado de ser frente como el labio ha dejado de ser labio. Qué cosa sea ahora, tampoco sé. Acaso nada más que vejez y ruina, sencillamente”). Y es un placer recrearse en este breviario (en el sentido de la cuarta acepción del DRAE: “Libro de memoria o de apuntamiento”) en que se dice lo justo (“Porque las palabras innecesarias sólo enturbian”) porque lo importante, lo necesario, lo que se consigue es que el lector añada las que considere necesarias (“La palabra que no cabe. La simiente fecundando”), recorra su propio “pabellón de las flores que se cultivan para los muertos, imaginando sin venir a cuento un pan seco en las manos de un viejo o una niña triste que juega sola en un parque”, no le importe “herirse queriendo coger la luz al vuelo, sin saber que quema. Pero alcanzarla, sin embargo, y reír luego”, agradezca a Juan Manuel Uría que le haya servido de cicerone para replantearse sus huellas, dejar otras bien marcadas, sentirse identificado con “estas palabras [que se dicen] como una oración sin fe, sin dios y sin tierra, con el tono de quien guardado bien su silencio; con el derecho antiguo que aún se otorga a los andantes de estrecha vía, de andada larga, de huella límite”. ¿Quién dijo miedo? La poesía no es para los cobardes, los pusilánimes, tanto huero que se piensa vate porque plagia (y para colmo mal) a voces que, desde lo íntimo, desde lo profundo, desde sí mismos, se olvidan de quienes son para dirigirse a los demás, y Juan Manuel Uría lo hace sin concesiones ni contención, poeta en estado puro (porque, y eso sí lo reconoce el DRAE, también en prosa puede escribirse mucha poesía).